l periodista Manu Leguineche dijo de Miguel Delibes que era un árbol que siempre daba sombra. Delibes como encina. Yo no siempre he tenido la suerte de Leguineche, me he construido más bien junto a árboles caducos a cuyas cortezas frágiles me ha fascinado siempre acercarme para observar en sus grietas el interior podrido. Luego me he limpiado las manos como una cirujana y me he ido con la lección de anatomía sobre lo que no quiero ser bajo el brazo. Se puede aprender mucho del negativo de la foto –sigo haciéndolo–, pero ahora busco encinas robustas cuando puedo. Estoy hablando de periodismo, aunque, como le contó Belmonte a Chaves Nogales, “se torea como se es”.
Hay días en los que el bosque de arbolitos enfermos y frágiles, en sus diminutos alcorques, intentando llamar la atención con sus baits para que alguien los riegue con sus clicks, no me deja ver las encinas. Estoy hablando de periodismo, ese oficio que no se debe escribir a sí mismo, que debe hacerse sin que sus destinatarios sepan cómo ni, en puridad, quiénes lo hacen, pero estoy hablando también de música, de literatura, de cine, de cómics, estoy hablando de resistencias y raíces, de redes subterráneas, de vuelos bajo el radar y de quienes, aun así, saben detectarlos y contarlos. Estoy hablando de lo importante frente a lo que nos venden que es urgente.
Rufus T. Firefly agotaron en doce horas el stock de vinilos previsto para seis meses de “El largo mañana”, su próximo disco, un trabajo que nadie ha escuchado todavía, excepto quienes pagaron su entrada para un concierto en el que, en realidad, no sabían qué iban a escuchar. Es muy posible que la banda no pueda pagarse con todo eso un par de juergas en un yate (quizá tampoco fuera de un yate), pero pueden pagarse un enorme baño de dignidad, esa que se siente cuando se torea como se es, esa que igual no paga facturas pero que al menos nos deja mandar en nuestra hambre.
Cuando Miguel Delibes dimitió como director de ‘El Norte de Castilla’, en 1963, escribió a sus superiores: “Yo no sé estar a sabiendas en la indignidad, y ahí estaba –nos guste o no– desde hace un par de meses”. Todos estamos en algún momento a sabiendas en la indignidad, me consuelo, pero existe un límite de tiempo, y, si lo superas, como en un hechizo o en la zona azul, ya no hay vuelta atrás, aprendes a manejarte en ella y te conviertes en estatua de sal, nunca en encina. ∎