a quedan muy pocos, si queda alguno, en su mayoría relegados a las hinchadas de fútbol y a ciertos barrios suburbanos –que aquí, en Argentina, se llaman así aunque son mucho más “urbanos” que la ciudad de Buenos Aires–. Los “stones”: en los años 80 y 90 los sociólogos los llamaban “tribu”, pero se trataba de una hermandad de chicos enamorados de una banda que interpretaban a los tropezones, con lo poco que se podía ver o conseguir entonces: “Let’s Spend The Night Together” (Hal Ashby, 1982), la película sobre sus gigantescos shows en Estados Unidos que se veía en los cines de trasnoche (a las 2 de la madrugada, con baile, marihuana, cerveza y el permiso mudo de los dueños del lugar); los discos, por supuesto, todos editados; algún libro que traía las deslumbrantes fotos de la promo de “Jumpin’ Jack Flash” y “Beggars Banquet” o, mejor aún, el verano maldito en el sur de Francia, retratado en blanco y negro, que acabaría en “Exile On Main St.” (1972). Yo amaba y amo a los Rolling Stones. Nunca fui parte del todo de la “tribu” en términos estéticos porque exigía para las chicas un flequillo muy corto que no me gustaba, los jeans de tiro bajo que dejaban el abdomen al aire –mucho antes que Britney–, zapatillas gastadas. En fin, mi estilo estaba más cerca del desenfreno de Patti Smith en la era Mapplethorpe con algo de Iggy Pop: no existe gente más hermosa que los punks de esa era. Pero había algo de “stone” también en ellos, ¿o no? Johnny Thunders y su parecido a Ron Wood. Los New York Dolls en general, con sus riffs degenerados. El rubio prolijo de Tom Verlaine, tan Brian Jones. Y Patti Smith, una joven Keith Richards.
Como sea, esperábamos que los Stones vinieran a tocar a la Argentina, aquí, tan lejos, donde los amábamos con locura y ellos sin saberlo, donde escuchábamos sus discos de la mañana a la noche y pasábamos horas discutiendo sobre si “Indian Girl” no debería estar en un disco mejor que “Emotional Rescue” (1980)... aunque a mí me gusta mucho ese álbum, confieso.
El primer Stone en Argentina fue Keith Richards, que vino a presentar “Main Offender” (1992), su segundo disco solista. El concierto se hizo en un festival que hoy es recordado por ser la única vez que tocó en el país Nirvana, un show malo y furioso que no incluyó “Smells Like Teen Spirit” (Cobain estaba enojado con el público, que rechazó enfática y brutalmente a la banda soporte, Calamity Jane, toda de chicas; 1992 no fue un gran año para el feminismo y menos en el rock). A mí me gustaba Nirvana, pero no mucho; siempre preferí a los británicos de la misma época, pero tengo esa medalla: vi a Cobain en vivo.
Es difícil a veces explicar lo que significa esperar a las bandas en el sur del mundo. A la banda o artista favorito se le ve una vez o dos en la vida con suerte; si es un poco oscuro, no se le ve casi nunca salvo de milagro: esas giras “mundiales” casi nunca registran este lado del planeta, o empezaron a hacerlo hace poco años y apenas con un show cuyas entradas se agotan de inmediato. A la banda que más amé durante años, Manic Street Preachers, la vi en Cuba, lo más cerca de Argentina que llegaron (chequeen el mapa para comprobar la distancia). Veía con odio en las revistas cómo tocaban en Europa cada año. Mi único consuelo, a la alemana, es alegrarse por la desgracia de otros: lo mismo les pasaba a los fans estadounidenses de los Manics, donde casi nunca tocaron. A Suede los vi de vieja ya, en 2012: fue el único show que dieron en esta ciudad. A PJ Harvey la vi de lejos, apretada entre la gente y con un sonido desde el infierno, en un festival. Y nunca más volvió. Podría seguir. Y además: Argentina es un país enorme, lo mismo que Brasil, y los shows solo se hacen en Río, Sao Paulo y Buenos Aires. Un fan que vive en el norte o en el sur tiene que viajar mil kilómetros para ver a su banda. Algunos lo hacen. Para la mayoría, las grandes ciudades son tan lejanas como Europa y, a veces, viajar es igual de caro. Ahora empezaron a venir bandas a Santiago de Chile, incluso a Perú y Colombia. Por supuesto, la pandemia también vino a arruinar eso. De todas maneras, ya no importa: las visitas suelen ser en festivales. Cuando tenían más sentido, la sequía, o el goteo, era pura ansiedad. Y lo digo con el privilegio de vivir en una ciudad de Sudamérica a la que sí vienen las bandas. Para alguien que vive en Paraguay, mi suerte es envidiable.
Sin embargo, en Argentina tenemos amores inexplicables (hablo del rock: otros géneros tienen sus dinámicas propias): Ramones, por ejemplo, que tocaron para 60.000 personas –una banda en pánico, acostumbrada a público de cien en un bar–, Die Toten Hosen, Iggy Pop y The Rolling Stones. Me dirán: los Stones gustan en el mundo entero. Sí, pero hace tiempo que es una banda de boomers. Aquí, hasta hace poco, eran los adolescentes y los jóvenes sus fans esenciales. En los últimos 15 años esa devoción se desvaneció, pero duró muchas décadas y de verdad los fans eran muy chicos: yo llegué a los Stones, con mis amigos, a los 13 o 14 años, fascinada con la tapa de “Beggars Banquet” (1968). Mi novio de esos años, que era un tipo magnífico, se pintaba los ojos, me robaba chaquetas de pana y cantaba en una banda con el pantalón bien bajo que dejaba ver su vientre plano. Era un Jagger del sur, los ojos oscuros y los labios anchos, la sonrisa inolvidable. La banda era buena, pero, es obvio, no muy original.
Entonces: fui a ver a Keith Richards, el adelantado, en ese show con Nirvana. Creo que lloré de principio a fin. Tenía 19 años. Tocó canciones de su disco nuevo, tocó “Talk Is Cheap” y de los Stones sobre todo las que él canta, “Happy”, “Connection”, “Too Rude”. Pero hizo algunas excepciones y una de ellas fue “Gimme Shelter”. Recuerdo que el estadio de verdad pareció esa tormenta para la que se pide refugio en la letra. Esa canción de hielo y fuego, con la guitarra como un cuchillo y la amenaza de la guerra. No voy a olvidarme nunca. Creo, sin fanatismo nacional, que Keith tampoco.
El primer show de los Stones en Argentina se anunció para febrero de 1995. Los fans juntaron dinero durante meses y las entradas se vendían en el estadio de fútbol donde iban a tocar, River Plate, un lugar muy amplio pero a la vez hostil, cercano a varias autopistas. Los fans hicieron la cola para la entrada –no para entrar al show: para comprar el ticket– durante días. Todos llevaban cash y hubo muchos robos. Yo no fui: el encargado de comprar para un grupo de gente fue mi novio de entonces, ya no el cantante de una banda “stone”, sino un protopunk fanático de Nick Cave que amaba a los Stones porque esos cruces acá eran de lo más normales. No le robaron, pero no durmió para evitarlo. Se enteró que, más adelante en una fila larguísima, habían degollado con una botella de cerveza a un fan, no se sabía en ese momento si para robarle o por una pelea de borrachos o por motivos “personales”. Toda la noche fue como el Woodstock noventoso del mal rollo o, para seguir con la línea, como Altamont. Mi novio compró las entradas. Pocos días después se anunció que los Rolling Stones tocarían varios días más, hubo indignación y griterío y la venta se llevó a cabo en lugares más normales. Como suele suceder en América Latina, poner a la gente en riesgo fue apenas una anécdota.
De ese primer show recuerdo muy poco: llegué borracha, drogada, emocionada, loca. Soy bajita, así que poco vi, salvo por las pantallas. Sí recuerdo el sudor, el sexo, la alegría, el canto imparable, creo que nadie dejó de cantar nunca ninguna de las canciones, ni de saltar, ni de hacer volar las remeras, casi todas con la lengua roja. Ni un segundo de silencio. Nunca más estuve en un show tan intenso y tan emocionante.
Todo esto para llegar al momento de las ovaciones, de los aplausos. Cuando Mick Jagger presentaba a la banda había una suerte de competencia por demostrar a quién se reverenciaba más. Teniendo en cuenta el carácter de los fans argentinos, todos pensaban que el más aplaudido sería Keith Richards. Pero no. Fue Charlie Watts. “Nunca aplaudí ni le canté a alguien así en mi vida”, me dijo ayer aquel novio de las entradas. Creo que yo tampoco. Charlie, con su remera, su sonrisa, tímida, su no poder creer, su agradecimiento contenido. Nosotros también sorprendidos de saber y comprobar que lo amábamos con tanta ternura, como a un padre distante pero incondicional. Claro que nos gustaba el glamur de los forajidos. Pero en Charlie se podía confiar. Iba a estar siempre ahí, parecía. Se sabe que un señor de 80 años, enfermo, puede morirse. Yo no lloro eso, no extraño a Charlie Watts por eso. Lloro porque se terminaron para siempre las noches de vino de mano en mano por una calle oscura, el sexo con “Angie”, el ácido con “Sus Satánicas Majestades”; lloro porque en realidad se había terminado hace mucho todo eso, pero yo no lo había pensado, no me había dado cuenta, no había querido sentir el fin. ¿Extraño esos años? No. Pero estoy de duelo.
Pueden ver la ovación a Charlie Watts en Buenos Aires 1995 por acá. ∎