Tamanrasset blues. Foto: Liberto Peiró
Tamanrasset blues. Foto: Liberto Peiró

Concierto

Imarhan: tormenta eléctrica del desierto

El quinteto argelino presentó anoche en Valencia –primera cita de la gira española que también pasará por Madrid (5), Sevilla (9), San Juan de Alicante (10) y Barcelona (11)– las canciones de “Aboogi”, su tercer álbum, en un versátil ejercicio de rock desértico africano que basculó entre inyecciones de electricidad y letanías acústicas.

Era la primera vez que los de Tamanrasset pisaban Valencia, ciudad por la que los principales embajadores del llamado rock tuareg de última generación se han ido dejando caer con cuentagotas: Tamikrest hace ya cinco años, Bombino hace cuatro. El concierto caló con más fuerza cuando Imarhan ahondó en su veta rítmica y eléctrica que cuando brindó las letanías de corte acústico incluidas en su tercer álbum, “Aboogi” (2022), el primero que registran enteramente en el propio estudio de grabación que han construido en su tierra, cerca del oasis que separa Argelia de Níger.

Algo menos de un centenar de almas se personaron para disfrutar de esta intermitente tormenta eléctrica del desierto, quizá lastradas por una parsimonia impuesta por la fría noche de lunes, tal vez porque no terminamos de acostumbrarnos a esos horarios europeos que han venido para quedarse tras la pandemia (algo bueno tenía que dejarnos). La sala no empezó a llenarse prácticamente hasta que los músicos abordaron el estrado. Pero pronto cundió la conexión.

De toda esa pléyade de bandas norteafricanas que han gozado de repercusión lejos de sus fronteras, seguramente son Imarhan quienes de forma más clara conectan con el voltaje del afrofunk y del blues rock, aunque sea de forma puntual. Y eso se notó en la interpretación de cortes como “Imarhan”, “Tahabort” o la propia ““Achinkad”, entre los momentos más agitados de un nuevo trabajo que profundiza en la melancolía inherente a una música que nace del desarraigo, de la juventud robada a un pueblo hostigado. Es este un disco más reflexivo, y lo supieron dosificar a lo largo de la noche.

Lunes noche en Valencia: el desierto empieza aquí. Foto: Liberto Peiró
Lunes noche en Valencia: el desierto empieza aquí. Foto: Liberto Peiró

Su líder, Iyad Moussa Ben Abderahmane –alias Sadam–, es primo de Eyadou Ag Leche, miembro de Tinariwen, la banda que nos faltaba por mencionar de ese póquer de sonidos desérticos. Y ejerció de discreto guitar hero, como una suerte de Santana del desierto, en aquellos cortes en los que empuñaba la guitarra eléctrica que alternó con la acústica. Fue una actuación en la que las composiciones circulares de Imarhan, casi siempre mántricas, gozaron de la diversidad de coloraciones, texturas y ritmos que también les confieren su percusionista –alternando djembé y calabash– y su guitarrista acústico, que de vez en cuando abandonaba las cuerdas para prodigarse a la batería. El concierto no fue en absoluto monocorde y tuvo más de celebración que de lamento, como corresponde a unos músicos diestros en el arte de convertir las dificultades vitales en un mensaje de esperanza que trasciende idiomas y fronteras.

No obstante, uno siempre se queda en estos bolos con la sensación de que algo se pierde en la no-traducción. De que para nosotros prima la liviandad del factor lúdico –que también es muy necesario, ojo– en detrimento de la fragua de su mensaje, de la complejidad de una música tan híbrida y entreverada como la propia problemática social que la fermenta. De que nos pirra el meneo de caderas y nos quedamos más con el sonsonete que con el trasfondo. Algo, por otro lado, inevitable en una época de solidaridades –ya lo vemos a diario– selectivas. Todos participamos de eso, nos demos cuenta o no.

La barrera del idioma está ahí, por mucho que queramos negarla. También la imposibilidad de contar con los matices que aporta a discos como “Aboogi” su nómina de colaboradores, por una cuestión meramente logística. No quisiera decir que esto es como cuando la corte disfrutaba de los juglares hace unos cuantos siglos, o como cuando los adinerados turistas del norte de Europa se solazan en un tablao flamenco. No hay, ni mucho menos, esa desigualdad ni ese paternalismo ni esa condescendencia en el trato. Pero sí la impresión –y puede que esto sea algo muy personal– de que el esfuerzo de Sadam por singularizar su fórmula y desligarla de las visiones más tópicas del rock tuareg –su afianzamiento de los lazos que lo ligan también al folk sahariano e incluso en otras ocasiones al rai argelino como una suerte de lenguaje común de una comunidad desheredada y condenada al nomadismo– topa con un público al que le (nos) falta encaje didáctico, por mucho que el disfrute y el intercambio de energías sea acaloradamente mutuo. ∎

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