Pero a lo que íbamos: que la alternancia de inglés y castellano en la primera canción del concierto de St. Vincent hizo sospechar lo peor… Aunque Annie pronto despejó cualquier sombra de duda con un setlist que despegaba altísimo trenzando temas nuevos (“Reckless”, “Big Time Nothing”) con clásicos favoritos de los fans (“Los Ageless”, “Fear The Future”, “Marrow”). Al llegar a “Violent Times”, sin embargo, el castellano volvió a driblar la pelota hacia el terreno de Santa Vicenta y, lo siento, se me escapó la risa.
En ese momento en el que se me escapó la risa, sin embargo, miré a mi alrededor con el perdón en la mirada para encontrarme con la más absoluta nada. Esperaba toparme con las miradas furibundas de fans que no me perdonasen el sacrilegio de reírme de su objeto de culto, pero me vi engullido por la tibieza del verdadero y único problema de la actuación de St. Vincent en Barcelona: un público desganado y apático que aplanó la experiencia del show y negó a Annie Clark la posibilidad de modular la actuación en subidas y bajadas para disfrutar más y mejor de los picos de intensidad. La noche se sintió plana no porque la actuación fuera plana, sino porque el público de edad media-alta pareció dejarse llevar por los peores clichés de esa edad media-alta, que van desde grabar canciones enteras con el móvil por encima de las cabezas –mostrando un absoluto desdén por la visibilidad del resto de asistentes– a cotorrear sin parar porque en verdad tú estás ahí para tus canciones favoritas. Que son dos.
Un tipo de público especialmente frustrante porque la propuesta en directo de St. Vincent fue de todo menos plana. La intención de Clark está y siempre ha estado clara: la artista trabaja con ahínco para deconstruir las convenciones del rock más masculino (y aquí entran tanto el rock como contenedor de sonoridades clásicamente masculinas como el rock femenino tradicional definido por la mirada masculina). Y ese trabajo se formaliza en dos direcciones: la performance y la música.
La importancia de la performance en el universo de Annie Clark quedó más que clara en la apertura de una actuación en una penumbra vulnerada por un cañón de luz que, desde la parte trasera del escenario, recortaba la silueta oscura de la artista mientras esta arrancaba con la mencionada “Reckless”. Una vez la luz tomó el escenario, dejó al descubierto una propuesta estética sobria y elegante, con todos los integrantes de la banda –guitarra (Jason Falkner) y bajo (Charlotte Kemp Muhl), uno a cada lado de Clark; batería (Mark Guiliana) y teclados (Rachel Eckroth), en sendos pedestales traseros– vistiendo de un negro minimalista destinado a contrastar con el outfit de Annie, la única que se permitió vestir una camisa crop blanca. Todos ellos exudaban puro coolness neoyoquino por mucho que la artista sea de Tulsa, Oklahoma, recortados contra un telón negro de fondo con una estilizada flor roja como único motivo gráfico.
Sobre el escenario, Annie Clark despliega una teatralidad expresionista de gestos precisos pero naturales, para nada calculados ni maquinales. Cero postureo cuando se contorsiona sobre el escenario, cuando juega con la gestualidad facial, cuando varios músicos se marcan pasos de bailes coordinados en la larga tradición de Talking Heads o cuando se va hacia el lateral del escenario y no solo coge las manos de los fans, sino que juega a intentar escalar hacia el lateral del piso superior del Razz.
Su performance desmonta las convenciones del rock desde dos lugares diferentes pero convergentes. Por un lado, Clark lubrica todo un conjunto de movimientos sensuales y coreografías lésbicas junto a la bajista en los que desactiva la hipersexualización de la mirada masculina por vía de la boutade. Un poderoso aroma a broma intelectual impregna por completo una actuación en la que las mencionadas convenciones del rock también se desmantelan desde otra posición: la de los clichés como el crowdsurfing o las batallas de guitarras en las que, al chocar guitarra contra guitarra, los músicos están chocando también entrepierna contra entrepierna. Lo que viene siendo una tradicional “lucha de espadas” que, en manos de St. Vincent, luce a su vez como una celebración y como una parodia.
Lo interesante es que, además de formalizar la deconstrucción del rock desde la performance, también lo hace desde una propuesta musical en la que los elementos que por separado tendrían ciertos significados inequívocos –la batería podría estar tanto en un show de metal como en un disco del math rock más acelerado, mientras que las cuerdas alternan secciones de pinceladas sutiles con verdaderos muros de sonido– se resignifican en un todo en el que el art rock difumina los contornos del género, para llevarlo hacia nuevas narrativas que se sienten más urbanas, más contemporáneas, más del siglo XXI y, sobre todo, más irónicas y emocionales.
Sobre las tablas de Razzmatazz, St. Vincent dejó claro cómo es su sonido en pleno 2024: un sonido en el que la batería y los teclados se imponen como algo físico que llena el espacio, como una masa de volumen granítico que, de forma casi mágica, deja espacio suficiente para que las cuerdas serpenteen en formas hipnóticas. Y, flotando por encima de esta combinación, la voz de una Annie Clark que sería el equivalente musical a un recurso escénico que ya he mencionado: el cañón de luz que se vierte sobre el público desde la parte trasera del escenario.
Los elementos del directo de St. Vincent se van entrelazando cada vez con mayor fuerza durante todo el concierto, hasta que la actuación encara su tramo final con la ambición de dejar al público en lo más alto: el precioso baladón a piano en honor a “Candy Darling” da paso a un grand finale en el que se suceden “New York”, “Sugar Boy” y una “All Born Screaming” cuya alargada cola melódica es el cierre natural para un show que, sin embargo, nos regala un dulce bis con las emociones a flor de piel de una “Somebody Like Me” a voz y piano eléctrico.
Porque puede que, por mucho que St. Vincent abriera su actuación con ganas de ser Santa Vicenta, al final acaba siendo algo mucho mejor que una versión en castellano de sus grandes hits: acaba siendo la prueba definitiva de que, en las manos adecuadas, el rock es y será un género que no te lo acabas. ∎