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40 años de “Rock & Ríos”: a los hijos –y nietos– del rock’n’roll

El mítico cantante de rock granadino orquestó una fiesta en memoria de los 40 años de su histórico disco “Rock & Ríos”, rodeado de su antigua banda y acompañado de amigos del panorama musical español. Una ola torrencial que embriagó a los asistentes e insufló a la par nostalgia y eternidad entre chupas de cuero, los puños en alto de varias generaciones y guitarras imparables.

Paradójico: cuarenta años siendo el “viejo rockero”... en plena forma. Foto: Alfredo Arias
Paradójico: cuarenta años siendo el “viejo rockero”... en plena forma. Foto: Alfredo Arias
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i el escenario de un concierto es un paisaje, el del 40º aniversario de “Rock & Ríos” (1982) fue como encontrar una fuente indómita de agua en el desierto, como si una grieta se hubiera abierto en el suelo del WiZink Center de Madrid y de ella hubiera emergido un torrente que no recordaba cuánta era su fuerza, pero que iba a hacer temblar el pabellón.

Lo de hace cuatro décadas no fue un espejismo y Miguel Ríos resurgió el pasado 12 de marzo como si el tiempo casi no hubiera hecho mella en él. No lo había hecho en la memoria de sus seguidores. “Si lo hace es porque puede”, se escuchaba en los pasillos, contra algunos comentarios en las redes sociales que bromeaban sobre que el cantante no iba a aguantar un segundo asalto tras la noche del día 11. Pero el doblete salió bien y fue no solo una oda a la memoria, sino una celebración de la vida y de la música.

La veneración viene de largo: el 5 y 6 de marzo de 1982, Miguel Ríos grabó el disco en directo que lo consagró como una leyenda viva del rock. Los que lo vivieron así lo aseguran: la palabra que más se repite al preguntar por aquello es “histórico”, y el emblemático legado queda, aunque ahora lo escuchemos en Spotify.

Pero era el momento de festejar. Ríos tenía que hacer honor a sus propias palabras: el rock nació en la juventud con un fuego intenso, pero los viejos rockeros nunca mueren. El viejo rockero –ahora con 77 años y al que ya apodaban así cuando tenía 37, por sus décadas sobre los escenarios y ser más mayor que sus coetáneos– había insistido en que no quería que fuera una imitación, una pretensión de igualar lo que aconteció ya en otro siglo. No lo fue, quizá se acercó más a una utopía.

El espectáculo arrancó con un bramido que salió de la garganta de un hijo del rock’n’roll: Javier Bardem apareció para abrir el sábado noche, enloquecido, y enloqueció a un público sorprendido. Se sumaron el protagonista de la noche y su hija, Lúa Ríos. La unión simbólica perfecta para dar la bienvenida a los hijos del rock’n’ roll, las gracias por seguir aquí.

En el escenario, un paisaje conocido: una congregación casi religiosa de rockeros, la banda que grabó el doble álbum, desde el bajista Tato Gómez al guitarrista Antonio García de Diego; recuerdos a los que ya no están, los fallecidos Paco Palacios y Sergio Castillo; y guiños a los nuevos tiempos. La unión de pasado y futuro la dio Pablo Narea, de 18 años, hijo de uno de los productores del disco, Carlos Narea, que empuñó las baquetas de la batería de colores y formas geométricas con la que grabaron “Rock & Ríos” y que seguía firmada por Castillo.

Miguel Ríos –al principio con la obligatoria chupa de cuero negra, después de oscuro impoluto– estaba desbocado e inquieto en el escenario, vibraba y se agitaba como una columna de agua que quiere inundar todo a su paso y que no puede ni desea contenerse. Era un ser eléctrico. Bromeaba, hacía muecas, lanzaba besos, bailaba y movía las caderas, como volvió a corear con Johnny Burning, aunque esta vez todo iba bien.

Con Javier Bardem. Foto: Alfredo Arias
Con Javier Bardem. Foto: Alfredo Arias

El “cocodrilo” no fue el único que se subió al escenario a celebrar la fiesta de cumpleaños. A medida que avanzaba el repertorio desfilaban, entre abrazos y miradas de admiración, viejos lobos del rock y nuevos animales del paisaje musical español. Víctor Manuel, Shuarma, Los Zigarros, Rebeca Jiménez, Ariel Rot, Alejo Stivel, Amaral, Love Of Lesbian, Vetusta Morla, Mikel Izal, Anni B Sweet y Javier Vargas (otros como Carlos Tarque y Ainoa Buitrago, el viernes) acompañaron en su fiesta a un Miguel Ríos que jugaba a disfrutar y pasarlo bien, que destilaba nostalgia pero inmortalidad, y que alcanzó el éxtasis cuando Rosendo se sumó en el bis para emocionar con sus “Maneras de vivir”.

Si alguien lo hubiera escuchado desde fuera, a lo lejos, habría sabido sin atisbo de duda que aquello era una celebración. La música no se detuvo apenas durante las casi dos horas y media que duró el aniversario. El reguero de guitarras era constante –con especial mención a un virtuoso Jorge Salán, que se dejó las yemas e imprimió su huella en la noche– y solo se veía espaciado por los aplausos en tropel del público, inquieto y revuelto en sus sillas, con un puño en alto constante que esgrimía al unísono con el viejo rockero. Cuerdas de guitarra, pulsiones sobre los asientos, brazos agitándose, “¡Banzai!”, manos cornudas, canas y arrugas.

Seguidores con solera, y también nuevos hijos y nietos del rock’n’roll que se fueron sumando a sus filas por el camino. Una unión multigeneracional que arropó a Miguel Ríos 40 años, una semana y un día después de aquellas noches en que hizo historia.

Entre sus mecenas, como los cataloga el cantante, había peregrinados desde distintas esquinas del mundo para reencontrarse con el rock que pendía de sus recuerdos. Cádiz, Murcia, Portugal o México, país desde el que acudían fieles que recordaban a Miguel Ríos como uno de los primeros artistas internacionales que pudo dar un concierto masivo en Ciudad de México, como el de 1988 en la Plaza de toros Monumental, tras las prohibiciones que limitaban la música en la capital.

Con tanta trascendencia, imposible no mirar a la historia. “Generación límite” puso banda sonora a un repaso cronológico en imágenes, desde Felipe González al 15-M, del fin de la peseta al desastre del Prestige, del terremoto de Lorca al volcán de La Palma. Una mirada que abrazó al público y que viró a la imponente actualidad cuando las luces se colorearon de azul y amarillo para cantar a la paz con un poema de Luis García Montero, y que sumió después al pabellón en un jolgorio colectivo con “Himno a la alegría”.

La misma mirada que se orientó hacia sus orígenes, con Javier y Lucía Ruibal, con llamadas a su Andalucía y su Granada, y con el himno de los que viven en la carretera y siempre miran hacia el sur.

El torrente de agua en algún momento bromeó con estar exhausto, pero aguantó estoico. “¡Él está aquí!”, estalló Pucho de Vetusta Morla. Está, estuvo y estará, porque aunque la fuente volvió a su grieta, el suelo regado ya no es desierto. Y “Rock & Ríos” será, para siempre, patrimonio de todos los que se subieron a aquella ola de libertad y de los que han seguido navegándola 40 años después. ∎

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