Nunca antes este periodista había llorado haciendo una entrevista. Y aseguro que el “antes” es largo no por el talento del escriba, desde luego, sino simplemente por su edad. Lo cierto es que en un tramo de la conversación tanto el que pregunta como el que responde se emocionan, no pudiendo evitar ninguno el humedecimiento de ojos, que ambos contemplan en el otro con mutuo asombro y holgada comprensión. Vaya por delante que no me sirvo de tan llamativa introducción para alentar al lector a arrojarse frenético a la sima del texto, ansioso por saber en qué términos se habrá desarrollado la charla para que los intervinientes acaben conmovidos; ni siquiera voy a precisar cuál es el delicado momento. Lo hago a modo de advertencia: no es una entrevista al uso sobre proceso de grabación, evolución del sonido y demás, que también. Es, sobre todo, un coloquio humano, íntimo, sobre la vida. Y sobre la muerte.
El nuevo disco de The New Raemon da pie a ello. “Postales de invierno” (Cielos Estrellados, 2023) es la carta de despedida de Ramón Rodríguez a un amigo del alma, compañero de aventuras infantiles, Sergi Irurtzun, que falleció el pasado noviembre víctima de un cáncer. Lo más importante de esa grabación, me parece a mí, no es tanto cómo suena sino, por un lado, el hecho de que Rodríguez haya sido capaz de construir tan magna elegía (¡cómo habrá debido de sentirse para ceder al ambicioso impulso!) y, por otro, la pena transformada en belleza que destilan las canciones. “Postales de invierno” es también el primer trabajo de The New Raemon en su propio sello, Cielos Estrellados, y aparece justo después de que el músico barcelonés haya recuperado el control editorial de su música anterior, de la reedición y rescate en directo de su primer álbum –“A propósito de Garfunkel” (Cydonia-BCore, 2008)– y en medio de una apretada agenda de colaboraciones y proyectos paralelos –como la composición de la identidad sonora de La Liga 23-24– que neutralizaría la actividad de cualquiera menos aplicado.
¿Cómo has sacado tiempo para hacer este disco?
Organización: siempre trabajo semestralmente. Por ejemplo, ahora mismo ya sé lo que voy a publicar el año que viene y el siguiente. Es una manera de obligarme a seguir en marcha. El disco nace en un momento en que estoy recuperando mi material, creando mi sello… intentando poner en orden todo eso pensando en mis hijos. Cuando fallece Sergi, mi amigo, pensé “esto le puede pasar a cualquiera” y me di cuenta de que necesitaba dejar todo en orden para que el día que yo no esté mi catálogo lo puedan gestionar mis tres hijos. Estoy llegando al invierno de mi vida. Tampoco tenía pensado hacer este disco. Sabía que iba a hacer uno, pero estaba más pendiente de este tema burocrático, de montar una historia en la que dependa solo de mí mismo.
Dices que no tenías pensado hacer este disco.
No. Falleció mi amigo… Un poco antes también murió mi abuela Teresa, que tenía 98 años, la única abuela que me quedaba. Se junta todo eso y empiezo a escribir un poema muy largo que da lugar a los textos, que es algo que suelo hacer después.
¿Compones primero las músicas?
Trabajo desde hace doce o quince años desde la improvisación. Hago primero las músicas, todos los arreglos musicales y después me pongo a cantar encima de la música y busco la emoción que me transmita esa música para construir una melodía, para interpretar una letra en ese contexto musical. Esta vez fue al revés: fui escribiendo los textos pensando en cuando me pusiera a componer el disco. Me puse a trabajar entonces varios meses en la identidad sonora de la liga de fútbol y terminé el trabajo antes de lo previsto. Me sobraban tres o cuatro semanas y pensé “aprovecha y ponte a grabar”. Empecé a grabar el disco improvisando las músicas y luego grabando las voces en casa. En cuatro semanas el disco estaba escrito. Es algo que me sorprende mucho, pero, claro, sale de un lugar tan profundo…
Sergi y tú escribíais canciones juntos en el colegio.
Sí. Luego él tomó otros derroteros que nada tienen que ver con la música, pero siempre se acordaba de eso. Nuestra relación durante treinta años estaba vinculada a aquel momento en que nos conocemos. Yo estaba aprendiendo a tocar la guitarra y teníamos este juego: en el patio del instituto yo escribía una frase, él otra, luego las juntábamos… Era un dúo humorístico en realidad, una cosa muy surrealista y absurda, pero el hecho de irnos luego a casa e improvisar al tuntún con la guitarra sobre esas letras y grabarlas en casete me hizo descubrir que podía escribir canciones. De hecho sigo haciéndolas de la misma manera. Acumulo apuntes, cosas, y espero el momento de la improvisación. Sé identificar el momento en que puedo sentarme delante de un micrófono y va a salir algo. Hay una cosa física que no sé describirte. Es como “no malgastes las ideas, permítete el lujo de identificar cuándo van a aparecer para plasmarlas”. Es como si fueras una antena: identificas cierta vibración y dices “coge la guitarra ahora”. Y cuando llega el momento, siempre hay algo ahí. Muchas veces son notas de voz del iPhone.
¿También en este disco?
Sí. Por ponerte un ejemplo, la guitarra que escuchas en “Todos los colores” es la nota de voz del iPhone. Porque me era imposible reproducirla igual en el estudio. Le decía al técnico: “Es que esto no sé cómo lo he hecho”. Volcamos ese audio, que no es perfecto, se pasó por unos previos y tiene un sonido especial. El concepto es: “Si esto ha surgido así en este momento, hay que respetarlo”. Puedes tocar de muchas maneras, pero cuando te estás inventando algo están pasando cosas ahí. Me encanta la imperfección. Para mí tocar bien no es hacerlo a tempo o afinado, es otra cosa. Es dejarse llevar. Como cuando vas a un concierto: cuando más te emociona es cuando se sale del guion, cuando pasa algo imprevisto en el escenario.
Parece milagroso que de ese puzle salgan doce canciones.
También hay que saber dejar reposar las cosas. El técnico, Jordi Solans, con quien trabajaba por primera vez, flipaba conmigo. Lo que hice fue montar un set donde había un piano microfonado, una batería, un bajo y todo dispuesto para que en cualquier momento yo dijera “vamos a grabar un piano”. Y termino el tema ahí. Y si no lo termino, lo dejo reposar y lo retomo al día siguiente. Consiste en saber cuánto rato puedes brillar en un estudio. Por mi experiencia de tantos años grabando discos, no puedes brillar más de dos horas en jornadas de ocho. Cuando ves que el mojo está desapareciendo, lo dejo reposar.
¿Ese mojo se puede invocar de algún modo?
Las voces las grabo con un par de copas de vino. Porque las hago en casa. Me gusta, cuando ya tengo toda la música montada, ir al estudio en casa, ponerme los cascos, servirme un par de copas de vino, fumarme un cigarro y entonces decidir qué texto voy a cantar. Las melodías son las que improviso en el momento. Ese juego me encanta. Tocar en directo también me gusta, pero no tanto como el proceso de inventar las canciones.
Es un disco que habla de amistad, muerte, vida, nostalgia. Y todo impregnado de algo que podría llamarse “sensibilidad masculina”. En “Irurtzun” te diriges a Sergi como “querido mío”. Hablas de amor entre amigos, entre hombres. Es un manual de instrucciones de nuevas masculinidades.
Siempre he sido así con mis amigos. No tengo ningún pudor en decirle a un hombre que lo quiero, porque pienso que hay que decirlo. Nuestros padres venían de un contexto que los obligó a endurecerse y les cuesta mucho decir que nos quieren. Está bien soltar las cosas. De hecho me siento muy orgulloso de esa canción, “Irurtzun”. Está grabada de una sola toma, porque estaba casi llorando… Tuvimos problemas por eso: como la grabé en un momento tan intenso no la grabé del todo bien, me pasé con la ganancia del micro y se colaba mucho ruido. Hubo que hacer un arduo trabajo de posproducción para recuperar la toma reduciendo el ruido. Si te fijas, la ecualización de la voz es distinta a la de otras canciones. Me decían: “Bueno, puedes volver a cantarla”. Y respondía: “Es que no puedo volver a cantarla así”. Es la toma del momento en que estás diciendo eso de la forma más sincera. Hay momentos en que no podía terminar la frase, y la terminaba.
No está aún esa sensibilidad masculina muy extendida en la sociedad.
Si lo estuviera, tendríamos muchísimos menos problemas en el mundo. Habría mucha menos violencia machista. Es algo que está cambiando, pero revisas películas antiguas y dices “¡joder!”. Se normalizaba una masculinidad violenta y tóxica.
Además, si no dices “te quiero” en el momento oportuno luego te arrepientes. Se van nuestros padres y te preguntas si les dijiste “te quiero” lo suficiente.
Te voy a contar una cosa muy personal. Mi padre está muy enfermo, en una fase en que no sabemos bien qué va a pasar. Eso me ha permitido acercarme mucho a él. Ya éramos cercanos, y con mi madre también, pero él es de esa generación anterior, una persona reservada, no muy de abrazarte porque no le abrazaban a él. No te dice que te quiere, aunque tiene otras maneras de expresarlo. Pero eso a veces no es suficiente. En un momento así, en que está más blandito y necesita que lo ayude, me estoy dedicando a estar con mis padres, a llevarlos al hospìtal y a acompañarlos cuanto puedo. Trato de que sean felices aunque están pasando un momento delicado. Y sí que veo que les genera felicidad que estés ahí cada día, yendo a verlos, invitándolos a comer… O comprando libros. Mi padre había leído muchos libros técnicos, pero no novelas. Le compré unos libros de Edward Bunker porque siempre le había gustado el cine policíaco, y se los está leyendo todos. Tener la oportunidad de modificar sus vidas en un momento tan frágil me parece precioso. Y esto me remite de nuevo a Sergio. Estuvo cuatro años luchando contra un cáncer colorrectal terrible, y hasta el último momento, cada vez que quedábamos para desayunar y estar juntos dos horas, jamás nadie habría dicho que esa persona estaba enferma. Le dedico el disco porque es un ejemplo de todo esto que estamos hablando: un buen hombre, sensible, al que todo el mundo quería, porque era así. No tenía ningún problema en mostrar esa bondad. Antaño, esa manera de relacionarse entre hombres se consideraba debilidad. Para mí es lo contrario: es fortaleza, son personas que ya saben quiénes son y saben situarse en el mundo. La vida es estar muriéndote en realidad, y hay que darle un sentido. Detrás hay belleza porque pienso “aquí tengo una lección de mi amigo”.
Ciertamente, hay belleza en eso.
Y en ir acercándote a determinada edad. En el mundo antiguo los ancianos eran venerados. Es algo que estamos perdiendo ahora. Está el foco puesto en lo bello pulido. No hay nada que conmocione, que perturbe. Es eso lo que me interesa.
Sin embargo, son reflexiones impropias de un hombre joven de 47 años, como tú. Son temas que quizá uno se plantea más adelante. No sé si influye que fuiste padre muy joven y eso te hizo madurar pronto.
Eso fue vital. Tus hijos pasan a estar en lo alto de tus prioridades. Fue muy importante para mí. Y también el haber estado a punto de morir en un accidente de moto tres años antes. Para mí, de 1991 en adelante ha sido un bonus track. Podría no estar aquí, pero tuve la suerte de no haberme matado en ese siniestro. Eso me marcó mucho y me situó en el mundo pensando en la muerte de una manera muy presente.
¿La pérdida de Sergi te generó rabia, impotencia, lógicamente dolor, ira por la injusticia…?
Sergi era una persona muy inteligente y se despidió de todo el mundo, por eso no tengo ningún sentimiento de rabia. Nos pudimos despedir… durante mucho rato. La última vez que hablé con él… yo estaba en un avión. Volvía de tocar en Mallorca. Estaba a punto de despegar y todavía no había silenciado el móvil. Y sonó el teléfono y era él. Sabía que estábamos ya muy cerca de… Lo vi tres semanas antes y estaba muy malito. Fue brutal la manera de despedirse. Él tenía uno de esos tocadiscos antiguos que era todo un mueble, una cosa muy bonita, heredado de su abuelo. Estaba estropeado y siempre hablábamos de cómo arreglarlo. Le decía que mi padre podría, pero no encontrábamos el momento de ir a recogerlo. Cuando descuelgo, digo: “Sergi, ¿cómo estás?”. Y me dice: “Bien, bien”… Ya tenía la voz muy apagadita. “Nada, que te llamo porque ¿te acuerdas del mueble de mi abuelo?”. Lo tenía en la nave de su empresa. Y… digo: “Sí, sí”. “Pues mira, ¿lo puedes ir a buscar?”. Entonces ya me di cuenta: “Te lo quiere… te lo quiere dejar”. Aguanté el tipo lo que pude y le aseguré que me pasaría a buscarlo. “Pero pasa a buscarlo, ¿eh?”, me dijo. “Sí, sí”. Le dije “te quiero” y me puse a llorar… Se puso a llorar también… Y colgué. Y despegó el avión. Es la última vez que hablé con él. Al cabo de seis o siete días me escribió su mujer y me dijo que ya se había ido.
¿Qué pasó con el mueble?
Lo fui a buscar, claro. Estaba la madre de Sergi, lo que también me hizo ilusión. El mueble ahora está en nuestra casa y tengo que repararlo. Pero, claro, mi padre ahora está enfermito, yo quería que lo reparara él… Pero sí, lo repararé.
Tus hijos son mayores, ¿no?
Las chicas, sí. Jazz tiene 28 años y Leia 24. El pequeño tiene casi ocho.
Ellas te han ayudado en el disco.
Sí. Jazz ha grabado un álbum con Mourn que publicaremos en mi sello en febrero y Leia tiene su proyecto en solitario, Leia Destruye. Soy muy fan de lo que hacen. A veces flipo. No les enseñé a tocar, aunque recuerdo que les prescribía la música. Cuando fueron más mayores les dije: “Podéis coger lo que queráis de mi colección de discos, pero luego volvéis a dejarlo en su sitio”. En una ocasión, Jazz había descubierto no sé dónde a Slipknot y lo tenía a tope en su habitación. Yo oía un infierno ahí. Le digo: “Hija, ¿qué estás escuchando?”. “Esto, Slipknot”. (Ramón pone voz infantil). “¿Y te gusta esta música tan ruidosa? Verás, este grupo está guay, pero creo que te gustará más este otro”. Y le pasé discos de Converge. Slipknot no lo volvió a escuchar nunca. A veces necesitan que les des un empujoncito.
¿Y el pequeño?
Al pequeño le gustan más el fútbol y los coches.
¿Y el reguetón también?
No, reguetón no. Su grupo favorito es Afghan Whigs. Te lo juro.
¡Afghan Whigs! ¿Por mediación tuya?
No, tío. Le flipan los coches. Se sabe modelos, cilindradas, vamos a comprar revistas de automovilismo porque se las lee. Jugamos a “Gran Turismo” y hay playlists. Un día estábamos jugando y dije: “Anda, esto es Afghan Whigs, un grupo muy guay”. Se lo puse en el coche a buen volumen y el tío flipando, claro. Pensé: “Mira qué bien, el gen Rodríguez lo tiene”.
Cuando las chicas eran más pequeñas, ¿te resultó difícil conciliar la paternidad con un trabajo tan caótico como la música?
No, no. Para mí estaban por encima de todo. Me encanta pasar tiempo con ellos. Yo trabajaba por las mañanas escribiendo los discos, las iba a buscar, las volvía a llevar al cole, las recogía por la tarde… Raquel, su madre, tenía un horario de oficina y apenas disponía de una hora para comer. Eso me permitía verlas más. Al principio yo trabajaba en una productora audiovisual bastante tocha y me sentía mal: llegaba tarde a casa, no tenía tiempo suficiente para estar con las niñas, muchos fines de semana tenía que ir a la oficina… Ganaba más dinero que ahora, pero era un infeliz. Cuando Jazz tenía 7 años, su madre y yo nos separamos y decidí dejar ese trabajo. Estoy satisfecho de haber tomado esa decisión. Aprendí a vivir con menos. El dinero ayuda, pero también trae problemas. Está para irse a comer un día, como dice mi madre: “Sirve para que estemos ahora comiendo aquí tan a gusto”.
Siempre has estado con un pie en el indie y otro en la canción de autor. ¿Te ves ahora más cerca de lo segundo? A mí este disco me suena muy de cantautor…
Pues mira, sí que lo veo un poco así. Yo nunca digo que soy músico, digo que escribo canciones. Músico era Miles Davis. Sé hacer canciones bonitas. Me gusta tocar con la banda, pero desde el año pasado solo hago con ella Madrid y Barcelona. Si no, me verán en teatros a mí solo en un formato muy rudimentario o en el espectáculo de música, vídeo y pintura que hago con Paula Bonet. Tengo muy claro dónde estoy, qué hago y a quién me dirijo. Cuando esto triunfó hubo mucho dinero encima de la mesa que no acepté por no estropear lo que a mí me gusta, que es inventarme las cosas como me surjan. Al final lo que quiero es que la belleza de una canción perdure. Poder escucharlo con 70 años y que te emocione o ponérselo a mis padres a ver si les gusta. Y que lloren y les guste.
¿Ha sido el caso con “Postales de invierno”?
Sí, y se emocionaron mucho. Es el que más les gusta de todos.
¿Se gana más dinero con los proyectos de bandas sonoras y música para el fútbol que con tus discos?
Por supuesto. Más que haciendo lo que te gusta. Otra cosa es que tengas un proyecto muy mainstream y te guste hacerlo. Bueno, hay gente a la que le gusta comer en el mismo restaurante todos los días. A mí no. Me gusta disfrutarlo el día que toca.
¿Qué tienes planificado para los próximos seis meses?
Estoy a punto de grabar el segundo disco con Ricardo Lezón, de McEnroe. Tenemos veinte canciones entre los dos. Debemos terminar de maquetarlas con los músicos: Ricky Lavado, mi hija Leia al bajo, David Cordero, Marc Clos, Antonio Fernández… Entonces decidiremos las doce mejores canciones para intentar hacer un disco tan bonito como “Lluvia y truenos” (Subterfuge, 2016), que quedó muy bien. Luego tengo dos discos apalabrados con dos músicos andaluces, cuyos nombres no puedo decir. Muy distintos. ∎