lis Regina decía que, si alguien la ponía entre la espada y la pared, ella se lanzaba hacia la espada. Y lo hizo: murió a los 36 años de lo que se cree que fue una mezcla letal de cocaína y Cinzano. Entre la nada y el dolor, William Faulkner elegía el dolor.
Yo, entre una persona cursi y una cínica, me quedo con la cursi. El cínico –una especie que se ha reproducido en las redes sociales como la cotorra en Madrid– tiene para mí la apariencia de un señor esbelto con cuello alto y americana que camina muy estirado (flota, incluso) y nos insiste en que gozar de Monet y comprar un imán para la nevera con sus nenúfares es de palurdos. Él no hace turismo: viaja; él no lee: relee.
Muchas veces yo también floto, aún sé verme el paso con perspectiva. Entonces me digo que debo ponerme “Amelie” las veces que haga falta hasta que brote de mis ojos ensangrentados la adolescente a la que le entusiasmó aquella película. La ataría a la pata de mi cama y le explicaría que tiene un gusto limitado, pero también le pediría que me recordase qué teclas me tocaba la cinta de Jean-Pierre Jeunet. Y procuraría repetir con frecuencia la melodía. No pierdo la esperanza ni creo que esté del todo perdida: lloro con el final de “Los puentes de Madison” y regaño a Meryl Streep como mi abuela a los del telediario.
Con la burbuja económica, en 2008 estalló también la de la confianza; arreció una indignación que hemos convertido en un inútil y venenoso cinismo. Empiezo a tener una edad que puede permitirse la nostalgia de una vida más cursi. Hace años que las luces de Navidad ya no son de colores, que no hay espumillón rosa. Los adornos de hoy son cálidas luces LED que caen en cascadas, igual que en las bodas en la playa. Sí, las bodas en la playa deberían parecerme cursis. Pero, como sigo instalada en parte en el cinismo, las considero fotocopias, todas con la misma música y las mismas coreografías, con sushi en el menú.
Los cínicos no siempre nos consideramos tales; nos defendemos llamándonos “críticos”, vamos con la espada en alto, con el radar encendido; este suele estar instalado en la punta de la nariz, de ahí que la arruguemos con frecuencia y levantemos la barbilla para olisquear mejor y aplastar cualquier amago de cursilería.
Sin embargo, sienta bien bajar la espada y dejar que corran la sangre, el miedo, la sorpresa, la fragilidad, lo primario. Sin aranceles. Dice Luis Landero que tenemos que defendernos de la costumbre. En “El huerto de Emerson” nos pide que libemos en la flor antes que en la miel y no nos acomodemos en los usos que nos impongan, que viene a ser lo que León Felipe nos decía en su poema “Romero solo”. Aquello de:
“Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos,
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos”.
Espero ser romero algún día, a cursi yo creo que voy por buen camino. ∎