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Firma invitada / Afectos de sonido

Como un mordisco de perro

J

ohn Prine fue un genio de la canción americana, el Mark Twain de los compositores estadounidenses. Yo lo tengo muy arriba en el Olimpo del country y el folk, y pondré mis botas de cowboy sobre la mesita de café de Willie Nelson y lo repetiré delante de él si es necesario. En sus últimos días, al bueno de John le sobrevino en aluvión la idolatría de las nuevas generaciones, y fue tan influyente como puede llegar a serlo alguien que vuela siempre por debajo de los radares de la gran fama. Esa aura de clásico de culto la apuntaló en 2018 –dos años antes de que el COVID se lo llevara para siempre– la canción crepuscular y definitiva con que remató su carrera: “Summer’s End”. El final del verano llegó más rápido de lo que queríamos”, cantaba en alusión a la ola de muertes juveniles por opioides –como el fentanilo– que asolaba y aún asuela la región de los Apalaches.

El resumen de todo (de todo) es que la vida no es otra cosa que la vacación de la muerte.

Esa lección la atesoraba John Prine muy a flor de piel. Antes y después de su cáncer de garganta. “Si, total, son cuatro días, pa’ qué vas a exprimirte el limón”. Mejor desdramatizar y reírte hasta de tu sombra. Él mismo se ponía de ejemplo cuando recordaba, divertido, la crítica venenosa que el periodista John Segraves escribió de su concierto en el mítico Cellar Door de Washington en noviembre de 1972. “Sus melodías son tan parecidas que apenas se pueden distinguir y su voz es como de papel de lija del malo”, se cebaba. “Casi cualquiera puede cantar tan bien como John Prine, y sin la acústica de la ducha”, seguía el crítico, para concluir que el show que acababa de ver era “tan entretenido como el mordisco de un perro”.

“Como el mordisco de un perro”. Hay que tener talento y mala leche, teniendo en cuenta que John Prine había sido cartero, y algún que otro chucho lo había cazado a traición por el tobillo. Pero lo que hizo el artista fue enmarcar el artículo y colgarlo en el cuarto de baño de su casa. Me parece un ejemplo maravilloso de lo que hay que hacer frente a una crítica destructiva. La discográfica que Prine cofundó, Oh Boy, aún hoy vende camisetas con la frase serigrafiada: “Entertaining as a dog bite”. Yo la tengo.

Ya nadie, o casi, casi nadie, escribe así. Ahora prima la prescripción del buen gusto en positivo, y yo echo de menos las críticas destructivas. Quiero que vuelvan el olor a napalm y los ajustes de cuentas escritos a punta de puñal. Y, sobre todo, las reprimendas pedagógicas y profundas, esas que son capaces de hacer dudar a todos los que habían escrito lo contrario. Como cuando Santi Carrillo destrozó aquí en Rockdelux el disco-mitin de Nacho Vegas, “Resituación” (2014), hace ya diez años. Nacho, buen discípulo de Prine, leía extractos de la crítica en sus conciertos: “decepcionante”, “suma de lugares comunes”, “volvemos a las andadas del topicazo supremo”, “casi todo este álbum tiene delito”, “vulgar, vulgar”, “a la altura del peor Joaquín Sabina”, “guiños referenciales metidos con calzador buscando beneficios por simpatía populista”, “fallido”, “es triste caer en el panfleto”, etcétera, etcétera.

Cuando digo que añoro las críticas corrosivas, lo que quiero decir es que el gusto musical no solo se moldea en positivo, acumulando referencias de lo que nos entusiasma o “debería” entusiasmarnos, sino también a la contra. Y de forma muy determinante. Por eso soy muy partidario de las valoraciones destructivas, porque delimitan muy bien el perímetro y perfilan de maravilla la paleta referencial de una revista como esta, o de un periódico. Lo que pasa ahora es que hay tanta negatividad, tanto resentimiento ultra y tantos vómitos de ardilla esparcidos por la odiosfera de las redes que no queda apenas espacio para los rapapolvos sosegados y con conocimiento de causa. Y por eso se están extinguiendo. O quizá es que nadie quiere que lo confundan con un hater. El intrusismo de los trols mató a la estrella de la crítica-látigo.

Y es una pena, porque nada une tanto como una aversión compartida. No hay un mecanismo aglutinador tan potente como la lógica de la resistencia común frente a un enemigo. Ni siquiera el poder. Pocas veces me he sentido tan identificado y tan cercano a un periodista musical como el día en que Ray Suzuki dictó sentencia en ‘Pitchfork’ –cuando ‘Pitchfork’ era ‘Pitchfork’– sobre el segundo álbum de los australianos Jet. La crítica consistía en un vídeo de un mono bebiéndose su propia orina. Sin texto, sin nada que explicar. La nota del disco, claro, era un electrizante 0.0. ¿Que si funcionaba? La carcajada que yo solté aquel día debió de oírse en Melbourne. Para Phoebe Bridgers, que entonces tenía 12 años, es la mejor crítica de la historia.

No hace falta llegar a eso, pero sí reclamo el contrapunto de la causticidad. A veces basta una sola frase. “¿Qué es esta mierda?”, comenzó Greil Marcus su célebre crítica-demolición del “Self Portrait” de Bob Dylan, en 1970. Pasaron décadas hasta que la prensa musical –incluido Marcus– indultó aquel disco. A veces, las críticas-bomba les vienen bien a los afectados. Para Iván Ferreiro, el punto de inflexión del éxito de Los Piratas fue una valoración durísima del disco “Relax” (2003) que apareció en Rockdelux. Los Piratas me causan el mismo rechazo que Jet, pero si la colleja los ayudó, pues todos contentos (spoiler: se separaron unos meses después).

Que vuelva la crítica protesta. Que viva el azufre. Encarguemos marcos para los cuartos de baño, que no habrá paz para los ramplones. Enseñémosle al mundo lo malos que son los malos. Marquemos con tinta indeleble las fronteras del buen gusto para poder transgredirlas a gusto luego. Acabemos con el imperio de los sietes y los ochos. Si todos los discos son notables, ninguno es notable. Unámonos frente a los babosos, frente a los cursis, frente a los adocenados y los putrefactos. ¡Frente a todo el pop de gorgorito! Y purifiquémonos juntos en la pira de los antagonismos. 

Al fin y al cabo, ¿qué malo tiene odiar un poco? Pero solo un poco. ¡Y con razón!

PD: Después de la crítica de Santi Carrillo, Nacho Vegas volvió a los niveles de excelsitud de siempre y nunca más cayó en la simpleza panfletaria. Ah, y versionó “Summer’s End”, de John Prine. ¿Casualidad? No lo creo... ∎

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