Una de las creencias más arraigada en la mitología de MC5 estipula que la piromanía guitarrística que hizo único el sonido de la hoy respetada formación de Detroit sería esencialmente atribuible a Fred “Sonic” Smith (1948-1994). En cenáculos expertos en high energy, el rock de altos hornos fundido en la capital de Michigan de 1968 a 1974, tan ascendente luego sobre punk americano y británico, Wayne Kramer (1948-2024) es reducido a figura secundaria de la homérica colusión entre teoría seudorevolucionaria y praxis capitalista encarnada, sin escatimar contradicciones, por MC5.
Espiritual y políticamente adoctrinados por su mentor John Sinclair, activista radical y genio de la propaganda, fundador del White Panther Party –equivalente rostro pálido de los panteras negras–, MC5 servirían de altavoz a sus delirios utópicos de libertad y gratuidad. El alto octanaje del juvenil arrojo de aquellos parias y la capacidad transformadora de su estimulante música, pensaba Sinclair, eran el caballo de Troya perfecto para penetrar en la conciencia popular. Banda del pueblo, comprometida, siempre dispuesta a actuar de franco por la causa, lo que por otro lado les reportó numeroso público; en realidad, como diría Kramer, se consideraban unos simples chavales que alérgicos a la política tan solo querían divertirse y fumar yerba. El único punto del programa white panther en llamar su atención sería el segundo: “Asalto total a la cultura por todos los medios necesarios, incluyendo rock’n’roll, drogas y follar en las calles”.
Sinclair sería decisivo para su futuro –les conseguía contrato discográfico y una residencia fija en el Grande Ballroom, núcleo de la contracultura local–, pero también un peligro. Radicalizando el mensaje white panther, atraía sobre ellos el foco del FBI y el macabro programa COINTELPRO. No solo eso. Al negarse la cadena de grandes almacenes Hudson’s a vender su primer álbum porque contenía la palabra “motherfuckers”, Sinclair contrataba por su cuenta un anuncio en la prensa underground que rezaba “¡Que se joda Hudson’s!”. Resultado de esa jugada, los grandes almacenes Hudson’s extendían el veto a todo el catálogo de Elektra, que a su vez censuraba el exabrupto en siguientes ediciones y otorgaba la carta de libertad a la banda. La revolución era chic, sí, pero no tanto.
El posterior encarcelamiento de Sinclair, condenado a diez años por regalar un porro a un estupa de paisano, pondría fin a su relación con MC5, quienes, ansiosos por deshacerse de su reputación extremista, de algún modo le darían la espalda en tan críticos momentos. Se acentuaba esa sensación cuando gastaban el adelanto de su siguiente disco en Ferraris y Corvettes, a ojos de Sinclair una imperdonable traición capitalista. Como fuere, nada volvería a ser lo mismo a partir de entonces. Decepcionante para el grueso de su parroquia, el segundo álbum de los cinco –“Back In The USA” (Atlantic, 1971)– anunciaba el inicio de un ocaso que no por ello escatimó grandeza y creatividad. Kramer sería el único que mantendría contacto con el cautivo gurú, compartiendo hasta el final con él inquietudes políticas, pero también intelectuales y artísticas, especialmente la música negra, la poesía beat y el jazz de vanguardia. Tantas eran las concomitancias que Kramer también se vería entre rejas, sumiéndose en un olvido que paralizaba fatalmente su carrera, eclipsandolo la historia bajo un modesto segundo plano.
Remachan esa narrativa las plusvalías romanticistas del rock, ya que Fred “Sonic” Smith legó un cadáver nada bonito, macerado en depresión y alcohol, pero carismático. Impreso ya el obituario de MC5, 1963-1972, reaparecía en Sonic’s Rendezvous Band. Con apenas un single publicado, esa regeneradora propuesta hallaba eco solo entre numantinos estudiosos de la materia, no siendo reivindicada oficialmente hasta décadas después. Mientras Smith alimentaba su culto, aureolado al contraer matrimonio con Patti Smith a finales de los setenta y retirarse de la música, Kramer se pudría en una cárcel. La droga lo había llevado hasta allí, del mismo modo que la droga, entre otras casuísticas, finiquitaba la escena local facultadora desde la utopía del fenómeno de la Ciudad del Motor.
Colapsaba aquel seudo-hype en un desmoronamiento colectivo de ideologías y modos de subsistencia; económicamente socavados, anestesiados por la inundación de heroína potente y barata que infestaba Detroit. Adicto al caballo, Kramer financiaría el hábito licenciándose en delincuencia. La DEA lo enmanilla en 1972 por traficar con cocaína; durante seis años el estado lo hospedaba en la penitenciaría de Lexington, también granja de desintoxicación entre cuyos pacientes se contaban William Burroughs e ilustres jazzmen. Se enrola allí en la banda de la prisión, retomando su interés por el avant-jazz. Nadie parece recordar afuera, salvo Patti Smith, que en la contraportada de “Radio Ethiopia” (1976) imprime la divisa “free Wayne Kramer” –por pura pose, como se explica en “Por favor, mátame. La historia oral del punk” (Legs McNeil y Gillian McCain, 1996)–, y The Clash, que en 1978 le dedicaban “Jail Guitar Doors”.
Esa experiencia reverberaba en 2009, año en el que Kramer cofunda junto a Billy Bragg la rama americana de Jail Guitar Doors, asociación que proporciona instrumentos y clases a los convictos, además de ofrecer conciertos, como el que protagoniza en la prisión de Sing Sing. Pese a que el sistema federal no simpatizó nunca con la iniciativa, Kramer lograba extender su labor a cincuenta presidios, denunciando sin cesar la industrialización penitenciaria y participando en el documental “The Narcotic Farm” (J.P Olsen y Luke Walden, 2008), de cuya banda sonora se ocupaba también al frente de The Lexington Arts Ensemble.
Excarcelado en 1978, se trasladaba a Londres por intercesión de su amigo Mick Farren, prohombre del underground londinense y cabecilla de The Deviants. Un año antes, Farren había impulsado un single benéfico con las primeras grabaciones en solitario de Kramer, publicado en comandita por Stiff y Chiswick; durante aquella visita se registraba otro sencillo que patrocinaba Radar, así como una actuación acompañado de The Pink Fairies. Todo ese material quedaba recogido en el CD “Cocaine Blues” (Total Energy, 2000).
Un año después entraba a formar parte de Was (Not Was), afincándose a continuación en Nueva York, donde en 1980 se asocia con Johnny Thunders en Gang War, previsible fiasco a pesar de su potencial, como se intuye en un legado póstumo de un single y dos álbumes, “Gang War” (Demilo, 1990) y “Street Fighting” (Skydog, 1993). Sobrevive ese inicio de década como carpintero, músico de estudio y productor, coescribiendo en 1987 con Farren el musical “The Last Words Of Dutch Schultz”, basado en la obra homónima de William Burroughs. Representado por clubes de Manhattan, años después era vinilizado con “Death Tongue” (Curio, 1991). Empadronado en Florida y luego en Tennessee, se centra Kramer en la carpintería hasta que, tras reunirse MC5 para despedir al difunto vocalista Rob Tyner (1944-1991), se domicilia en Los Ángeles y Brett Gurewitz lo acoge en su sello Epitaph, nuevo capítulo que da de sí cuatro álbumes y relanza su carrera.
Esta última concluirá con “Adult World” (2002), autoeditado en su propio sello, MuscleTone. Sucesivas reuniones de MC5, producciones varias (Mudhoney, John Sinclair), colaboraciones surtidas (Bad Religion, Dodge Main, Pere Ubu, Alice Cooper) y una abultada lista de composiciones para cine y TV, así como sus actividades con Jail Guitar Doors y otras causas sociales, una autobiografía –traducida al español, “Asuntos peligrosos. Droga, delincuencia, MC5 y mi vida de imposibilidades” (2018; publicada en España en 2021 por Neo Sounds)– y un nuevo álbum inconcluso que debía producir Bob Ezrin mantenían ocupado a Kramer hasta que le diagnosticaron cáncer de páncreas. ∎

Piedra fundacional de casi todo lo que ocurriría en Detroit, primero y último de los documentos registrados en nombre del White Panther Party. Una energética celebración de vida, capturada en directo, pródiga en eslóganes y oratoria izquierdosa –“¿Vas a ser parte del problema o de la solución?”– pero propulsada por una bola de fuego que nada sabe de credos, espejo de la tenebrosa realidad y reverso del sopor hippie.

El productor Jon Landau, que después apadrinó a Springsteen, castraba eléctricamente a una banda que pese a los problemas con Elektra no renunciaba a sus radicales denuncias. Rebosante de formidables canciones, lanzando guiños al rhythm’n’blues de los cincuenta, redundaría en otro gran manifiesto al que se le negaba la monumental catarsis de sus directos. Aun refinado, el voltaje emocional y la fidelidad a los orígenes lo redimen.

Más estructurado todavía, en su opus final volvían a controlar la producción. Superando los estragos de la adicción y las turbulencias interpersonales, se abría a muchas y prometedoras posibilidades que quedarían sin resolver. El más negroide y menos retórico de su trilogía, en él dejaban de firmar colectivamente. Kramer aportaba dos temas, entre ellos el esencial “Poison”: “Orden es mi actitud / belleza y perfección son mi ataque”.

Lo mejor de su cosecha para Epitaph. Arropan los hercúleos Clawhammer, y miembros de Melvins, esta declaración de intenciones que regirá en sus restantes títulos en solitario. Soul, spoken word, avant rock, free jazz, hard boiled y literatura beat ponen bastimento a este dispositivo de autocrítica desmitificadora –“Junkie Romance”– al que solo sobran los guiños al baladismo de clase obrera de Springsteen. ∎