l otro día, siguiendo la recomendación de mi amiga Andrea Carandini, acabé en la presentación del libro “Hoy no quiero novio”, de Julieta Averbuj. El librito, pequeño y alargado como un teléfono móvil, nació de un experimento muy simple: Julieta abrió la lupa de WhatsApp, escribió la palabra “novio” y rescató todas las frases donde esta aparecía, entre conversaciones con sus amigas. A partir de mensajes como “Hoy no quiero novio”, “Me gusta Tom Cruise en los 90 como novio”, “Muchos novios posibles” o “Yo solo puedo pensar en mis novios…”, construyó un collage sobre la fe (y la desesperación) romántica contemporánea: esas charlas donde lo importante se cuela sin querer entre emojis y audios.
El ambiente era simpático: amigas, risas, fotos y un aire de complicidad colectiva que me recordó a las fiestas de pijamas de mi preadolescencia. El libro venía acompañado de su merchandising: camisetas y bragas con el lema del libro, que por supuesto han intentado endiñar a Rosalía tras su famosa entrevista en la cama junto a Mar Vallverdú, en Radio Primavera Sound, en la que la cantante reivindica su nueva condición de celibato voluntario.
La energía entre Mar y Rosalía en Radio Noia es parecida a la de la presentación de Julieta. Aparecen las dos en pijama, tumbadas en una cama, hablando del vacío existencial entre risas, cual dos niñas repasando los chismes del fin de semana antes de ir a dormir. Rosalía confiesa que a veces siente que nada la llena: ni el trabajo, ni las cosas, ni el amor romántico. Reflexiona sobre si tal vez ese hueco debería ser llenado por Dios. Mar le contesta que ella, de momento, sigue teniendo fe en lo mundano: que algún día se enamorará, ganará dinero y todo irá bien. Me pareció una escena bonita: una habla desde el agotamiento del deseo cumplido y la otra desde la esperanza de que todo está por venir. En el fondo, las dos dicen lo mismo: que seguimos buscando algo que nos salve.
Mientras las escuchaba pensé en “La agonía del Eros”, el libro de Byung-Chul Han, que dice que vivimos tan centrados en nosotros mismos que ya casi no sabemos mirar al otro. Que el deseo se ha debilitado porque todo es espejo. Y aunque no sé si tiene razón, sí me he reconocido alguna vez en esa sensación de confundir el amor con la promesa de plenitud, de intentar llenar el hueco como sea para no sentir el vacío.
De todas formas, he seguido cayendo. He intentado amar con sensatez, pero me sigue saliendo romántico. Sigo creyendo en señales, en milagros y en que el amor verdadero se nota en el estómago. A finales de este año sacaré un disco que habla de todo esto: de la dependencia emocional y de la idealización romántica, del ghosting y de la necesidad de ser vista. Se llama “Lo que me pasa”. En la portada salgo yo con 12 años, abrazada a un poste con cara de estar sintiendo demasiado. Elegí esa foto porque creo que a esa edad empezó todo: con el corazón roto sin haber tenido todavía novio.
El disco es un recopilatorio de síntomas: canciones que hablan de la fe, del apego, de la obsesión, del abandono y de lo absurdo que es tomarse el amor tan en serio. Pero también de lo divertido que es volver a hacerlo una y otra vez, porque lo que me pasa no se me ha pasado. Y menos mal.
A los 12 años el amor es como un idioma recién inventado. Un presentimiento. No se ha vivido todavía, pero ya se sueña. No se ama a una persona concreta, sino a la posibilidad de amar, y el mundo entero parece conspirar en torno a ese presagio: una mirada en el patio, una canción en la radio, una frase subrayada en un cuaderno, los diarios con candado... Todo anuncia algo que todavía no ha ocurrido, pero que ya se intuye inevitable.
Es la edad en la que el deseo todavía es una forma de fe. De hecho, mis primeros amores fueron hombres inalcanzables: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Johnny Depp... Recuerdo la pared de mi cuarto forrada de pósteres de Brad en las distintas películas que protagonizó, o salir de ver “Titanic” angustiada ante la dificultad de conocer al actor en la vida real. No, nunca iba a ser mi novio, ni siquiera cruzar una mirada con él. También me acuerdo de estar con mi hermana frente al espejo del baño de la casa de mis padres, fingiendo los preparativos previos a citas imaginarias con los protagonistas de “Melrose Place” o “Sensación de vivir”, mientras nos maquillábamos con las pinturas de mi madre a escondidas.
Y no acaba ahí. Más pequeña todavía, también me enamoré de Oliver, de “Oliver y Benji”, y de Son Goku. Alguien me dijo que si pensaba en ellos antes de ir a dormir, aparecerían en mis sueños. Yo practicaba el ritual todos los días, pero nunca funcionó. Aun así, me gustaba dormirme pensando en mis héroes animados salvándome de mis peores pesadillas.
Culturalmente, el amor preadolescente (el de mi época) es el amor de los ídolos de póster. Un amor narrado, aprendido de la música, el cine y la televisión. No hace falta que sea real para que duela: de hecho, cuanto más imposible, mejor. Porque lo importante no es vivirlo, sino imaginarlo.
En ese tipo de amor hago un nexo con el tema que inspiró mi disco: la erotomanía, un trastorno que te lleva a vivir historias de amor sin necesidad de que haya una correspondencia real con el objeto de deseo. Algo parecido a mis fantasías secretas con DiCaprio, pero dando por hecho que el sentimiento es recíproco.
El amor preadolescente tiene algo de religión y algo de arte conceptual. Es esperanza sin pruebas y estética sin propósito. Una cree, se entrega, sufre, escribe poemas horribles y luego los rompe para escribir otros peores. No hay distancia ni escepticismo: solo una confianza inmensa en el sentimiento.
Recuerdo las libretas donde escribía nombres que apenas conocía, los recreos en los que mirabas de lejos a alguien sin atreverte a hablar, el temblor de recibir una nota doblada en cuatro... Todo era símbolo, todo era anuncio de algo que todavía no tenía nombre.
El mito del paraíso perdido podría empezar así: una niña abrazando un poste sin saber por qué. No hay manzana ni castigo, solo la dulzura de no entender todavía. En ese gesto hay un deseo de permanencia, de quedarse en el lugar donde todo parece promesa. Es el instante anterior a la conciencia, a la caída, cuando el mundo todavía puede salvarse por amor. “Lo que me pasa” es el rencuentro con esa niña: la que sentía demasiado, la que creía en el amor sin ironía, la que aún no sabía que la música iba a ser su manera de sobrevivir a todo eso.
El mito del paraíso perdido me hace pensar en un sueño recurrente de mi infancia. Entonces no siempre sabía discernir entre lo real y lo soñado. En particular, había un recuerdo (vivido o no) que no me dejaba dormir en paz. En él tendría unos 8 años. Vivía en la selva con mi mejor amiga, que también se llamaba Andrea. Andrea tenía la misma edad que yo, era pelirroja y tenía la cara llena de pecas. Parecía una muñeca.
Habíamos construido un castillo de madera con toboganes, columpios y camas elásticas. Vivíamos felices. Cazábamos cuando teníamos hambre y jugábamos el resto del día. Hacíamos lo que nos daba la gana.
Una mañana llegó al castillo una pareja vestida de exploradores acompañada de un guía. Venían a llevarse a una de nosotras. Me eligieron a mí; vi cómo me señalaban con el dedo. A partir de entonces serían mis padres. Obediente, me fui con ellos, pero mientras dejaba aquel paraíso no podía dejar de mirar a Andrea, que me decía “adiós” con los ojos llenos de lágrimas.
Casi todas las noches lloraba sintiéndome culpable por haber abandonado a Andrea. Me preguntaba si ella seguiría allí sola. ¿Por qué no me había resistido a la voluntad de aquellos desconocidos? Por lo menos podría haberles pedido que la dejaran venir conmigo.
Un día, en una sesión de terapia, apareció esta historia. Mi terapeuta, a quien le apasionaba el trabajo con sueños y disfrutaba analizando cada detalle, me sugirió que aquella Andrea podría ser mi esencia. O, siendo más clara, podría ser mi alma. En tal caso, aquella escena representaría la división de mi ser, el abandono de una parte de mí, quizás la inocencia.
Pero ¿y si no era un sueño? ¿Y si me acordaba del lugar del que partimos al nacer? Tal vez el cielo sea una jungla llena de niños y niñas felices que nuestros padres visitan de forma extracorpórea para elegir a sus descendientes. Puede que Andrea fuera mi hermana gemela, la que no llegó a nacer. En medicina se habla del “síndrome del gemelo evanescente”, y se calcula que uno de cada ocho embarazos simples (de un solo bebé) es realmente un embarazo múltiple en el que un feto acaba desapareciendo en el útero. En cualquier caso, fuera ensoñación o memoria, trato de conservar a Andrea en mi mente. Por si el mero hecho de recordarla me salvara de estar sola.
Pero, recuperando el hilo, hace poco leí un estudio de una educadora social, Patricia Blanco, que pedía a un grupo de niños y niñas de sexto de primaria que dibujaran qué era para ellos estar enamorados. Las niñas llenaron las hojas de corazones rojos, parejas sonrientes y nombres de sus ídolos. Los niños dibujaron rostros con expresiones opuestas (alegría y tristeza) y escribieron palabras como “perdón” o “felicidad”. Nadie imaginó una pareja que no fuera chico y chica. La mayoría seguía creyendo en la fidelidad, la exclusividad y la famosa media naranja.
Lo curioso es que, aunque casi todos afirmaban que no hacía falta casarse ni tener pareja para ser feliz, seguían imaginando el amor como un destino, no como una elección. Y en los dibujos, las mujeres aparecían en casa o con bebés; los hombres, en la calle o trabajando. Es decir: la canción ya estaba escrita antes de que empezaran a cantarla.
A veces pensamos que el amor preadolescente es puro e ingenuo, pero no del todo: la inocencia también está guionizada. A esa edad ya hemos aprendido cómo “debería” sentirse el amor: heterosexual, exclusivo, dramático y, por supuesto, redentor. Esa pureza emocional que tanto recordamos viene ya impregnada de mito.
Para anunciar mi disco en las redes sociales pedí a los músicos que colaboran en él (Soleá, Nieves, Paco, Albert, Ana, etc.) que me mandaran retratos de ellos a esa edad, entre los 9 y los 12 años, cuando todo estaba por descubrir. Con ellos he hecho un pequeño collage, como aquellos que hacíamos cuando éramos “peques” y todavía imprimíamos las fotos. Creo que los músicos conservamos algo de preadolescentes: esa fe infantil, esa necesidad de inventar mundos o de imaginar que una canción puede cambiar algo.
Siento esa energía especialmente cuando se organizan homenajes o eventos parecidos, en los que cada músico interpreta una sola canción. No puedo evitar viajar al pasado, a las funciones de fin de curso, cuando nos veo a todos nerviosos, tratando de memorizar la letra de la canción que vamos a interpretar en el backstage, pocos segundos antes de salir al escenario.
La última vez que tuve esta sensación fue en el homenaje a Elliott Smith del festival Fenomena (Hondarribia). A mí me tocó cantar “Angeles”, uno de mis temas favoritos. También estaban Miren (Tulsa), Dani Llamas… Es tierno poder revivir una y otra vez esos nervios, esas ganas de hacerlo bien y de que tus compañeras también salgan airosas de la función. Además, en ese tipo de situaciones se disuelven los egos, porque todos vamos a una, a salvar un concierto ensayado en un par de días que fácilmente podría hundirse por falta de preparación.
Cuando Mar le pregunta a Rosalía quién es su crush, ella sonríe y responde que ya no hay espacio para eso; vamos, que no quiere novio, y que si alguien la ve con un chico por la calle, por favor, no piense que es su novio. También habla de que lleva dos años sin salir del estudio. Quizá la música, o la necesidad de autodescubrirse y manifestarse a través de ella, sea su verdadero enamoramiento. La música y su mágica capacidad de teletransportarnos a ese lugar anterior al desencanto, de seguir creyendo que una melodía puede abrir una puerta al paraíso.
Y para eso, no hace falta novio. ∎