Cómo escribir sobre una película si, al contarla, se puede arruinar la experiencia de verla? No me gusta la obsesión antispoiler. Hay experiencias que poco tienen que ver con una escena o con una trama o con un remate, incluso con los actores: no importa si alguien cuenta de qué va “Stalker” (1979); la sensación de pesadilla y radiación y pérdida de un mundo que exuda la película de Tarkovski es imposible siquiera de transmitir aunque se den detalles.
Con “Titane” (2021) pasa algo parecido, solo que la velocidad produce una ensoñación distinta, que deja en una hipnosis de boca abierta sin casi capacidad de movimiento. El principio casi es reconocible y por eso se puede relatar: una niña ya de carácter horrible, una niña insoportable que molesta a su padre mientra conduce el auto, una niña que es todo lo contrario a cualquier fantasía de niñez feliz, grata o mágica (gracias por esto, Julia Ducournau: hay que derrumbar la estatua de la infancia feliz a martillazos) sufre un accidente y tienen que ponerle una prótesis de titanio en el cráneo para proteger su cerebro. La próxima vez que la vemos usa uno de esos aparatos ortopédicos metálicos que parecen extraterrestres o de uso para astronautas, pero que, en realidad, sirven para mantener en orden, derecho, en posición, un cuerpo quebrado. La niña no da pena: sigue siendo insoportable. De hecho, lo primero que hace al salir del hospital es darle un beso lúbrico al auto, presumimos que el mismo que casi la mata, pero da igual, podría ser cualquier auto. La pieza debajo de la piel y sobre su órgano más sensible la ha convertido en un cíborg precario y por eso ese amor al objeto que la transformó, destrozándola. Las metamorfosis son así: dolorosas. Si algo hay que agradecerle en este inicio brutal a Julia Ducournau es que no se trata estrictamente de un mito de origen. Es decir: si Alexia, la niña, crecerá para convertirse en una mujer difícil no es solo a causa del accidente y la prótesis. Estaba rabiosa desde antes, y no sabemos por qué. Los padres son algo distantes, pero no sabemos mucho de ellos. El titanio le da a Alexia, de alguna manera, cierta seguridad, una confirmación, una estética, completa lo latente.
Por eso, ya mujer joven (interpretada por Agathe Rousselle), físicamente indescriptible por lo desobjetivada (¿es bonita?, ¿es andrógina?, ¿es sensual?, ¿es árida?, ¿es dura?, ¿es brutal?, ¿es humana?, ¿es criminal?, ¿es justiciera?, ¿es capaz de sentir o dar placer?), lucirá con orgullo la cicatriz del cerebro protegido sobre la oreja derecha: un caracol de marcas sobre el cráneo, desafiante en su desnudez, sin pelo, un indicio de su peculiaridad que suele pasar desapercibido (y esto es increíble según avanza la trama porque es una marca inolvidable, pero no importa, porque aquí es cuando el relato estalla y buscar explicaciones no tiene sentido). Alexia y su familia burguesa; Alexia y su sensualidad a la Cronenberg circa “Crash” (1996); Alexia en plan “Kill Bill” (Quentin Tarantino, 2003-2004); Alexia frágil y fuerte como en una de Gaspar Noé; Alexia repugnante como una Isabelle Huppert asalvajada. Y de repente esas referencias respetuosas (que enumeró mejor en algún texto preciso Desirée de Fez) son dinamitadas y la película se parte. Entra en una demencia que ahora sí que no se puede contar, un poco porque faltan las palabras, otro poco porque en este caso, contra mi inclinación, respeto el spoiler.
Lo que pasa en el segundo acto tiene que ver con ser padre y ser hijo, con llevar al límite el cuerpo y también la tolerancia. Hay algo de Claire Denis en los cuerpos de los hijos de las colonias que bailan bajo una luz de neón rosa; hay algo de los Cronenberg –los dos: porque David y Brandon piensan en la experiencia de lo físico con similar sensibilidad, pero también con una diferencia que, creo, pasa por el tratamiento de la violencia; David quizá sea un mejor cineasta, pero Brandon, como su época, es más implacable–; hay algo de juego de identidades; hay algo de Lucile Hadžihalilović y la maternidad deforme de “Evolution” (2015) y, claro, está la enorme presencia de Vincent Lindon, que encarna a uno de los hombres más extraños jamás vistos en pantalla: padre desesperado, macho alfa en pena, soldado triste. Pero, de todos modos, las referencias están filtradas hasta lo irreconocible. “Titane” es un objeto de una atmósfera distinta. Un meteorito.
La aparición de “Titane” y su efecto dinamitador es una gran noticia incluso para quienes no se volvieron locos con la película, porque Julia Ducournau parece decir: “No sé bien para donde voy. Estoy hecha de incertidumbre y mi película también”. Y no hay nada más contemporáneo. Ni siquiera tenemos tan claro lo que es real, lo que es correcto pensar, hacia dónde va nuestra historia. Ninguno de nosotros. Incluso quienes creemos tener las herramientas para no dejarnos engañar, para adivinar cuál es la narrativa adecuada, fallamos una y otra vez y caminamos sobre el hielo más tenue, el que cuando se quiebra nos lleva a la profundidad oscura. “Titane” también tiene certezas, sobre todo estéticas y desafiantes. Hay una idea sobre el amor y el cuidado y la gente rota que no pide comprensión. En ningún sentido. “Titane” permite, con alegría, aquello que tantas películas temen con verdadero pavor: ser incomprendidas. Que el espectador diga: “No entiendo nada”. Muchas veces, de hecho, “Titane” no se entiende. Y que eso ocurra con intención, porque hay alguien que desea eso, busca provocar ese desconcierto sincero, da una alegría eufórica. Y no, la escena de la nariz de la que se habló muchísimo no es para tanto.
Hay escenas mucho peores. ∎