Ilustración: Pepo Pérez
Ilustración: Pepo Pérez

Editorial

Miedo, asco, impotencia y (algo de) luz en Valencia

Nuestro compañero Carlos Pérez de Ziriza estuvo ayer en varias localidades arrasadas por la trágica DANA que asoló parte de la provincia de Valencia –él reside en la capital levantina– durante la pasada semana. La conmoción tras su visita permea este editorial en el que se formulan varias preguntas ineludibles ante las que solo cabe exigir respuestas. Y en el confín de su sobrecogido testimonio –pese a la inoperancia de algunos y la ruindad sin fin de otros– se atisba la luz de la esperanza.

S

on imágenes que hasta ahora asociábamos a India, Somalia, Filipinas o Haití. Ayer martes estuve en La Torre, Paiporta, Picanya, Catarroja, Massanassa y Alfafar, varios de los municipios –menos La Torre, que es pedanía de Valencia– que copan los informativos. Es como un terreno de guerra. Las condiciones en las que viven muchas de sus gentes son similares a las de un campo de refugiados. Trabajé como traductor-guía –eso que en la jerga profesional se conoce como fixer– para Dominic Hinde, periodista escocés especializado en temas de cambio climático que ha cubierto algunos de los mayores desastres naturales de los últimos tiempos alrededor del mundo, ha colaborado con BBC, ‘USA Today’ o ‘The Guardian’ y ha venido a Valencia para contar lo que ve en ‘The Glasgow Herald’ y ‘Prospect Magazine’. Me dice que nunca ha visto nada igual. El grado de destrucción, las infraestructuras dañadas, la descomunal fuerza del agua: solo en el tramo del barranco del Poyo entre Paiporta y Picanya hay hasta cuatro puentes de piedra –casi consecutivos– que fueron arrancados de cuajo por la corriente. Y las vidas cobradas, claro: hablamos con familias que han perdido su casa entera, vecinos que pasaron cinco o seis horas encaramados a árboles viendo cómo flotaban coches con personas en su interior y que no saben nada de algunos de sus vecinos. Entrevistamos a voluntarios –varios amigos míos dedicaron los tres días del último largo fin de semana a doblar el lomo con palas, cubos y cepillos– y a gente de los pueblos que ha perdido su negocio entero, como unos veinteañeros cuyo local de pirotecnia ha sido completamente arrasado. También hablamos con personas que han venido desde cualquier punto de España a traer comida y ropa.

Algunas zonas –las calles de Paiporta colindantes con el barranco, las casas de Picanya construidas sobre él y que han quedado en estado ruinoso con desperfectos hasta en su segunda planta, la avenida de la Rambleta en Catarroja, las aceras que desembocan en la calle Blasco Ibáñez de Massanassa a la altura del Consum y el Mercadona– son lo más parecido a un infierno en la tierra. Solo se recorren con el lodo muy por encima de los tobillos durante cientos de metros. Y eso que ha pasado ya una semana. Un camión cisterna recomienda a la gente que no siga echando barro y agua a las calles, ya que si se bloquean las alcantarillas puede emerger un serio problema de aguas fecales. Lo más impresionante: la imponente determinación de la gente por seguir adelante. Me niego a llamarlo resiliencia. Es algo mucho más grande. Y el instinto de supervivencia. El sacar fuerzas de donde no sabes. Sin tiempo para pensar. Hacer cosas que nunca imaginaste que podrías: un padre de familia que debe tener cuatro o cinco años más que yo me cuenta cómo subió a su hija, su perro de 39 kilos y varios vecinos a lo alto de una caseta que tienen al fondo del patio interior de su vivienda, en una planta baja, y cómo ayudó a salir por un boquete del tejado de una nave industrial contigua a un trabajador atrapado. Su terraza ya es la misma que la de su vecino de al lado, porque el muro que las separaba ha desaparecido.

En Massanassa, en la calle Blasco Ibáñez. Foto: Carlos Pérez de Ziriza
En Massanassa, en la calle Blasco Ibáñez. Foto: Carlos Pérez de Ziriza

Decía la periodista Ana Pastor el domingo pasado en La Sexta que los cronistas posiblemente estaban fallando en su misión de transmitir al espectador el olor de lo que ocurre en todos estos pueblos al sur de la ciudad (sin olvidarnos de Utiel, Chiva, Algemesí, L’Alcúdia y otras muchas poblaciones más alejadas de la capital, así como de Letur, en Alabacete, o Málaga, donde también ha habido víctimas). Esa extraña combinación de fango podrido, madera y cartón empapados y productos químicos. Un hedor solo combatible con mascarilla. También por salubridad. Me pregunta Dominic al principio de nuestro recorrido por la comarca cuánto tiempo creo yo que puede tardar todo esto en parecerse a la normalidad. Cuando llegamos a Paiporta, le recuerdo su pregunta y ambos coincidimos en que ya resulta ridícula. Imposible avistar ningún horizonte. Entramos en el parking de Ikea y nos volvemos a sentir como en una película de ciencia ficción. El shock, la sensación de irrealidad es tal que ni siquiera te llega a aflorar una lágrima. La palabra es overwhelmed, me dice el colega de Glasgow.

Yo también creo que fuera de Valencia, incluso dentro, no se empezó a tener idea de la magnitud de la tragedia hasta que pasaron un par de días. Una de las palabras que más escucho estos días es “burbuja”. La de quienes vivimos en la ciudad de Valencia es obvia: el “nuevo” cauce del Turia, construido tras la riada de 1957 (cerca de cien fallecidos) rodeando la capital por su parte sur, creó una línea fronteriza artificial que nos separa de los pueblos devastados. Son como dos realidades completamente distintas. El casco histórico de Valencia sigue atestado de turistas. No hay signos de vivir fuera de la normalidad, más allá del incremento en el tráfico rodado. Cruzar cualquiera de los puentes que comunican con L’Horta Sud es adentrarse en otra dimensión. Otro mundo. Y luego está la burbuja de quienes están lejos de Valencia. Resulta inaudito que tras la más dañina y mortífera catástrofe natural sucedida en España en los últimos 62 años (desde las inundaciones del Vallès en 1962 con más de 600 muertes) se celebraran todas y cada una de las competiciones deportivas, tanto de élite como de base. ¿Cuántos muertos son necesarios? ¿Hubieran las federaciones tomado la misma decisión si esta desgracia acontece en Madrid o alrededores? No hace falta ni responder.

Casas de Picanya construidas justo mirando al barranco del Poyo. Foto: Carlos Pérez de Ziriza
Casas de Picanya construidas justo mirando al barranco del Poyo. Foto: Carlos Pérez de Ziriza

El encadenamiento de interrogantes es la única forma de afrontar esto. Si cerca del ochenta por ciento de las viviendas de los pueblos al sur de Valencia (hablamos de unos 300.000 habitantes, lo que equivaldría a más de una tercera parte de la población de Valencia ciudad) se edificó sobre terreno inundable, y solo una de cada diez fue construida tras el Plan de Acción Territorial para la Prevención del Riesgo de Inundación (Patricova) de 2003, ¿por qué no se tomó ni una sola medida correctora, más aún cuando llevamos años avisados del riesgo que implica el cambio climático, que multiplica el grado de intensidad de estos fenómenos y acorta sus plazos? El terreno sobre el que crecen estos municipios es suelo de aluvión desde hace siglos: el que resulta de los sedimentos acumulados por las aguas que vienen del interior, donde nacen barrancos como el del Poyo, y que hace de ella una tierra especialmente fértil: fue durante los años setenta y ochenta cuando pasaron de ser eminentemente agrícolas a industriales. Hay cerca de un millón de casas construidas sobre suelo inundable en España, de las cuales casi una tercera parte están en la Comunitat Valenciana. La estupidez humana del crecimiento ilimitado sin pensar en las consecuencias del cortoplacismo miope y voraz. Llegamos tarde, muy tarde para todo lo que nos exigen las nuevas condiciones climatológicas. Desayunarse con el triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos lo pinta todo mucho más negro.

Obviamente, ningún responsable civil o político está preparado para gestionar lo que ocurrió el martes de la semana pasada. Es un suceso relativamente previsible pero sin duda excepcional en su magnitud. Ni siquiera llovía en Valencia y alrededores desde las dos de la tarde. Fue un atardecer raro, con el aire cargado de electricidad. Algo se cocía, pero no sabíamos que fuera esto. Por eso, muy poca gente interrumpió su rutina. Pero si a las siete de la mañana AEMET había activado su alerta roja y en los informes de la Confederación Hidrográfica del Júcar desde el mediodía ya se informaba de importantes crecidas, y sobre las cinco y media de la tarde ya se avisaba de que el barranco del Poyo llevaba un caudal tres veces superior al del Ebro, ¿cómo es posible que hasta las 20:12 no se enviara la alerta a los teléfonos móviles de la población? En ese momento hacía ya mucho rato que el agua había arrasado con todo. La ineficiencia de un Carlos Mazón –y su entorno– desbordado fue patente –su primera excusatio non petita accusatio manifesta fue la retirada de su perfil de X de su comparecencia de la una de la tarde para advertir que sobre las seis la DANA se habría marchado– también en la desorganización del trabajo de los voluntarios a partir del jueves, la tardanza en responder a los bomberos de Euskadi y Cataluña, la desesperante lentitud en la demanda de efectivos al gobierno central. Pero este tampoco se quedó corto en su legal pero ventajista suerte de dontancredismo –“si necesita más recursos, que los pida” (dentro de un discurso que podéis leer íntegro aquí)– tras la que habría que ser muy ingenuo para no entrever la conciencia desde Moncloa de que todo esto también suponía un desgaste para su contendiente político. La responsabilidad primera es de quien maneja la emergencia, sin duda. Pero los grandes gobernantes se significan por tomar decisiones valientes en situaciones extremas, aunque entrañen su riesgo.

Coches apilados junto a la vía del tren que conecta Valencia con Alicante. Foto: Carlos Pérez de Ziriza
Coches apilados junto a la vía del tren que conecta Valencia con Alicante. Foto: Carlos Pérez de Ziriza

El tristísimo sainete al que hemos asistido durante las últimas semanas –lo de Feijóo ya es innombrable– es uno más en la sima de descrédito de una clase política, la española, cuya deriva cainita no parece tener límites, en la que la meritocracia y la vocación de servicio público son como unicornios y cuyo enquistado tacticismo partidista no se detiene ni con más de 300 cadáveres –ahora que ya sabemos la cifra de 89 desaparecidos– sobre la mesa. Ante tal cúmulo de despropósitos, hasta la lluvia de piedras, palos y fango sobre la comitiva real y gubernamental en Paiporta me parece anecdótica, por muy inédita que fuera. Cómo no entender el encabronamiento de una población abandonada a su suerte, que en algunos casos –el que me comentaba ayer un amigo vecino de Catarroja– vivió durante tres días sometida a la ley de la jungla: con su hogar reventado y sin luz, sin cobertura telefónica, sin agua potable, sin coche ni medio de transporte, sin policía ni bomberos y obligada a vigilar con celo la puerta de su casa ante la amenaza del pillaje y el saqueo.

Y por si todo esto fuera poco, lo que faltaba para aderezar la semana: la panoplia de magufos, conspiracionistas, negacionistas obtusos, inventores de bulos y profesionales de la provocación siempre dispuestos –lo vimos durante la pandemia– a llenar nuestros teléfonos móviles de mierda viral, pescando en río revuelto. El fermento para la antipolítica, los que van por ahí diciendo lo del “estado fallido”: la que logra que jetas oportunistas que hacen del engaño y la manipulación su razón de ser recaben casi un millón de votos en unas elecciones europeas (y lo que te rondaré). Porque parece ser que todos son iguales. Y como todos son iguales, hay que votar al más imbécil, tal y como hacíamos en las clases de EGB cuando elegíamos delegado y nos queríamos echar unas risas para soliviantar a nuestro tutor. Solo que aquí las consecuencias son letales. “Solo el pueblo salva al pueblo”, se ha repetido. Pero se olvida que el pueblo es quien elige a sus representantes. No queda otra. Y que estirar el chicle de tal argumento acaba derivando en el populismo.

Vía del metro colgando sobre el puente poco antes de llegar a la parada de Metro Valencia de Paiporta. Foto: Carlos Pérez de Ziriza
Vía del metro colgando sobre el puente poco antes de llegar a la parada de Metro Valencia de Paiporta. Foto: Carlos Pérez de Ziriza
Son gente como los miles y miles de voluntarios, casi todos entre los 18 y los 30 años, quienes están salvando –como buenamente pueden, con escobas y recogedores domésticos en un empeño absolutamente conmovedor– a Paiporta, Benetússer, Torrent, Sedaví, Aldaia, Cheste, Xirivella, Chera, Carlet, Loriguilla… y así hasta setenta pueblos valencianos. Esa es la luz. La generación a la que tantas veces hemos desdeñado, con cierta condescendencia, quienes sobrepasamos los 40 o los 50. Quienes están dispuestos a darlo todo a cambio de nada, y lo hicieron desde el mismo miércoles de la semana pasada, sin necesidad de que nadie los organice, pese a que van a hacer falta toneladas y toneladas de maquinaria pesada para empezar a enderezar unas calles que ahora mismo deparan una imagen propia del tercer mundo. Toca quedarse con ellos, acompañarlos, emplear todo el tiempo que podamos en arrimar el hombro y seguir su ejemplo, cada uno en la medida de sus posibilidades. Y me quedo, cómo no, con lo que me dijo con impresionante determinación Jose Luzzy, el padre de familia de quien os hablaba en el segundo párrafo, cuando nos despedíamos de él a la puerta de su casa anegada e inutilizable, con las paredes marcadas a la altura del metro ochenta: “Tornarem”. ∎

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