Sin haber puesto un pie en California, conozco bien Venice Beach. La culpa es de Jim Morrison. Dicen que leer es vivir dos veces, pero pocas veces se habla del poder que tienen las canciones para multiplicar también la vida. Sí, hablamos mucho del poder evocador de la música, pero no tanto de su capacidad para llevarnos a lugares que podemos afirmar que conocemos igual de bien o mejor que la Gran Vía madrileña sin haberlos pisado. Una buena canción es una ficción, capaz de trasladarte a sus escenarios y con sus personajes una vez y para siempre. Yo conocía Nueva York antes de pisarla gracias a Holden Caulfield, pero también gracias a Lou Reed. Es más, la única Nueva York que existe es la de Lou Reed o Holden Caulfield. La que yo pisé era un decorado. Nunca logré encontrar la que yo conocía, era como intentar volver a los lugares de la infancia. Memoria, ficción y canciones son exactamente lo mismo. Cuando estuve en el Village Vanguard no terminé de sentir la emoción que había sentido escuchando el disco de Bill Evans grabado en aquel templo del jazz. Yo ya había estado allí, yo sigo allí y allí podré estar siempre que escuche ese disco.
He pensado mucho en esto leyendo “Diez maneras de amar a Lana Del Rey. Una investigación pop”, de Luis Boullosa, un magnífico ensayo que es a la vez una carta de amor a la cantante neoyorquina que quiso (y consiguió) ser californiana, y una rotunda defensa del poder de una canción, del poder del pop. Una canción encierra la mejor obra de ficción posible, en apenas dos minutos y medio hay una historia, unos personajes, un escenario, quizá una ciudad por la que pasear entre acordes, una ficción que conviertes automáticamente en verdad, como a los protagonistas de los libros. Es hermosamente paradójico. Es el viaje de las canciones que te lleva a lugares en los que nunca estuviste o que te devuelve a los que habías olvidado que conocías.
En el nuevo disco de Sr. Chinarro,
“Reality show”, hay una canción que, en cierto modo, habla de esto. Es “El detector”, en la que Antonio Luque cuenta cómo, en la playa, con auriculares, parece uno de esos tipos que pasean por la arena con un detector de metales. Ellos buscan oro, relojes, aparecen baratijas y monedas oxidadas mientras en sus auriculares, del mismo modo, suenan canciones que también hacen que él desentierre emociones, recuerdos o personas.
Desde que era niña sueño con que se invente la máquina para viajar en el tiempo. Ahora que dicen que soy adulta he comprendido que una primera versión de la máquina ya existe y se llama canción. Espero que se perfeccione porque las canciones solo nos dejan volver al pasado, recrearnos en él, en lo bueno y en lo malo que tengamos asociado a ellas, y a mí también me gustaría viajar al futuro y ver por fin los coches voladores y vida inteligente ahí fuera. Por eso creo que no puedo entenderme con quienes no están enganchados a la música o a la literatura, me parece que de algún modo han renunciado a vivir. En contra de lo que pueda parecer, aferrarse a la ficción es una forma de ampliar la vida, de querer tanto vivir que no basta con salir a la calle. Los libros y las canciones son, además del traductor, el amplificador de eso que se llama vida. ∎