La vida artística de Fran Gayo (1970-2025) no es fácil de resumir: si bien muchos lo conocimos como músico, siendo mitad de los inolvidables Mus, también ha dejado una marca permanente en el mundo del cine y la literatura asturianos y españoles, que quedan huérfanos de una figura única. Gayo fue simultáneamente un creador valiosísimo y un prescriptor sagaz, y esas dos facetas se entrecruzaron de forma natural durante toda su vida, con un entusiasmo contagioso que no estaba exento de mordacidad y pensamiento crítico.
Nacido en Gijón en 1970, durante la adolescencia fue testigo desde el barrio de La Calzada de la dureza de la reconversión industrial asturiana de los años ochenta, experiencia que marcaría profundamente su visión artística, indeleblemente politizada, incluso en épocas en las que el compromiso izquierdista cotizaba a la baja. Sus primeros pasos los dio en Cambaral, cuarteto folk en el que fue clarinetista y gaitero. En una época en la que la mayor parte de escenas funcionaban como compartimentos estancos, Gayo y sus compañeros enarbolaban referencias no habituales que iban de Penguin Cafe Orchestra a Pata Negra, pasando por El Último de la Fila o Debussy. Se separaron tras haber publicado el álbum “Batulax” (Discos L’Aguañaz, 1994), pero habiendo dado buena muestra de su enfoque creativo en festivales celtas como el de Niort. Mientras tanto, Gayo se dejaba caer por proyectos radicalmente distintos, apareciendo en créditos de discos publicados por grupos cercanos como Penelope Trip.
Siempre abierto a nuevos sonidos, junto a Mónica Vacas formó Mus en 1996, proyecto de éxito relativo donde mantuvo intacto el compromiso de acercar una lengua históricamente marginada, el asturiano, a una vanguardia creativa. Si bien se les quiso asociar inicialmente a la escena trip hop al publicar el EP “Zuna” (1997), poco a poco fueron mostrando una gigantesca personalidad artística que tan pronto los acercaba al dream pop como al ambient, o rescataba viejas melodías folk con arreglos improbables. Casi toda su carrera fue de la mano de Acuarela, sello del que fueron uno de los emblemas. Con la publicación de “Pigaz” (1998), EP dedicado a nanas tradicionales, iban dejando de lado progresivamente cualquier posible influencia bristoliana para embarcarse en un viaje de gran densidad emocional. Bebían por igual de contemporáneos como Stereolab o Low como de las bandas sonoras de John Barry. A partir de “Fai” (1999) fueron construyendo un cancionero único que fundía la delicadísima voz de Mónica con instrumentales en las que fueron colaborando muchos de los nombres más célebres de la escena gijonesa, de Frank Rudow a Nacho Vegas o Pedro Vigil, dejando de lado la electrónica.
Fue así como concibieron el “El Naval” (2002), un álbum desolador, que encuentra belleza en la melancolía y en la resignación, capaz de sacar momentos de gran valor musical mientras dibuja el quiebre del mundo proletario asturiano. Este canto a la desesperanza caló hondo, incluso internacionalmente, y favoreció que el grupo acabara firmando internacionalmente con Darla, compartiendo sello con artistas del calibre de Sweet Trip o The Radio Dept. La exposición a públicos más allá de las fronteras estatales les hizo conseguir pequeños grandes hitos, desde reseñas en ‘Pitchfork’ a giras por Estados Unidos y Taiwán. Con “Divina lluz” (2004) desnudaron su sonido en un álbum brillante que estuvo acompañado de una película homónima ad hoc obra de su amigo y colaborador Ramón Lluís Bande. “La vida” (Green UFOs, 2007) fue un epílogo notable que apostaba directamente por un pop brillante y cálido, pero que supuso el final de la banda, que como tantos grupos formados por parejas sentimentales no pudo sobrevivir al final de la relación.

Abandonado cualquier resquicio de sonido contextual, de concesiones a modas peregrinas, Mus desnudaron su sonido, se dejaron acompañar de instrumentos orgánicos y depuraron sus canciones hasta dejarlas en muchas ocasiones en poquísimas capas. El hilo de voz frágil y sugerente de Mónica Vacas, en primer plano, cantando a una Asturias traicionada por los de arriba. Cuando a mitad de disco estalla la violencia en “Cuesta”, el oyente ya tiene el corazón en un puño. Una cima creativa.

“Divina lluz” partía de los momentos más desnudos de su predecesor, como “Al oeste de la divisoria” o “Rencor”, y llevaba esa apuesta al paroxismo. Mus aprenden a jugar con el silencio como un elemento central y, por el camino, se despojan de aquel manto de angustia asfixiante del anterior disco. Pese a ser un álbum sobre la ausencia, la soledad y la muerte, abre inéditas puertas a la esperanza.

Un disco de cambio radical: del grupo al proyecto en solitario, de ser instrumentista a atreverse a cantar, del asturiano al castellano. También hay un giro hacia un sonido deudor de los setenta, pero que no tiene miedo a incorporar cajas de ritmos y arreglos inesperados. Gayo se revela como un cantautor que evade tópicos llorones, reflexivo e irónico, capaz de defender muy notablemente canciones que merecieron mucha mejor suerte de la que tuvieron. ∎