¡Tenemos muchas cosas en común! Por ejemplo, yo crecí con el rock and roll de finales de los cincuenta. De vez en cuando, Lou Reed y yo nos juntamos a cantar temas de doo-wop. Ese tipo de amistad es muy normal en Nueva York. Cuando Lou está en Nueva York, se queda en un apartamento del Upper West Side que está a tres cuadras del mío. Paul Simon vive un poco más lejos, pero, vamos, no hay necesidad de tomar un taxi. Christopher Walken es vecino, voy a tomar café a su casa. Lo mismo con Raúl Juliá… Te lo encuentras por la calle, en el supermercado, en un bar. En Los Ángeles, eso es imposible, las distancias son enormes, tienes que usar el coche ¡y yo no sé manejar!
Creo que en España me sitúan en un sector –la música– y con un público determinado –los latinos–, y eso no le hace justicia al trabajo que desarrollo. Nosotros tenemos una base afrocubana, eso es cierto, pero con una proyección universal gracias a los arreglos, las letras, nuestro comportamiento. Es una actitud con la que cualquier músico del rock se puede identificar. Cuando Jerry Garcia, de los Grateful Dead, se pone a tocar la guitarra con nosotros, no lo hace como si estuviera en una
jam session con músicos primitivos. Lo mismo con Branford Marsalis, Pat Metheny… Colaboran porque adoran a nuestra banda. Si cuento esto es para que no me ubiquen en un género exótico, como cuando dices
“vamos a ver al Ballet Nacional del Senegal”. Eso es ponernos una camisa de fuerza folclórica que nos infravalora, cuando nuestro enfoque es urbano y universal, más allá de las limitaciones que impone la ignorancia cultural de tantas personas.