https://assets.primaverasound.com/psweb/tjcs6wi7v3t65gga5j6n_1628011725405.jpg

Firma invitada / Despachos desde el fin del mundo

“Cobra Kai”, o los 4000 golpes

Uno.

Anoche terminé de ver, después de una maratón, las tres temporadas de “Cobra Kai” (2018-) en Netflix. Por momentos perdí la paciencia: olía el relleno o el alargue, el cambio de guionista, quizá por el peso muerto de los capítulos del medio de todas las temporadas. Es, después de todo, una serie, y una de bajo presupuesto, tal como “Karate Kid”, el producto comercial e inofensivo que los estudios Columbia lanzaron sin mucha fanfarria en 1984 al mercado, en plena era Reagan. El fin primario de “Cobra Kai” es alargar, no resumir. Sus capítulos son de media hora, pero las tres temporadas suman quince horas. Un exceso. Pero cuando “Cobra Kai” funciona, vuela, impacta, emociona y, sobre todo, confunde. Debe ser uno de los experimentos de entretención popular más jugados y vanguardistas que he visto en décadas. Esto no es cine de autor o experimental o cine iraní contemplativo, sino que es estirar la cuerda de la cultura popular hasta lograr un portaaviones multimediático (es cine, remix, televisión, cable, streaming, vídeo, una playlist, una cita, un homenaje o robo) que deja a muchos trabajos serios de autores premiados como las obras estériles y asustadas de unos hipsters incapaces de abrirse, jugar, mostrar sus sentimientos o atreverse a equivocarse. Porque “Cobra Kai”, con todo lo fascinante que es, no es gran arte, ni siquiera gran televisión, pero es una gran idea. Una idea insuperable. Es más: hace tiempo que no me enfrentaba a un artefacto (¿es eso?) que me haya volado la cabeza al comprobarme más cosas de las que estaba dispuesto (o preparado) para procesar. Considerar “Cobra Kai” como una serie es errar. Es una saga. Algo mayor.

Dos.

No deseo usar metáforas de kárate, pero la idea (ideas, decenas de ideas) primordial detrás de esta producción, el soplo vital que la hace palpitar, es atacar primero y no tener piedad con los que insisten en creer que el arte popular (o la cultura pop) no puede intentar ser algo más. Además, Josh Heald, Jon Hurwitz y Hayden Schlossberg, los genios detrás de este muy particular reboot (no es un cover, no es un remake, no es la cuarta-quinta-sexta parte), entienden que cuando uno se enfrenta a artefactos que son hitos de la cultura popular (queridos, atesorados, revisitados, generacionales, incrustados en las memorias de millones de personas) estás ingresando en un territorio no solo sagrado sino que es de todos. “Cobra Kai” se enfrenta a las tres entregas originales de “Karate Kid” con una misión clara: destrozar el remake de 2010 con Jaden Smith y Jackie Chan o engendros como “El nuevo Karate Kid” (de 1994; con Hillary Swank y Pat Morita, pero sin Ralph Macchio) para crear algo superior: una suerte de continuación que es mucho más que eso. ¿Qué es? Aún no lo tengo muy claro, pero juega con ideas (¿sentimientos?) potentes: la del paso del tiempo. Lo que todos tenemos en común, que las historias que importan son momentos que alguna vez tuvieron un antes que no conocimos (o vimos) y tienen un después que no siempre es feliz.

Tres.

En “Karate Kid” un chico flacuchento viaja por tierra, por los caminos de los wéstern y las novelas de Kerouac, al Oeste. Su madre es viuda y es prima de “Alicia ya no vive aquí” de Scorsese. La madre no es Ellen Burstyn, pero da lo mismo, porque el chico va rumbo a California (“Go West”, cantaron los Village People antes de pasarle el tema a los Pet Shop Boys) siguiendo la ruta de “Las uvas de la ira” de Steinbeck. Pero, para cualquiera que haya leído novelas negras de Hammett o Chandler o visto “Chinatown” (1974) de Polanski, sabe que no porque llueva poco o nunca nieve todo es el paraíso. Daniel llega al valle, a un barrio obrero, de la clase baja blanca, llamada Reseda (yo sé de Reseda: cuando nos criamos en la cercana Encino, mi madre nos llevaba allí a clases de natación en un parque). Arriendan un departamento en un edificio de dos pisos en la desolada avenida Saticoy llamado Seven Seas (la tipografía tiene algo del Pacífico Sur). Hace unos años llegamos al valle con I. Éramos aún novios y la pandemia no nos había puesto en jaque. Los Ángeles era, para él, una gran locación y sus peregrinaciones incluían el muelle de la serie “The O.C.” (2003-2007) y el valle de San Fernando. Quiso ir a conocer el departamento donde vivía Daniel-san y donde el conserje oriental resultó ser el “Sr. Miyage”. Nos tomamos fotos y miramos hacia adentro. Tenía una piscina con agua, y los vecinos centroamericanos, probablemente ilegales, estaban algo aburridos de los turistas. Nos hicimos amigos de una familia australiana. Les tomamos fotos y ellos a nosotros. I., al que a veces echo de menos cuando veo cintas de los 80 (años en los que nació), hizo la pose de la grulla bajo el sol inclemente. Le tomé una polaroid.

Cuatro.

Antes de lanzarme con “Cobra Kai”, vi las tres “Karate Kid”. Son, claro, partes. Después del éxito de la primera, como sucede casi siempre, se hicieron dos más. Las tres cintas, además, tienden a ser una suerte de miniserie, pues están más unidas en el tiempo cinematográfico (unos 18 meses, quizá menos, incluyendo un viaje a Okinawa en la segunda) que en lo que se demoraron en realizarlas (1984-1989). Lo curioso es que mantuvieron el mismo elenco (tipo la saga de “El padrino”) y el mismo director, el oscarizado John G. Avildsen, un cinturón amarillo que fue alzado a cinturón negro en 1976 gracias a “Rocky” (aunque de todos es sabido que el verdadero talento detrás de la saga es Stallone). Avildsen era más un artesano y quizá no fue capaz de recuperarse del fugaz y contundente éxito de “Rocky”. Luego de dar aleteos en el agua, y de hacer una incursión en una suerte de soft porn, “A Night In Heaven” (1983), con Christopher Atkins, el chico de “El lago azul” (1980), como un striptisero que es seducido por su profesora separada, Avildsen aceptó hacer una suerte de remake de su gran éxito enfocado al público adolescente con “Karate Kid”. Potenció lo plantado por el guion del novato Robert Mark Kamen e hizo del entrenamiento (chico se supera a sí mismo) el drama. Miyagi (ahora figura de culto) era una versión gentil del Mickey de Burguess Meredith con mucho del Alec Guinness de “La guerra de las galaxias” (1977) y hasta con toques de Yoda. “Karate Kid” era puro cliché, puro género. Y Avildsen, casi diez años después de “Rocky”, le sacó provecho al Valle de San Fernando, el inmenso suburbio al otro lado del letrero de Hollywood en Los Ángeles y las cercanas playas del Pacífico. Daniel Russo era pobre y el chico rubio Johnny, que aparece muchísimo menos en el filme de lo que la memoria nos hizo creer, es el malo. Y Ali, la chica, una rubia de las colinas de Encino, no tiene mucho que aportar. Si “Rocky” era una oda a la clase trabajadora, “Karate Kid” era, sin duda, más clase media, más reaganiana y pos-MTV. Era, en el fondo, una cinta de adolescentes con algo menos. Más casta pero, a la vez, más profunda gracias a las enseñanzas del Sr. Miyagi, que se convirtió no tanto en una figura paternal (y eso era), sino en algo superior: un abuelo caído del cielo, un mentor de los suburbios con la sabiduría oriental justo al estallar la moda del sushi y la dominación asiática. “Karate Kid”, entre otras muchas cosas, legitimó a Bruce Lee y le explicó al mundo que las artes marciales podían ser para todos.

Cinco.

Los que han visto “Cobra Kai” saben los cambios. O las ideas brillantes. Reseda ahora es un barrio latino y Miguel, hijo de una madre ecuatoriana, vive en un departamento muy parecido al South Seas. Johnny Lawrence es un perdedor en todos los sentidos y su cara, su rostro, lo demuestra. Está ajado. Miyagi ha muerto, pero en esta serie abundarán los sensei y faltan los padres, sobran los huérfanos. Daniel-san ahora es un winner, pero ¿realmente lo es? Posee una franquicia de venta de autos y su cara adorna las calles principales en lo alto de inmensos letreros publicitarios. El mundo ha cambiado, pero Lawrence se quedó pegado en los 80 y le parece curioso que ahora las mujeres deseen entrar a un dojo. “Cobra Kai” mira el presente con más precisión y humor y horror que lo que hizo Avildsen. De Reseda y la odisea de Daniel Larusso pasamos al Valle de San Fernando –donde siempre se han realizado cintas pornos, al menos desde los 70, basta ver “Boogie Nights” (1997)– y a una galería de personajes. Los creadores amplían la mirada, la hacen coral e insertan la duda: ¿qué es triunfar?, ¿qué implica perder? Hay segundas, al parecer, y hasta terceras oportunidades, pero tener una nueva chance no implica salir victorioso, sino dejar atrás la otra. Todos aquí son cobra: destrozan a inocentes, atacan al estar amenazados, desechan y cambian de piel las veces que sean necesarios. Esto no es territorio de Rambo, aunque Johnny no para de ver “Águilas de acero”, una suerte de “Top Gun” (1986) de segunda, donde los maestros que mueren terminan resucitados porque “al final no murieron en el mar”.

Seis.

“Cobra Kai” es una serie para adolescentes destinada a los adultos. El inocente Miguel, en el camino de “hacerse hombre”, debe optar por escoger un bando, por tropezarse, traicionar, salvarse. Lo que sucede en los torneos no es tan importante como lo que acontece en su batalla interior. El bullying, el ser rechazado, el haber sido violentado es, al parecer, un estigma masculino y “Cobra Kai” / “Karate Kid” es una radiografía de ello. Hasta el villano Kreese, el sensei de Lawrence, partió como un chico bueno. El veterano actor Martin Dove aprovecha su inesperada oportunidad tardía y goza con su rol del americano que alguna vez fue inocente hasta que Vietnam lo destrozó y Estados Unidos comenzó a caer como imperio. “Cobra Kai” posee más ambigüedades que muchas cintas de arte que desean estar nominadas a “mejor película extranjera”. En este valle de calles interminables, donde los homeless se cuecen al sol y un rico puede caer y alguien de abajo subir, las certezas son ilusas. Las mujeres golpean más fuerte que los hombres, que siguen comportándose como adolescentes. El pasado sigue y te persigue –el notable regreso de Daniel a Okinawa parece sacado de “Fresas salvajes” (1957) de Bergman–. Entre iPhones y Audis, se pasean los fantasmas que no desean partir, ni abandonar, a estos tipos dañados. En 1984, “Karate Kid” reconfortaba con la idea de que un chico perdido podía ser adoptado por un anciano sabio que lo rescataba. Todos querían (necesitaban, ansiaban) un Miyagi. “Cobra Kai”, treinta años después, se sumerge en una piscina de agua contaminada de testosterona tóxica. Los creadores procesan los tiempos que corren sin ser obvios. No es una serie que intenta unirse al movimiento #MeToo, sino que mira a los hombres sin miedo y sin filtro ni velos. Mientras crecen, mientras más cerca de la muerte están, más crueles y patéticos son (notablemente aterrador es el anciano macho del muy anciano Edward Asner como el repelente y abusivo padrastro rico de Lawrence). “Karate Kid”, acaso sin querer, anunció un mundo donde los padres no servían y la masculinidad desatada solamente causa daño. El héroe podía serlo justamente porque no tenía uno, pero no le bastaba estar rodeado de mujeres. La salvación llegaba con un anciano, poco interesado en las pulsaciones de la carne, y con otra filosofía, de otra raza, acaso de otro mundo. “Cobra Kai” toma el guante y rodea a Miguel de un matriarcado ecuatoriano. Viene de mala cepa: su padre era un maleante de, a lo mejor, Guayaquil (madre agotada, abuela intensa). Da lo mismo. Miguel, tal como Daniel, deberá encontrar un maestro, y el de ahora es menos perfecto, más complejo e infinitamente menos sabio, porque acaso sabe menos del mundo y de sí mismo que su alumno. Para complicar las cosas, el hijo abandonado de Lawrence es pura rabia, pura furia, puras hormonas mal alineadas y encontrará en el hombre feminizado, algo emasculado, a su sensei. Ya no basta enseñar a encerar autos o pintar cercas. Daniel-san, si desea salvarse, si desea ser padre o un sensei, también deberá ser alfa, tanto fuera como dentro del dojo.

Siete.

Es posible que “Cobra Kai” venga de “Creed” (2015); es decir, la idea de volver a armar una saga con el campeón joven ahora convertido en entrenador/sensei. Stallone-Rocky regresó viejo para entrenar a Michael B. Jordan, el hijo de su exrival en la ficción. Gran idea. Pero los creadores no contaban con que Pat Morita, que no solo fue nominado al Óscar secundario ese año análogo y no tan orwelliano de 1984, sino que hasta fue el nombre de un local de boles de arroz tipo poke que quedaba cerca de mi casa y donde filmé años después una escena de mi película “Velódromo” antes de que mi personaje, que no tiene ningún sensei, vaya a sus clases de taekwondo. Al no contar con Miyagi, los creadores optaron por creer en el universo. No optaron por traer aliens del espacio exterior, sino, deduzco, analizar la idea del universo planteado por Marvel o, para no ser tan mundo-adolescente, las lecciones de la gran literatura. Toda historia viene de otras. Conceptos como los de las precuelas pueden ser más potentes que las secuelas. “El padrino II” (1974) y la ahora reconsiderada “El padrino III” (1990) dejaron claro que un universo puede expandirse de muchas maneras y que una familia tiene muchas ramas y que el futuro no siempre es mejor y que el pasado, por citar a Faulkner, nunca pasa del todo. Y que no siempre es necesario avanzar hacia adelante. O que los spin-off no merecen mirarse en menos y que no existe un personaje secundario (ejemplo: el sensei del dojo rival, Cobra Kai, que en el primer Karate Kid era poco más que un actor secundario desechable y que ahora es una figura tan clave como un Darth Vader).

Ocho.

Los creadores de “Cobra Kai” son nerds (probablemente) criados con estas cintas y que vieron “Karate Kid” a la edad en que se debe ver; o, incluso, antes de lo que corresponde (son hombres nacidos en los 70), que quizá la vieron con sus padres o hermanos a los siete u ocho años y en VHS, incluso en Betamax, antes que se estrenara “Karate Kid”. La obra previa de los responsables de “Cobra Kai” (es decir, de los poco familiares Hurwitz, Schlossberg y Heald) no tiene credenciales de arte, pero supuran pop. Creen más en las cintas que vieron en los multicines o en los VHS arrendados en el Blockbuster del barrio. Este trío de nerds se crió viendo el cine que los críticos de cine de los 80 abandonaron por ser basura. El trío nunca ha sido parte del canon crítico y, sin embargo, sus trabajos son clave a la hora de analizar la comedia guarra y el cine impregnado con el aroma del popcorn de este siglo. Todas sus cintas se parecen y no distinguen lo que es televisión, sketches, historietas, sagas, novelas comerciales. Hurwitz y Schlossberg escribieron y dirigieron las comedias marihuaneras de “Harold y Kumar” (dos nerds, uno oriental, el otro hindú, se pierden fumados por los suburbios), mientras que Heald escribió una comedia, no tan vulgar, llamada “Jacuzzi al pasado” (2010), acerca de unos tarados que buscan atrapar el tiempo perdido viajando al pasado de su juventud gracias a un jacuzzi extraño.

Nueve.

“Cobra Kai” viaja en el tiempo. Lo altera, procesa y lo mira, incluso va más allá del comienzo, porque aquel que cree que todo comienza en 1984 o cuando uno era joven está totalmente errado. “Cobra Kai” entiende su época y esta es la era de Google, de YouTube (no es raro que fuese la productora de los primeros episodios de la serie) y de Instagram. La gente colecciona y atesora recuerdos, pero también los bloquea. Es curioso que, en la era pos-Trump, la moral de Reagan (el mundo se divide en dos: buenos y malos) es abandonada para centrarse no solo en los nerds (la serie le debe mucho a basura icónica como las innumerables “La revancha de los novatos” y las “Loca academia de policía”), sino también en los malos y los antihéroes. Intenta explicar, o al menos entender, el pasado de todos y, a cada rato, cambia de punto de vista o siente simpatía por aquellos que antes eran solamente extras.

Diez.

En 1959, François Truffaut, un crítico de cine intenso e incorrecto, que disparaba contra sus padres, llevó a Cannes su primera cinta como director: “Los 400 golpes”. Aunque lo hubiera negado, estaba claro que era un material autobiográfico. Antoine Doinel era su héroe y su alter ego. Contaba con doce años y el rol lo obtuvo en un casting un chico llamado Jean-Pierre Léaud. Truffaut optó, cada tanto, a medida que avanzaba su carrera y su vida, en volver a Doinel, que tenía unos quince años menos que su creador. Hubo cinco cintas de Truffaut centradas en Antoine Doinel y, la última, “El amor en fuga” (1979), es, creo, la base de “Cobra Kai”. En la película, todo el pasado regresa a Antoine, que ya tiene más de 30 años y que siente que ha perdido a todas las mujeres que quiso o lo quisieron. El flashback, en Truffaut, es más que eso: los que vuelven son Antoine y algunas mujeres que amó. Las caras, los cuerpos. A veces los recuerdos son en blanco y negro. El cine y la fotografía capta mejor la esencia del tiempo porque ese es su fin: atraparlo. “Cobra Kai” no necesita envejecer a sus personajes con mal maquillaje o, peor, rejuvenecerlos con trucos digitales. “Cobra Kai” es actual, pero es análoga. Los exrivales que deben eventualmente enfrentarse y unirse son los mismo y son, a la vez, otros. Lo mismo sucede con aquellos que dejó en Okinawa. El tiempo pasa, avanza, daña, da distancia. Así, tres cintas populares, entrañables incluso, pero que no son gran cine, de pronto, gracias al montaje y al tiempo, adquieren un espesor impensado y absolutamente conmovedor. “Cobra Kai” está filmada en digital, pero recuerda al celuloide. Incluso sus innumerables combates son sin truco. Como se hacía antes. Con dobles, quizá, o ángulos bien pensados, o un gran montaje. Aprovechar el pasado no solo como tema sino como soporte, como trozos de memoria viva, hace que momentos de los 80 –que quizá fueron considerados desechables o kitsch o torpes– se vuelvan clave, emocionantes, y elevan la serie del presente como ninguna puede hacerlo. Hay, por cierto, series mejores, pero no hay ninguna que lleve filmando a sus personajes, a sus cuerpos, a sus caras, por más de 35 años.

Once.

Elizabeth Shue debe ser una de las pocas actrices de Hollywood que no se ha operado, o no tanto. Al menos, eso creo o no se nota. Su cara expresa, transmite, vive. Tiene 58 años y los parece. En todos los sentidos. Se ve mejor que en 1984. Y su aparición en “Cobra Kai” pareciera ser que no es para salvar a nadie; los creadores han sido lo suficientemente sagaces para que no sea obligatorio que ella cumpla el rol de la salvadora de uno o la que rompe el matrimonio del otro. Casi al final de la temporada tres se enfrenta a los dos chicos que fueron sus novios y que ahora son hombres menos resueltos que ella (aunque está algo perdida, pero no asustada). Johnny trata de explicarle que hay dos lados de la historia y que, de alguna manera, tuvimos acceso al otro lado de la misma. La Shue, de manera brillante, sin alterar la voz, le dice que no, que siempre hay tres lados. “Está tu versión y está la versión del otro. Y está, claro, la verdad”. “Cobra Kai” intenta eso: unir todas las versiones, todos los lados, todos estos personajes, todo este tiempo, otorgándole un poco de verdad a cada uno. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados