
El genio encerrado en su inescrutable psique. El gran damnificado por el descontrol del ponche lisérgico de los sesenta. Parecía un destino irrevocable para alguien que volcó tal derroche de talento en un disco de bautizo. Syd Barrett experimentó a fondo con el LSD para abrir las compuertas inexploradas de los viajes psicotrópicos y, de vuelta a la realidad (si es que alguna vez regresó), logró capturar esas sensaciones alteradas en una imaginería rompedora que parecía transmutar el método Burroughs en notas musicales. Una aleatoriedad temática embutida en chispazos y cortocircuitos sonoros cuya naturaleza sigue siendo objeto de deseo por las nuevas hornadas psicodélicas.
Con producción de Norman Smith, y con Peter Brown como ingeniero de sonido, el debut de Pink Floyd se articula como un envolvente mantra repleto de asombrosos hallazgos, admirable producción e inesperados senderos iluminados por una luz caleidoscópica. Trazas de folk, pop barroco, sonido Canterbury e infusiones de trovador, mojadas en cantidades industriales de ácido, se ganan el espacio sonoro de este inmaculado trabajo que no pierde ni un ápice de fascinación con el transcurso de los años.
La piedra de Rosetta de la psicodelia, situada en la misma línea de avanzadilla que el “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” (1967) de The Beatles, sacude al oyente con ritmos atonales, cambios repentinos, texturas indescifrables y melodías esquizoides con las que dan forma a hitos del calibre de “Astronomy Domine”, “Lucifer Sam” o “Interstellar Overdrive”.
Un trip hacia una galaxia en expansión que terminaría pasando factura a la cordura de su principal explorador. “The Piper At The Gates Of Dawn” supone la huella mayestática (breve y trágica) de la identidad más misteriosa, críptica y huraña del rock. ∎

El mazazo que supuso dar carpetazo a Barrett sería una carga que acompañaría a la banda el resto de su kilometraje, muchas veces pronunciada mediante canciones redentoras. Si bien durante los años siguientes la sombra del “Crazy Diamond” seguía reflejándose en la esfera sónica de la banda, mediante la perseverancia de esa psicodelia dilatada y enmarañada, fue “The Dark Side Of The Moon” el gran punto de inflexión de la formación inglesa.
Con Barrett fuera de circulación, Roger Waters tomando el timón compositivo e instrumental, Gilmour encaramado al micro y un testimonial Richard Wright, la banda da un crucial giro en sus coordenadas. La psicodelia se abre a nuevas texturas que expanden su sonido. Marcadas injerencias jazzísticas (la notoria aportación del saxofonista Dick Parry), la introducción de unas coristas que ya no se separarían, y los coqueteos con las fragancias más altisonantes del art rock, más toda esa ingeniería de efectos de sonido a cargo de Nick Mason –y con Alan Parsons echando una mano como ingeniero de sonido–.
Además de una apertura más comercial, “The Dark Side Of The Moon” inicia un punto de viraje sin retorno con un refinamiento del sonido, una marca conceptual atravesando todo el disco y canciones acomodadas a las duraciones propias de lo alto de los charts en lugar del minutaje jam que habían defendido hasta entonces, un esquema que quedaría integrado para los LPs venideros. Todo ello desembocó en uno de los éxitos más aplastantes de la historia de la música (es uno de los álbumes más vendidos de todos los tiempos) y en el mayor éxito de los londinenses. Un contenedor de himnos como “Time”, “Money”, “Us And Them” o “Brain Damage” (de nuevo la sombra irremplazable del alma primigenia) que terminó como superventas inalcanzable y fuente de inspiración para generaciones posteriores. ∎
Dos discos de una envergadura e influencia kilométrica que acuñarían de oro macizo una de las marcas rockeras más respetadas, longevas y rentables de la historia. El descontrol como singularidad creativa de uno ante el dominio creativo sofisticado y depurado del otro. Dos formas contrapuestas de orientarse ante un material que, en ambos casos, cristalizaría en un surco elevado de sonido envolvente e imperecedero. Una obra como canon inamovible del sonido psicodélico, la otra como puerta de entrada al rock de estadios (que asumirían plenamente con “The Wall”) y estandarte del rock sinfónico más admirado. No hay necesidad de dividir el Olimpo del rock. ∎