ebo confesar que he caído rendido ante Patricia Jacas, aunque también es verdad que esto del amor por amor al arte es algo que me ocurre con cierta frecuencia. Amé en la distancia a Guillermina Motta, lo más parecido a una musa underground que corría por la Barcelona de la gauche divine. Promiscuo en la castidad, también tuve mi momento Judy Collins, muy del tenor de los años del capazo de cáñamo y el pachuli, hasta que llegué a Lucinda Williams (lo de Dolly Parton fue otra cosa, más parecida al sexo que al amor), siempre corroído por la ausencia de Janis Joplin. Pero lo de Pat, tan parecida a todas esas mujeres extraordinarias (aunque ella, erróneamente, se sitúe más en modo Juliette Gréco o Astrud Gilberto), es mucho más reciente.
La sigo desde que la encontré en Barcelona en un jardín, cuando el sol del atardecer se desparramaba sobre los tejados hacia el oeste, recitando para los amigos un monólogo de Darío Fo y Franca Rame (“Una mujer sola”). En él se podía ver cómo la belleza y el humor son capaces de erotizar hasta la tabla de planchar y convertirla en el personaje de un melodrama de Douglas Sirk. Las pecas y la sonrisa maliciosa casaban a la perfección con las lágrimas apenas contenidas y el temblor de la dicción en ese “coñodrama” digno de los lápices de Moderna de Pueblo. Con él, Patricia emprendió una gira por los pueblos de la comarca de Olmedo, en las rutas de la España vacía (o vaciada, no lo tengo muy claro), y también por todas las prisiones de Cataluña, donde no es difícil encontrar gente tan frágil, herida y resignada como la protagonista.
Después vino “De una soledad parecida a la felicidad”, donde abordó un monólogo basado en la obra de Svetlana Aleksiévich, “El fin del ‘Homo sovieticus’”. Con una copa de champán en la mano (la bebida buena de las chicas malas) y un excitante acento ruso que parecía salido del doblaje español de una película de espías de los años de la Guerra Fría, Pat efectuaba un amargo elogio de la disipación y el capitalismo, de la miseria moral que se apoderaba de las ruinas del paraíso soviético y del escaso consuelo que proporciona el lujo cuando ya no existe la menor esperanza de redención. Además, el soliloquio en cuestión lo representaba en bañador, lo que añadía un aliciente suplementario en nada desdeñable.
Pero fue en su siguiente interpretación, en la obra “Un mundo raro” de Jaume Boix, cuando descubrí su relación con la música, con las canciones que hacen que la protagonista evoque su vida sentimental (cópula con un orangután de peluche incluida) y acabe concluyendo que, si todo fue un error y al final solo había soledad, por lo menos se trató de un error muy bonito.
La obra tenía giros desgarradores, pero Pat revestía de ironía y una melancólica comicidad ese silencio pesado y persistente que queda cuando se acaban las canciones. Los hombres de su vida hacen que la mujer sobre el escenario acabe dándose la media vuelta para irse con la mirada herida y desamparada de cualquier amante decepcionado, pero sabiendo que le quedan un puñado de clásicos con los que volver a enredar el corazón: “Le métèque” de Moustaki, “La première fille” de Brassens, “Les feuilles mortes” de Montand (sin duda, el tipo de hombre que le sienta bien a Pat), “Il cuore é uno zingaro” de Nicola di Bari, “Se me va” del gran Bambino y “Com un puny” de Raimon. Piezas que –como las fotografías amarillentas que te muestran que el modo que tenías de abrazar a tu amante está pasado de moda– ya solo nos traen la piedad que inspiran los muertos: distante.
Dado el background, no fue extraño que Pat se dedicara a flirtear con el tango, la chanson y la cançó, la samba y la bossa nova y la emprendiera con temas propios como “La diputada” (desternillante sátira dedicada al lamentable Albert Rivera), “Folha de calendario” o “L’amor no és cec” que canta como dice C. Tangana que hay que cantar, con intuición y buen gusto.
Ahora, para aliviar esta mierda de pandemia, Pat toma esas y otras canciones y el texto que ha escrito para ella Eduardo Mendoza (“Si alguien me hubiera dicho”) y, acompañada por su guitarrista Walfrido Domínguez, vuelve a escena el próximo 23 de abril en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con ese personaje que ya no sé distinguir de ella misma. Una mujer que ha caído, pero que ha sabido hacer un volantín antes de llegar al fondo y se ha vuelto a colocar sana y salva en esa cuerda floja sentimental en la que todos acabamos viviendo. Será una magnífica ocasión para huir por un día de los eminentes cómicos que pueblan la política catalana y caer de nuevo rendido a sus pies antes de tomar una copa muy seca en el Josealfredo, mascullando los versos que Leonard Cohen dedicó a la misteriosa Nico, aquella diva de los tiempos de la Velvet Underground que tampoco le hizo el menor caso.