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Gafa lectura con cierre frontal magnético morada 2,5 dioptrías 1ud

H

e perdido las gafas moradas, las de ver de cerca. Esas de imán chiquitinas que venden en la farmacia, color violeta subido que no combina absolutamente con nada. Tengo pocos atributos, pero en mi haber se encuentra el tener una vista de lince ibérico. Tengo una amiga que no ve tres en un burro y en un viaje conjunto de cuando éramos jóvenes y alegres nos intentó hacer partícipes del calvario que suponía para ella esa casi ceguera, como le gustaba llamarlo. “Que no entendéis, que estoy a poquito de que me dejen entrar en la ONCE”, nos decía. “Que yo me levanto por la mañana y si no recuerdo donde he dejado las gafas, o si se me caen de la mesita, que yo me muero, que yo no puedo ni salir de la habitación”, nos contaba. Y nosotras reíamos. Pudimos comprobar que no era ninguna exageración. Le escondimos las gafas durante la noche, porque éramos jóvenes y alegres y también idiotas, y la pobre casi se nos cae de la cama. Era cierto, no veía tres en un burro. Y temo estar siguiéndole los pasos, temo caerme un día de estos de la silla.

Yo no sabía de dónde venía la expresión “gafas moradas”, pero la explicación está en la Wikipedia. Déjame que te lo resuma: la primera vez que se usó la expresión fue en un libro juvenil, que no diré título ni autora porque esta persona es de aquellas que reparte carnets, de esas que les gusta el “tú sí, tú no”. Me da por pensar que estos seres en otra vida fueron porteros de discoteca (en fin, aquí mi opinión sobre la transfobia). Lo de las gafas lilas es una metáfora bastante visual, ya sabéis que en esto del feminismo hay que ser un poco 2+2 porque ni en las obviedades se nos entiende. Es una manera de hablar de la mirada con perspectiva de género, el filtro para detectar aquello que te rechina. Una mirada hecha para el cuestionamiento que una adquiere cuanto más lee y escucha a otras mujeres. Que os lo recomiendo encarecidamente. Lo de leer a mujeres, digo.

Estaba en el sofá repantigada haciendo scroll down en Twitter después de ver “Licorice Pizza” y de golpe me di cuenta: ¡Que resulta que he perdido las gafas violetas! “¿Dónde las habré dejado, estarán en un bolso? ¿Cuándo fue la última vez que las viste?”, me pregunté, mientras seguía leyendo tuits. Me quedé preocupada. Había salido disfrutona de la sala de cine como hacía tiempo que no me pasaba. Fui con dos amigas, era tal la desconexión y relajación que habíamos sentido en la fila 12 de esa sala que salimos por la puerta y empezamos a correr calle abajo. Ya no somos jóvenes, pero sí alegres y también idiotas. “Quiero ser Alana Haim”, decía una, y añadía: “No puedo respirar, no estamos en forma ni tenemos su edad”. “Yo creo que basaré toda mi personalidad en ese vestuario setentero”, solté. Teníamos la cara reluciente, soltábamos frases pisándonos la una a la otra. Eso no es un tema del éxtasis producido por este cuento juvenil romántico de Paul Thomas Anderson; siempre nos pasa. Pero el brillo en los ojos era fruto de la diversión, eso te lo puedo asegurar. ¡Qué risa la escena de Sean Penn, qué bien por fin ver caras raras en pantalla! ¿Y este niño entrepreneur?, madre mía qué rabia de niño, pero qué bien lo hace. Y Alana, oye, ¡menudo descubrimiento esta hermana Haim! Nos fuimos las tres a casa con la sensación de haber pasado un buen rato, de haberle puesto solución a un miércoles noche de una semana regular, de haber invertido bien el dinero, de que una va al cine para eso, para olvidar que no hay nadie esperando en casa y que tiene una vida insulsa y sin carreras de la mano de nadie. Pero, claro, una abre tuiter, una hace uso de ese mundo interconectado en el que vivimos y empieza a leer sobre red flags y disgustos ajenos y películas pajilleras y dice: “¡Ay, dios, que me he sentado encima de mis gafas moradas!”. “Se me ha roto el cristal”, pensé.

Yo le preguntaba a la gente: “Pero dime, dime a mí que es lo que te ha parecido mal, dímelo para que yo lo entienda. ¿Qué se me ha escapado? ¿En qué escenas tendría que haber estado de morros? Dímelo, porque yo quizá es que me dejé llevar, estaba disfrutona, yo estaba echada hacia adelante, como aquella que está ávida de aventuras y de historias ajenas, yo estaba más por las carusas que es capaz de poner Alana Haim en medio minuto que por todo lo demás”. Y yo ahí, erre que erre, buscando entre tuits y en artículos ajenos, que una lee artículos del otro lado del charco porque parece que tengan más razón, porque allí saben más de Hollywood y de la cultura de la cancelación y de señores cineastas que ya no atinan. Pero ni así, a mí nada me convencía. Yo qué sé, que por supuesto hay personajes racistas, pero es un gag para no reírse, ¿no? Para evidenciar que eso está feo. O así lo entendí yo sentada en mi butaca, echada un poco hacia adelante como queriendo estar más cerca de la pantalla, más cerca de Alana. Y vale, que sí, que hay un niño chico y una niña que no es niña aunque lo parezca y tiene edad de mujer y hay como una tensión sexual y una cosa no resuelta. “¡No deberíamos permitir que una mujer de 25 piense en besuquear a un niño de 15!”. Debí leerlo en algún tuit. Y yo que sigo buscando las gafas moradas, en qué maldito bolso estarán. No sé si sabéis lo de Fiona Apple y Paul Thomas Anderson. “¿Cómo? ¿Que no has leído las declaraciones?”, me soltaba Alejandra Palés no hace mucho. Seguidla, sabias recomendaciones de series y cine desde el diario ‘Ara’. He tenido que buscar el artículo por aquello de recrearme en esta anécdota. Os dejo el titular que usó la revista ‘Esquire’. No hagáis caso de las mayúsculas, no es que haya errado con el teclado, es que al otro lado del charco les ha dado por escribir así. Entiendo que hay una jefa de audiencias en la redacción o una persona entendida en clics que les habrá recomendado eso. Aquí ya lo hace ‘El Español’ y les queda esperpéntico. No sé si es el inglés o qué, pero aquí da un poco la risa. Ah, sí, lo que os decía, el titular: “Fiona Apple Quit Cocaine After An ‘Excruciating’ Night With Quentin Tarantino and Paul Thomas Anderson”.

En uno de esos perfiles extraordinarios que hacen en ‘The New Yorker’, Fiona Apple hablaba de su relación de tres años con Anderson y, como solo las mujeres mordaces saben, soltaba: “Todos los adictos deberían encerrarse en una sala de cine privada con QT y PTA encocados, y nunca querrán volver a hacerlo”. Hay que amarla. Todo esto no sé por qué os lo contaba. Que Anderson es un señor amante de la turra y que aprovecha cada despiste para hablar de travellings no creo que sea sorpresa para nadie. Pero incluso de haber sabido esta anécdota antes habría ido con la misma alegría a la sala de cine. ¿Será que esas salas con butacas aterciopeladas son el último reducto donde me permito cierta relajación? No sé, voy a seguir dándole vueltas.

¿Puedo haberme dejado las gafas en el bus? Ya podría ser, que yo entro en el H14 y empiezo a sudar y marearme y empiezo a sacarme cosas, y a saber. Sigo haciéndome la pregunta porque en la season finale de “Euphoria” yo estaba en pie en medio de mi salón, en una ovación cerrada delante de la pantalla de mi ordenador, totalmente extasiada con ese capítulo final que teje obra de teatro, realidad y escenas propias de “Salvar al Soldado Ryan”. ¡Brillante! ¡Qué buena idea, qué manera de crear momentos lacrimógenos contenidos y dejar que la cuentacuentos sea Lexie! Después de ver algunas escenas una y otra vez, una y otra vez, de buscar las mejores quotes en Tumblr como una demente, de guardarme en el carrete del móvil todos los fotogramas donde Cassie o Maddy dicen las palabras “cunt” y “bitch”, de descubrir que existen unos libros preciosos con los guiones, de seguir guardándome fotos de Maddy y más y más, qué mareo llevo. Cuando ya había acabado el mismo ritual de siempre de “persona errática embelesada por una serie”, solo entonces, decidí entrar en Twitter. Virgen santa. “Se te ha vuelto a ir de las manos”, me dije. Se te han escapado situaciones donde se sexualizan cuerpos femeninos, de mofa de la homofobia, de romantización de las relaciones tóxicas, de la falta de sororidad entre amigas y de la humillación por la mera humillación. Me lo estaba pasando tan bien con cada capítulo pero… “¿qué tipo de excusa de mierda es esta?”, me pregunto, mientras meto la mano entre los cojines del sofá. Las gafas quizá han caído por aquí.

Y un día, sin tener yo fiebres altas ni nada de eso, me encuentro berreando “¿es que ya no se puede hacer ficción de nada o qué?”. Resuena demasiado a lema sotoivaresco y por un momento ya no sé si he perdido las gafas, la cordura, o si tengo que entregarle mi carnet de feminista a Gemma Lienas. Porque, además, la última tendencia en esto de la ficción audiovisual, ahora que estamos todos tan puestos en términos bélicos, son los bandos.

Nada de medias tintas, aquí hay que mojarse. ¿Es lo mejor que has visto en tu vida o te ha provocado tal disgusto que te levantaste de la sala de cine a media proyección? Una ha de escoger frente. ¿Tú con quién vas? Colócate a la derecha si te ha entrado un poco de arcada con el capítulo 7 de “Euphoria”. ¿Tuiteó con mayúsculas “¡PERO QUÉ MIERDA MISÓGINA ES ‘PROMISING YOUNG WOMAN’!”? Muy bien, proceda a colocarse en el bando opuesto. Las haters de toda la vida de Tarantino, al fondo a la derecha. Circulen. Hay que mojarse: o conmigo o contra mí. ¿Ha dejado de existir la escala de grises? Ya ni sé si esta frase es neorrancia o qué.

Creo que me estoy abandonando al puro hedonismo de tanto hablar y discutir sobre perspectiva de género, representación de la diversidad, inclusión en el lenguaje, cuerpos válidos, violencias digitales, presiones estéticas y demás conceptos que he sacado aleatoriamente del timeline de Tània Verge. Es ponerme ante una pantalla y me da por buscar el placer sin la mirada crítica que tantas otras activistas feministas hacen bien en señalar.

Acabo este texto a pocos minutos de salir corriendo para ir a ver “The Batman” de Matt Reeves. Me apura enfrentarme sin mis gafas moradas a Pattinson sin camiseta o a la representación de femme fatale de Selina Kyle. Ahora mismo solo quiero llamar a mi madre para que pueda decirme: “ja veuràs com vingui jo i les trobi”. ∎

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