Su carrera individual está a punto de cumplir veinte años. Podría celebrarlo con la reedición ampliada de su primer álbum, con una antología patillera, con una estéril colección de dúos o con un aburrido disco de “regreso a las raíces”. Pero, en lugar de eso, Polly Jean Harvey nos recibe en audiencia real desde el campo de batalla. El duro pero conmovedor “Let England Shake” la pone en pie de guerra y nos empuja a repasar su carrera con nuevos ojos.

El estreno de PJ Harvey fue un puñetazo seco. Un áspero, impulsivo cuaderno de post-punk de autor que, más allá del muro de sonido crudo, desbordaba nobleza compositiva. Una coleción de canciones replegadas sobre sí mismas, que se retuercen entre acordes gruesos, con peso de los tonos graves, y cánones rítmicos revolucionados. Aquí hay una formación de trío que palpita y sangra, atenta al timón de una Polly Jean Harvey que no parece quedarse nada para sus adentros; una amazona sin pudor que gime y aúlla estrofas de erotismo sórdido pegada a su guitarra eléctrica.

Harvey explota sus armas de mujer (al borde del ataque de nervios) en un temario que transmite sensaciones de furia y traición, reflejo de relaciones personales convulsas. Pero es Steve Albini, reconocido, entre muchas otras cosas, por su labor en “Surfer Rosa” (1988), de Pixies, quien empuja la grabación hacia el plano más extremo. Las texturas de guitarra son más abrasivas, y hasta la voz de Harvey suena distorsionada en temas como “Hook”, mientras en otros alterna falsetes chirriantes y giros desgarrados sobre un retablo de guitarras ululantes y percusiones de matadero. El archiconocido “Highway 61 Revisited”, de Bob Dylan, se suma con naturalidad al aquelarre.

Harvey sintió que las canciones de “Rid Of Me” podían respirar lejos de las turbulencias de Albini. Aquí reunió ocho de esos temas en sus expresivas maquetas primerizas y completó el tracklist con seis inéditos, entre ellos el llamativo “Reeling” (que sería cara B del sencillo “50ft Queenie”). No hay que ver ahí un rechazo a la labor de Albini, sino un gesto de simpatía por las tomas originales: ya en su día, “Dry” vio la luz en una edición limitada de dos discos con sus demos, bajo el título de “Dry (Demonstration)” (1993).

De la confesión catártica a la afectación teatral. El trío se rompe y Polly Jean se siente libre para expandir su sonido con nuevos músicos, entre ellos su amigo John Parish, ex Automatic Dlamini (con quien firma la producción en tándem con Flood). Suena mucho más sofisticada y matizada en un repertorio que se balancea entre el gótico norteamericano y el terciopelo rojo pasión sin abandonar los registros más afilados (la marcha tribal de “Meet Ze Monsta”). Una Harvey que aprende a dramatizar y simular para conquistar el mundo.

Tras el disco que la expuso a un público amplio, Polly Jean dio un paso a los márgenes de la carretera. Una obra con textos propios y músicas de John Parish, producido y firmado a medias, que desanda el camino mostrado en “To Bring You My Love”. Vuelve la Harvey árida, aunque menos lapidaria, más recogida que en sus primeras obras. Rock adulto rico en recovecos; espasmos de blues rural y un clásico de Leiber & Stoller, “Is That All There Is?”.

Aun con un equipo humano parecido al de “To Bring You My Love”, su relevo en solitario reubica recursos e intenciones: el dramatismo y el glamur se alejan como estrategias fingidas y vuelve una PJ Harvey más opaca e interiorista, aunque ahora mucho más fría, menos visceral. Sus canciones aluden a historias ajenas a ella (los protagonistas responden por Joy, Angelene, Catherine, Elisa o Joseph), pero hay una honda sabiduría en esta obra discreta.

Inesperado lavado de cara e impepinable entrega de alt-rock mainstream. No estábamos reparados para que la cambiante hoja de ruta de la artista incluyera un paso hacia un cancionero tan diáfano, esbelto, de acceso tan directo. Se respira su estancia en Nueva York en ese rock urbano dinámico, donde el dolor ha sido enterrado por capas de guitarras higiénicas (aquí, el único que llora es, como casi siempre, Thom Yorke, de Radiohead, en el dúo de “This Mess We’re In”).

Cinco minutos antes de verse desfilando a perpetuidad en la rueda diaria de videoclips de la MTV, otro cambio brusco: un regreso al primitivismo perdido que evoca su registro más maquetero, el de “4-Track Demos”, con canciones despojadas de aditivos. Acto de rebeldía y brusco golpe de volante hacia un camino con pedruscos así de grandes (oigan los latigazos de “Who The Fuck?”). Polly Jean toca todos los instrumentos menos la batería.

Antología de tomas para el programa de John Peel, cubre desde cuatro piezas de “Dry”, aireadas antes de la edición del álbum, hasta una de “Uh Huh Her”. Entre las rarezas, “Naked Cousin” (incluida en la banda sonora de “El cuervo: ciudad de ángeles”, 1996), “Losing Ground”, del influyente y desaparecido guitarrista Rainer Ptacek (1951-1997), y una arrastrada versión de “Wang Dang Doodle”, de Willie Dixon.

Asombroso disco de reinvención. Un salto sin red adornado por un piano de casa encantada, manejado ahora por Harvey, que deja la guitarra en el armario y canta como nunca lo había hecho, con aguda lejanía victoriana entre fantasmales efectos de eco. Un atril ensoñador pero intranquilo, con vago aroma a panteón familiar, que evoca recuerdos del folk inglés a ritmo de nana truculenta. PJ Harvey, en una transtornada casa de muñecas.

Harvey y Parish retoman el esquema de trabajo de “Dance Hall At Louse Point” y ella escribe los textos y él compone las músicas en un repertorio que recupera el lenguaje del rock y se aventura en texturas extremas, chirriantes o desvalidas (las guitarras de “Sixteen, Fifteen, Fourteen” son puro Pascal Comelade). Disco aventurero pero indeciso. Parish es el refugio para los días de marejada, antes de volver a tomar impulso.

Se consuma la PJ Harvey adulta. Más allá del experimento, la reinvención y el desafío consigo misma, reconstruye su lenguaje musical en un disco ambicioso, de fondo conceptual sobrecogedor (el currículum bélico de su país, con la Primera Guerra Mundial como pretexto), que se alimenta de ritmos marciales, fanfarria acústica, coros masculinos y vientos del Séptimo de Caballería. Refina su canto sin perder filo y toca varios instrumentos, encabezados por el autoarpa. ∎