En una esquina exterior del WiZink Center de Madrid, un grupo de jóvenes se asoma a las taquillas de invitados. Intentan averiguar qué famosos han venido a ver a Travis Scott. Creen haber visto entrar a La Zowi, y no se sabe si están más emocionadas por eso o por el concierto en sí. En la segunda planta se ve mucho top anudado a la espalda y mucho bolso de asa corta: da la sensación de que los raperos se han vuelto un poco pijos, que los pijos se han vuelto un poco raperos o que solo una esfera limitada de su audiencia puede permitirse pagar la entrada. El vestuario de los chicos es bastante más simple, más de la mitad lleva el torso al descubierto. Hay gente fumando (un poco de todo) sin ningún tipo de reparo: a plena luz, en medio del pasillo, pero la chulería siempre ha pertenecido a clases sociales muy variopintas. Tampoco es necesario verlo, se respira en el ambiente.
Pese a abrir puertas con dos horas y media de antelación, Scott sale con 15 minutos de retraso. El escenario es un gran pasillo serpenteante con tres plataformas y una iconografía a caballo entre la Isla de Pascua y el Monte Rushmore. Para amenizar, ruido selvático que parece un despertador predeterminado; poco o nada que ver con el espectáculo hipersensorial que el rapero trae con “Circus Maximus”, su tour mundial. El branding es excelente: su concierto es el más grande de los circos.
La semana pasada, el rapero congregaba en Milán a más de 80.000 espectadores de una sentada. Los fans se aglutinaron en el hipódromo Snai La Maura de la ciudad italiana y causaron una sensación de terremoto que tuvo que ser desmentida por el Istituto Nazionale di Geofisica e Vulcanologia del país (no había ningún terremoto, sino muchísimas personas saltando al mismo tiempo). Este también se pronunció el año pasado, cuando Scott elegía el Circo Máximo de Roma para presentar su “UTOPIA” (2023): el istituto habló de un 1,3 en la escala de Richter, con el consiguiente debate acerca de si son compatibles los macroeventos con la conservación del patrimonio histórico y natural.
En Madrid, Travis Scott no ha congregado a 80.000 personas. No ha congregado ni a la mitad. Ayer, a dos horas escasas de la apertura de puertas, se podían comprar tanto entradas de pista como de grada. Según la página oficial del WiZink Center, el aforo máximo para conciertos es de 17.453 espectadores. Con dos fechas (la segunda, esta misma tarde) y entradas disponibles, solo podemos decir que ha reunido a menos de 35.000. No creo que a lo largo del día recibamos algún comunicado del Instituto Geográfico Nacional, así que pese a la cercanía mediterránea con nuestros vecinos italianos, el público aquí se ha comportado de forma radicalmente opuesta. Y no es porque no salten, aunque hay algo de trampa: aquellos subgraves, que emergían desde el mismísimo infierno, ayudaban bastante al supuesto temblor terrestre.
Desde el principio hasta el final, lo de Scott es un espectáculo de fuegos artificiales, llamaradas y columnas de humo. El calor que desprenden en plena ola de verano, junto con la estroboscopia excesiva, la vibración corporal y el olor herbáceo hacen del concierto una experiencia multisensorial y no apta para almas sensibles. Pese a encontrarse él solo sobre el escenario (y un DJ algo escondido), la cantidad de cosas que suceden al mismo tiempo resulta infranqueable para los menos acostumbrados al estímulo simultáneo. En definitiva, un circo: lo que hizo Travis Scott fue traer un espectáculo de Super Bowl a un recinto europeo. Por si quedan dudas, él mismo se viste de fútbol americano. Más allá de los fuegos de artificio y el cosplay de jugador, las pausas también parecen construidas tomando como referencia la final de la NFL. Un foco enfoca las gradas, Scott pide abuchear a aquellos espectadores (probablemente, familias resignadas) que no están de pie. No para hasta que, en contra de su voluntad, se levantan. Solo falta una kiss cam. Casi parece que el equipo del rapero pagase a determinados asientos para encontrar a los herejes con mayor facilidad.
Como en cualquier concierto urbano, este se construye a través de mashups. La preponderancia de “UTOPIA” es remarcable: las canciones que interpreta del resto de su repertorio no llegan a la decena. Como su último disco, empieza con “HYAENA”, “THANK GOD” y “MODERN JAM”. Poco antes de “NIGHTCRAWLER”, un chaval con un pasamontañas amarillo lima comienza una olla en la pista izquierda. Casualmente, es uno de los cuatro elegidos por el rapero para acompañarlo en el escenario durante la interpretación de dicho tema. También hay otro par de jóvenes (uno de ellos ondea la bandera española) y una chica que se descalza nada más subir a escena. Los cuatro han sido elegidos por Scott, pero el discurso es que han sido, de algún modo, elegidos por Dios. A lo largo de todo el show hay una voz en off femenina que funciona a veces como deidad, otras como asistente de navegación. “Greetings from utopia, before the show starts, open that shit up”, reza poco antes de la primera canción, y el resto es un pulso por el poder entre el hombre y ese ente extraño de función alegórica. Al principio, la voz le da órdenes al rapero (“we have to pick someone”) o interrumpe sus temas a la mitad, pero el show de Travis Scott termina (como no podía ser de otra forma) con un culto a sí mismo. Las referencias del texano a Dios son frecuentes en la historia de su discografía, y qué es el plagio sino una forma de admiración. Cuando pide un único foco, la Siri suprema se lo concede. Si te ordena que te levantes de tu asiento, no te queda más remedio. En ocasiones canta sobre una plataforma elevada en el centro del escenario: de fondo, se aprecia una pantalla gigantesca con un plano contrapicado del artista. Durante los interludios, dispara sus propias canciones: “DELRESTO (ECHOES)” suena mientras Scott se cambia de ropa. Lo más impresionante llega cuando interpreta “FE!N” cinco veces seguidas. Cuando acaba, espera la ovación para volver a comenzar. Para los fans es una delicia (para los fans todo lo es), pero no es ni más ni menos que una muestra de poder, un producto que puede repetir hasta la saciedad sin llegar a tensar la cuerda.
A veces, parece imposible concebir un macroevento musical que no gire en torno a la construcción del ídolo. Esa es la primera capa del espectáculo de Travis Scott. Bajo esta, sin embargo, hay una extraña y curiosa inquietud por Dios, una obsesión por el fuego y los disparos y una necesidad de triple estimulación de aquellos criados bajo el yugo de las pantallas paralelas. Porque Travis Scott es rapero, aunque si fuera otra su profesión, se mantendría norteamericano. ∎