yuso se la jugó a meter el turbo y le salió bien. La apuesta era clara. Votarla, votar al PP, votar continuidad, incluso votar por más dosis y más fuertes de eso, era votar por recuperar la vida. Por que no hubiera pandemia. Podemos hacer toda la chanza que queramos sobre lo simplista y mágico del mensaje, pero los datos de la victoria de Ayuso petrifican como ojos de Medusa.
¿Es Madrid tan de derechas o está Madrid blindada por la derecha? Quizá esa es la pregunta, máxime cuando los análisis a posteriori tienden siempre a acabar varados en embrollos teóricos, algo así como “la clase trabajadora de Schrödinger”. Una cosa y la contraria. Currantes huérfanos de una izquierda que le sepa hablar de sus necesidades materiales e inmediatas, pero que a la vez fantasean con tener piscina comunitaria sin que se interpongan ante ello los derechos humanos de nadie cercano.
Tan detestable es el desprecio como la condescendencia de clase, vertidas ambas desde arriba. Traerán seguramente similares resultados, además. Hay quien levanta la verja del bar –y, por tanto, necesita que este pueda estar abierto, lo sabe a muerte Ayuso– que no solo ha votado por su interés a corto plazo, sino que lo ha hecho contra el de personas que tiene al lado. A ese votante le importa poco el antifascismo, cierto. Tan poco como la integridad física del mantero que pasa corriendo por delante de la terraza que sirve. ¿Es hacerse de derechas un camino reversible? Esa es otra pregunta sin fácil respuesta porque, además, y esto es quizá lo más delicado, implica a veces a personas de nuestro entorno familiar o laboral.
Madrid no es solo Madrid. Pero tampoco España, porque, de hecho, en pleno siglo XXI, es mucho más que un estado-nación. Es un castillo, una fortaleza de la élite que esta no iba a dejar tomar así como así. Dejarse comer terreno significaría que se detuviera el flujo de dinero público a manos privadas que lleva más de un cuarto de siglo siendo santo y seña de esta región artificial, separada de Castilla La Nueva y creada hace apenas cuatro décadas.
Los madrileños y madrileñas de menos de 44 años no conocen otra cosa en su vida adulta que no sea una Comunidad gobernada por la derecha. “Tamayazos” aparte, son casi tres décadas de machaque aspiracional a fuerza de maquinaria de obra, rotonda, ensanches, seguros médicos privados y propaganda ideológica sin freno en los grandes medios. Puede que tenga algo de tramposo pedirle cuentas a propuestas alternativas –tampoco radicales, como por ejemplo bajar el precio del abono transporte– como si librasen con el poder hegemónico una lucha de iguales.
La autocrítica, en el lado de quien defiende los derechos sociales, es más necesaria que nunca. Pero no sinónimo de harakiri. La extrema derecha ha sido la última fuerza en los distritos considerados obreros. Y en algunos de ellos, como Puente y Villa de Vallecas, Usera o Villaverde, el bloque progresista –entendido generosamente incluyendo al PSOE– ha aguantado mal que bien la embestida. La campaña de Más Madrid ha sido inteligente a la hora de conectar con sensibilidades climáticas y emocionales, y quizá esa vía, sin estridencias, pueda presentar batalla en las próximas elecciones de 2023.
En política, la esperanza no se tiene, sino que se construye. Y una enseñanza puede ser también reforzar las políticas públicas como una buena manera de que las fuerzas progresistas recuperen terreno. Por supuesto, con unos movimientos a pie de calle que nunca han debido de perder un peso que ha ido en declive en comparación con la política institucional. Es algo notorio precisamente en este décimo aniversario de 15M.
Saber que el panorama que se abre no es bueno ayuda a que el repliegue no se eternice. Ha obtenido premio el trumpismo performativo de Ayuso, ese con el que basta simular que gobiernas. Pero ese es un motor tan ruidoso como de alto consumo. Lo hemos visto antes fuera de Madrid y lo sentimos estos días mientras intentamos mantener a raya las pasiones tristes. ∎