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Firma invitada / Afectos de sonido

Una estatua para El Beni

Cantaor enciclopédico y virtuoso del compás, El Beni, el gaditano que mejor explica Cádiz, no tiene un monumento a la altura de su genialidad. Le debemos un homenaje. Juanma Lamet, Firma Invitada en Rockdelux, reivindica al cantaor enciclopédico y virtuoso del compás El Beni.

A

ntonio Vargas cojeaba como Long John Silver en la cocina de La Hispaniola, o como Hefesto, dios griego de la forja de la que nacieron los cantes de fragua. Por eso lo llamaban “el Cojo Peroche”. Por las noches se vestía de bandolero para hacer de portero en un tablao de Cádiz, y cantaba con media lengua y bailaba con toda la gracia cojitranca del mundo. Era el hermano del gran cantaor Manolo Vargas, pero sobre todo era el compadre inseparable del mayor genio natural que ha parido la gracia gaditana: El Beni de Cádiz.

Un día, El Beni y el Cojo Peroche pasaron por delante de la casa de Pemán, y tras leer en voz alta la placa de la fachada –“En esta casa nació el insigne poeta..”–, El Beni le preguntó a su compadre: “Cojo, ¿qué pondrán en mi casa de la calle Hércules cuando yo me muera?”. El otro le respondió sin dudar: “¡Se vende!”.

El Beni fue, además de un gran cantaor y un virtuoso del compás, el mejor contador de historias de Cádiz. Palabras mayores. Muchas eran anécdotas verdaderas, como cuando conoció a Fleming, que tenía los ojos “como dos focos de un Land Rover”, y lo saludó así: “¡Peaso de monstruo! ¡Qué de miles de almas has salvado, coño, qué barbaridad, hijo!”. Y muchas eran fantasías, como cuando contaba que a los leones de Correos se les cerraron las bocas en la explosión de las minas de 1947. O como cuando enseñaba su reloj y contaba que una vez pescó en La Caleta una mojarrita tan chiquitita que la devolvió al mar, y al año volvió a echarle el anzuelo por casualidad: “Beni, ¿te acuerdas de mí? Soy la mojarrita que tiraste al mar, y te he traído este reloj de Ceuta”.

Sus cantes condensaban las esencias más puras de Cádiz. Cuando se arrancaba por alegrías, de su garganta brotaba verdaderamente una mezcla de viento, luz y mar. Cádiz –lo dijo él mismo– le enseñó a interpretar el sentido de la vida, la importancia de muy pocas cosas, el escaso valor del tiempo. El mundo entero giraba en torno a su tacita, donde El Beni cantaba bingo por soleares y ladraba desde el patio de butacas para acojonar a Manolo Caracol, antes de que Lola Flores se lo llevase en carretilla, borracho sin puntilla. A Benito la fama le vino de la mano de estos dos gigantes flamencos, que lo contrataron como bailaor, pero nos equivocaríamos de plano si encapsulamos su figura en la periferia de los genios o en los márgenes de la gracia y la espontaneidad.

El Beni fue un cantaor enciclopédico, dotado de una voz dúctil y un talento sobrehumano para convertir cualquier palabra en arte. La difícil facilidad. De las profundidades de su voz emergía un alma desgarrada. Conjugó la savia del clasicismo con los impulsos de la renovación. José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Literatura gaditano, escribió un resumen certerísimo de esto mismo que yo digo: “Hermanó el duende con el ángel, las vibraciones del drama con la chispa de la gracia. Artista exquisito, frágil y refinado, extraía raíces de sensibilidad de las profundidades de las penas y de los impulsos de las alegrías”.

La Cátedra de Flamencología y Estudios Folclóricos Andaluces de Jerez le otorgó su máximo galardón, el Premio Nacional de Cante. Y sin embargo, El Beni, el gaditano que mejor explica Cádiz, un artista capital de la música española, no tiene un monumento a la altura de su genialidad en su tierra. “Nadie explica por qué Beni no tiene una estatua en la ciudad de las bayaderas”, dice Raúl del Pozo, que lo conoció bien. Raúl le escribía los guiones a Jesús Quintero, que encontró en El Beni su primer y mejor perro verde.

Benito Rodríguez Rey, nieto del Niño de la Isla, nació en el barrio de El Mentidero el 26 de enero de 1930, en una noche de ventarrón y relámpagos. Cuando salta de verdad el levante, pero de verdad de la buena, toda la ciudad se convierte en un belén confuso y surrealista, un poco como la Casa de Tócame Roque, pero con el ingenio desbocado. Su madre, que era medio bruja, le dijo “hijo mío, así como naciste te vas a morir”, y no pasaba un 26 de enero sin que El Beni se enclaustrara en su cama, temblando bajo 12 mantas y rezando por que no saltara el levante.

Todo lo que contaba El Beni venía rematado por la gracia, por la cadencia magnética de los grandes habladores, en la senda de Pericón. Por ejemplo, contaba que fue un día al cine con su inseparable compadre para ver una película del Oeste, y al ratito de empezar ya habían matado por lo menos a cien indios. Entonces, el Cojo le dijo: “Benito, cúbreme, que voy a ir al retrete”.

Lo llamaban “el Vittorio Gassman del flamenco”. Era generoso, disparatado y chispeante, discípulo de la escuela peripatética de La Caleta. Se reía hasta de su sombra y yo sospecho que por eso llegó un momento en el que no se lo tomaron tan en serio como merecía. Al final, el gran público lo conocía más por su facilidad para la improvisación y por su elegante desvergüenza que por su capacidad musical.

Y le debemos un homenaje a su altura. Preguntadle por El Beni a J de Los Planetas, preguntadle a Kiko Veneno, o a Rocío Márquez. O a los Pony Bravo, que versionaron unos tientos morunos suyos en la “Zambra de Guantánamo”. Igual que el mundo indie homenajeó a Bambino, igual que los nuevos flamencos veneran a Agujetas o a Pastora, también es hora de hacer justicia con El Beni de Cádiz, patrimonio cultural inmaterial de nuestra huella sonora.

Yo propongo desde aquí iniciar una cuestación popular para darle el sitio que se merece. Me lo imagino sobre un pedestal, férrico y desafiante mientras canta por bulerías a compás, siempre a compás, y mirando al mar con esa cara de patricio romano guasón, con el ceño arrugado en pleno quejío. Han pasado casi 33 años de su muerte y cuanto más lo pienso, menos entiendo esta conspiración de Cádiz contra sí misma.

Ahora en la casa de El Beni no pone “se vende”, sino que hay una placa celebrando “que llevó por el mundo el arte de su Cádiz natal en la alegría de su voz”, y en la de Pemán han quitado la suya. Las vueltas que da la vida. Pero Benito Rodríguez Rey, natural de Cádiz, artista que dejó una huella imborrable más allá del flamenco –¡preguntadles a los Pony Bravo!–, merece mucho más que eso. Merece una estatua y yo ya he roto la hucha. ∎

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