n 2019, Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) publica su novela de terror “Nuestra parte de noche”, por la que recibió el Premio Herralde. No es una recién llegada. Sus anteriores libros, entre ellos las colecciones de cuentos “Los peligros de fumar en la cama” (2009) y “Las cosas que perdimos en el fuego” (2016), ya la han situado como una escritora fundamental. Sin embargo, hay un antes y un después de esa novela. Ese libro le salvó el confinamiento a muchos lectores. Alimentó para bien y para mal las pesadillas de otros tantos. Se convirtió en inspiración confesa de escritores y cineastas. Introdujo en la literatura de terror a lectores no especialmente interesados en el género, algo que no pasa así como así. Y sacudió a los que ya estaban dentro. También ha animado a muchas creadoras a adentrarse en los géneros puros, a imaginar cuentos de terror en papel y en la pantalla. Es asombrosa la influencia de Enriquez sobre ellas. Y es maravilloso asistir en directo a su consolidación como referente.
La forma en que la autora narra el horror es demasiado poderosa y adictiva para dejarla pasar. Es muy difícil describir sus libros porque tienen una cualidad inabarcable que se basa en el misterio, en el secreto, en lo esotérico. Ahí va un intento, probablemente torpe. En ellos viven los monstruos, los conocidos y los que no. En ellos, el horror se conecta con lo real, con la historia, de formas lúcidas y sinuosas. En ellos no se pierde de vista la emoción, las ideas se imponen a los temas y los temas no asfixian el relato. Y están llenos de estampas tan siniestras como esplendorosas. La cualidad de Enriquez para generar imágenes fantásticas y de terror es increíble.
La editorial Anagrama acaba de reeditar en España “Bajar es lo peor”, su primera novela. La empezó a escribir a los 17 y la publicó a través de la editorial Espasa Calpe en 1995, a los 22. Es una historia de amor, sexo y drogas vivida por dos chicos, Facundo y Narval, y una chica, Carolina. Una crónica desgarradora de los excesos de varias noches salvajes (a veces a su pesar). Pero también es una historia de vampiros donde ya está el corpus temático y el universo estético de la autora. Mariana estuvo hace unos días en Barcelona y tuvimos la suerte de hablar con ella de ese debut y de cómo lo que sembró en él se extiende hasta el presente.
¿Recuerdas el primer impulso de escribir “Bajar es lo peor”?
Sí. Yo lo escribí para mí y para mis amigos. Es mi libro más autobiográfico porque cuando lo escribí era muy chica, tenía solo 17 años. Ya leía mucho en esa época y no encontraba en general literatura en castellano –no me refiero a fantástica, que empezó a preocuparme más adelante– que hablara de lo que estaba pasando. Era una época muy intensa: el sida, una crisis económica muy importante en Argentina, los cambios a nivel mundial en los 80, el paso de un capitalismo a otro, el posthatcherismo, la cuestión neoliberal… Sentía que pasaban demasiadas cosas y que nadie cerca de mí las estaba contando. Lo hacían autores norteamericanos, como Bret Easton Ellis, Kathy Acker, los escritores alrededor de la crisis del sida, sobre todo en Nueva York. O en Francia Hervé Guibert. Recuerdo también la película “Las noches salvajes” (1992) de Cyril Collard, basada en su libro… Pero, salvo por algunas pequeñas cosas, nadie hacía nada parecido en Argentina.
¿Eran esas las lecturas que hacías en ese momento o piensas en ellas a posteriori?
No, no, era lo que leía entonces. Muchos de esos libros eran de los “Compactos” de Anagrama, que eran baratos y accesibles. Recuerdo leer “Menos que cero” (Bret Easton Ellis, 1985) y pensar: “Esto se parece a lo que quiero”. Pero no lo encontraba en literatura en castellano, quizá solo un poco en “Historia argentina” (1991) de Rodrigo Fresán. El impulso fue contar lo que estaba pasando: la noche, los excesos, la diversidad sexual, el inicio del deseo. En “Bajar es lo peor” no está el sida porque no quise ponerlo, de la misma manera que ahora evitamos poner la pandemia, pero sí la marca de la muerte y del miedo.
No está pero está.
Sí, sin estar está. Es porque mi idea de sacarlo fue muy consciente. En una primera versión estaba, pero decidí sacarlo porque quería que esa amenaza estuviera representada en otras cosas, como esos tres seres. Por eso hay cierto anuncio de la muerte o cierto miedo a vivir.
De hecho los personajes hacen todo el rato piruetas verbales en torno a lo que les amenaza y no saben definir.
Sí, y están muy expuestos sexualmente. Pueden enfermar en cualquier momento porque uno es adicto, el otro se prostituye y la chica se relaciona con ellos. Es como una novela de época, pero sacando ese elemento de época que, de todas maneras, está presente todo el tiempo. Y también está la cuestión del exceso de las drogas y de la noche.
Hablas de la noche. Los tres, pero especialmente Facundo y Narval, son animales nocturnos. Para mí “Bajar es lo peor” es una novela de vampiros, no solo porque hable de la adicción.
Es curioso, pero cuando se publicó en Argentina nadie vio el elemento fantástico, que para mí es obvio. Es un libro de vampiros y es también una versión de “Hellraiser” (Clive Barker, 1987), robada hasta el punto de pensar que lo primero que me dirían era que me había copiado. Recuerda que sus personajes son sexuales, son demonios del deseo y del exceso. Pero no pasó nada. Eran los límites de lo legible en aquel momento. Y, como no había escritores que mezclaran el realismo sucio con algo más fantástico, nadie supo verlo. En la novela está también Anne Rice en la relación entre ellos, que es muy Lestat. Y un poco “Mi Idaho privado” (1991) de Gus Van Sant. Era una mezcla de todo eso –en realidad, un universo muy juvenil, de iniciación a la lectura– y mucha experiencia personal del vagabundeo, del deambular. Realmente sentía que todo eso no estaba contado, o estaba contado pero en un under mucho más artístico; había un under posdictadura que era muy artístico. Lo típico que pasa después de una dictadura, esos momentos de primavera creativa. Pero era muy arty. Y yo quería algo más callejero, más brutal.
Me gusta mucho la representación de los cuerpos y del sexo en “Bajar es lo peor”; se siente medio inconsciente. Me encanta.
Sí. Nunca me ha dado ninguna vergüenza hablar de sexo, es algo totalmente normal. No entiendo que haya un pudor medio victoriano a hacerlo. Pero reconozco que cuando escribí “Bajar es lo peor” esa parte fue bastante complicada porque, claro, yo era muy chica. Hay muchas cosas sexuales entre Facundo y Narval que están tomadas directamente de películas, de porno. Recuerdo ver películas en VHS, alquilar películas checas con efebos para ver cómo era. También tenía amigos gays que ya tenían relaciones sexuales y me contaban. En ese momento todos estábamos descubriendo. Hay algunas cosas que las leo ahora y pienso que a lo mejor tendrían que ser de otra manera. Facundo, por ejemplo, es demasiado andrógino, y los taxi boys en general son más varoniles. Pero no importa, creo que todavía funciona, es literario.
Hay algo muy salvaje, físico e intuitivo que parece tener que ver con la libertad y la inconsciencia propias de la edad con la que la escribiste.
Puede ser. El chico que era mi pareja entonces, tres o cuatro años después, cuando nos separamos, optó por una sexualidad gay. Ya la tenía, pero fue en ese momento cuando decidió que sentimentalmente su intensidad emotiva era con varones, aunque pudiera estar con chicas si le gustaban. No me reprimí al escribir sobre hombres gays siendo una mujer heterosexual porque yo estaba con un hombre gay. Salí cuatro años con él y varios de esos años miramos chicos juntos. Y tuve también otro novio en esa época con el que salíamos de casa en plan “De repente, el último verano” (Tennessee Williams, 1958; llevada al cine por Joseph L. Mankiewicz en 1959) a buscar chicos para tener tríos. Aunque no duró mucho. Con esto quiero decir que las cosas son más complejas, que no pueden reducirse a “no toquemos este terreno que no es el nuestro” porque, en realidad, puede ser que no sea nuestro terreno, pero todo es mucho más complejo. De todos modos, en ese momento no existían ese tipo de cuestionamientos sobre la mirada. Y, además, era mi experiencia.
En la novela hay una relación muy estrecha entre el sexo y la muerte.
Sí. En Argentina la crisis del sida fue un poco posterior. Al norte llegó en los 80 y al sur, más hacia principios de los 90. Y crecer en los 90 en Argentina, donde además todavía no había aborto, era saber que la sexualidad estaba relacionada con la muerte. Si te enfermabas, en la mayoría de los casos te morías. Y si te quedabas embarazada también te podías morir. Era muy Eros y Tánatos, y yo quería mostrar eso en el libro.
¿Cómo se recibió en su momento?
Tuvo una sola reseña literaria, y bastante mala. Pero también tuvo muchísimos fans. Fue la primera vez que experimenté lo que se siente cuando algo literario se vuelve popular. A la crítica no le gustaba, o no lo entendía. Me preguntaban cosas del tipo: “¿Cómo sabes tanto de drogas? ¿Te drogas? ¿Cómo sabes tanto de sexualidad?”. Imagínate. ¿Qué les iba a decir, si era menor de edad? ¡Y además tenía a mi madre al lado! No podía decirles que veía porno a las tres de la mañana (risas). Pero después empezaron a aparecer fans, sobre todo chicas que me mandaban cartas contándome que compartían cosas con los personajes o que estaban enamoradas de tal manera. El libro se volvió algo más pop.
Vuelvo a los personajes. Me fascina Facundo y veo en él la génesis de Juan, el protagonista de “Nuestra parte de noche”. ¿Es posible?
Facundo es la primera versión de Juan. Lo que pasa es que hasta “Nuestra parte de noche” no sentí la libertad formal de poder constituirlo en un ser completamente sobrenatural y con otro tipo de background, con una trama muchísimo más poderosa y compleja. En la novela ya podía técnicamente hacer eso, pero en ese momento no.
De hecho, de alguna manera, tus protagonistas masculinos son siempre el mismo chico o el mismo hombre. Pienso en James en “Éste es el mar” (2017), que ya tiene algo medio sobrenatural.
Escribí siempre el mismo chico hasta que lo pude volver un dios. Y sí, James tiene algo sobrenatural pero le faltaba el remate, y el remate es Juan. En realidad es todo una idea romántica, en el sentido de los románticos. Yo todavía leo a Byron y a Rimbaud, y me gusta esa idea de la literatura como búsqueda de la belleza. Hay algo de ese romanticismo que aún conservo y que está un poco censurado por su idea de una belleza hegemónica. De todos modos, los chicos de “Bajar es lo peor” parecen chicas, son medio andróginos.
Llevamos mucho rato hablando de los chicos. Me interesa el personaje de Carolina.
Si te fijas, no hay casi punto de vista de ella y es por una razón muy sencilla. Descubrí ahí que no tienes por qué saber escribir una narradora femenina por el hecho de ser mujer, no es una esencia, no es algo que determinen tu cuerpo y tus hormonas. Y menos aún si toda tu vida has leído a muchos más narradores varones que narradoras femeninas, si no has tenido un marco de referencia de narradoras femeninas. Una narradora femenina es lenguaje. Y el lenguaje se construye. Yo no sabía cómo escribir un punto de vista de mujer, lo tuve que aprender. Y aprendí mucho de las narradoras victorianas que escribían terror como mujeres, con protagonistas femeninas, como Elizabeth Gaskell y las Brontë.
Pienso en las escritoras que se adelantaron a su tiempo creando determinadas narradoras femeninas, que contaron a través de sus personajes historias íntimas a las que en su momento ni siquiera se daba calibre literario.
Sí, escribí hace poco un prólogo sobre la escritora mexicana Amparo Dávila, que es un buen ejemplo de eso (se refiere a sus “Cuentos reunidos”, publicados por Páginas de Espuma en 2009). Tiene un cuento muy particular, “El último verano”, sobre una mujer de 45 años que se queda embarazada sin esperarlo y sufre un aborto espontáneo. Poco a poco, se convierte en un relato fantástico. Ella tiene una huerta de tomates entre los que empiezan a salir unos bichos sanguinolentos que la persiguen y que son ese feto, ese bebé no deseado. Es terrorífico y fue ilegible en el momento en que lo escribió. Ahora se puede leer, pero entonces nadie entendía de qué estaba hablando. No era considerado literario.
¿Te condiciona el exterior a la hora de escribir? Pienso en cuestionamientos sobre la representación, la mirada, el tratamiento de determinados temas.
No creo que me reprima, pero estoy informada, soy consciente y trato de pensarlo. Porque tampoco me parece que todo sea descartable, no creo que todo sea una equivocación. Hay cosas que hay que tener en cuenta y otras que no. Intento mantenerme todo el tiempo informada, escuchar mucho, leer mucho y tratar de discernir si lo que quiero hacer es una provocación o si estoy escribiendo sinceramente de una manera y la puedo justificar.
Algo de lo que hemos hablado mucho, sobre todo en relación a cómo se percibe desde aquí parte de la literatura latinoamericana de los últimos años, es de la posibilidad de una lectura incompleta.
Sí, recuerdo que hablamos mucho de eso a propósito de “Esta herida llena de peces” (2021) de Lorena Salazar Masso (la ha publicado la editorial Tránsito).
Sí. A las dos nos gustó, pero lo leímos de formas distintas. Sucedió, en parte, porque nuestra comprensión de la violencia y del horror en ese relato era diferente. A riesgo de simplificarlo, ¿es importante entender los libros en su contexto?
Creo que si una obra te toca no hay que preocuparse tanto, pero también creo que ciertas obras están generadas en un contexto tan extremo, como es el caso de ese libro, que el contexto es importante. Para nosotros esa violencia y ese horror son más cercanos, incluso si no nos han pasado directamente. Mónica Ojeda, por ejemplo, es ecuatoriana y en Ecuador el aborto es ilegal. Cuando en “Las voladoras” (editada en 2020 por Páginas de Espuma) escribe un cuento sobre una mujer a la que tiran piedras por hacer abortos clandestinos es porque esas cosas pasan (se refiere a “Sangre coagulada”). No es un cuento fantástico sobre una bruja que hace abortos.
A veces creo que etiquetamos como libros de género, sobre todo de terror, novelas latinoamericanas que en realidad no lo son, o no estrictamente, porque nos cuesta aceptar que la violencia y el horror que muestran es real.
Como “Páradais” (2021), de Fernanda Melchor…
Exacto. Una amiga me lo recomendó como si fuera una película de terror.
Y sí, puede haber algo de eso. Pero en realidad es una novela que habla de la desigualdad, de la envidia de clase, de la venganza de clase. Así que supongo que el contexto importa y no. A la inversa también sucede, eh. Recuerdo que cuando leí por primera vez a Karl Ove Knausgård me pasé todo el libro pensando: “¿Cómo puede ser que este hombre sea escritor y tenga dos casas? ¡Y no es millonario!”. ¡Me distraía la lectura! Hasta que dije: “Enfoquémonos en que es noruego. A esta gente le dan dinero para escribir. No es lo mismo”. Me costaba entrar narrativamente porque estaba desconcertada. Estaba esperando el momento en que contara que había recibido una herencia de su padre (risas). El contexto es importante en ese sentido, porque la desigualdad dentro de los países es una cosa, pero entre continentes y países también hay una distancia importante. Si no entiendes las cosas en su contexto puedes hacer una lectura parcial y prejuiciosa.
De todos modos, sois muchas las autoras latinoamericanas que tenéis una habilidad extraordinaria para cruzar la realidad con el terror y la fantasía.
Como tenemos mucha literatura realista y periodística sobre la violencia, muchas hemos decidido contar la realidad a través del género, a través de una especie de metáfora, para devolverle el horror inicial, la ruptura de la realidad inicial, la incertidumbre. Para darle todos los sentimientos que te ofrece el género, que te da el terror y que el realismo no te proporciona de la misma manera. Es como si el realismo no fuera suficiente para contar según qué cosas. Quizá lo hacemos para evitar escribir solo una sucesión de catástrofes. En “Bajar es lo peor” empezaba eso para mí.
Eres una escritora muy visual, tienes un don para crear imágenes fantásticas y de terror. Eso ya está en “Bajar es lo peor”. ¿Dónde está la inspiración de todo eso?
Ha ido cambiando. Cuando escribí ese libro ya era muy influyente el cine, bueno, “Hellraiser” (risas) y las películas de los 80. Y, a nivel literario, el simbolismo francés, el romanticismo británico y alemán, toda esa imaginería. Después le fui sumando la magia victoriana inglesa, las películas más retorcidas y el rock. Siempre el rock. Para mí el rock es mi gran imaginario, sobre todo visual. Está en todos mis libros. Este está dedicado a Ian Astbury (The Cult), el tipo del que estaba enamorada en ese momento. Después lo entrevisté y llevaba el libro en el bolso y no se lo di.
¡No! ¿Por pudor?
Por pudor y porque me dio la impresión de que ni yo era la que pensaba ni él era Facundo. Fue una entrevista bárbara, pero no me atreví. Ahora me arrepiento un poco, pero en ese momento se sintió bien decir, bueno, separemos la obra del autor (risas). ∎