ntender a Mikis Theodorakis (1925-2021) pasa por entender lo que significaba ser griego a mitad del siglo pasado. Una tierra mayormente yerma incapaz de alimentar a una sociedad devastada por la pobreza de la posguerra, y a la vez enfangada en su propia idiosincrasia emocional de acaparadores de tragedias (griegas). No se puede deslindar la profunda severidad de las músicas que compuso de la indignación del no future de entonces, donde, al igual que otros pueblos latinos del Mediterráneo, el hábito de emigrar –esa falta de oportunidades que se convierte en oportunidad en sí– facilitaba la supervivencia, para al mismo tiempo edificar un sentimiento de nostalgia supina en ultramar: mientras italianos y españoles no tenían problemas para construir –allá donde fueran– un nuevo hogar para siempre, los griegos siempre pensaban en volver. Y Mikis era el sucedáneo de un cordón umbilical, el que les devolvía durante unos minutos la luminosidad única de los azules del Egeo.
Tras su muerte, acaecida el pasado 2 de septiembre, a los 96 años, leeremos glosas infinitas acerca de su no menos infinita carrera y legado artístico. De su habilidad componiendo desde la tradición helenobizantina para restituirla e iluminarla. Incontables piezas de cámara, para ballet, ópera, bandas sonoras, partituras para obras de teatro, etc. Pero también asociándose con cualquier escritor, poeta o músico proclive al activismo de izquierdas, para componer himnos que tanto podían animar a rebelarse, pasionales y furiosos, como cánticos a un mundo más justo. Del aprecio que sentían por él otros artistas ansiando una colaboración conjunta. Este Theodorakis combativo y presto a salir en defensa de los oprimidos, con un hit para los amantes de datos para la posteridad, como los de la repercusión internacional de su banda sonora para “Zorba, el griego” (Michael Cacoyannis, 1964) y la popularización del sirtaki, es el que perdurará en la memoria de los consumidores de prensa escrita diaria que no vivieron su obra principal en primera persona.
No obstante, para el ciudadano griego de a pie –el que no está preso en el cinturón de su intelectualidad–, la importancia de este músico excepcional no está en las partituras sinfónicas, ni himnos olímpicos, ni versiones de Joan Baez o Maria del Mar Bonet, ni en las colaboraciones con Pablo Neruda, su reivindicación de Federico García Lorca o su relación de amor/odio con el pueblo judío/Estado de Israel, sino en las melodías y textos para corear juntos en las tabernas tras un par de vasos de raki u ouzo, recordando décadas de sufrimiento y opresión. En las bellísimas canciones tristes tan bien elegidas para ser interpretadas por voces femeninas de distinto alcance tonal como Aliki Kayaloglou, Maria Dimitriadi (y su hermana Aphroditi Manou), Melina Mercouri, Irene Papas, Anastasia Avra o la inigualable Maria Farandouri, tan trágicas y severas como dotadas de un punzón que te rasga el corazón. En esa melancolía ingrávida aplastante que te inculca desde que apenas te das cuenta que estás en tierra ajena. Porque contemplar a mi madre, superviviente de un campo de concentración y nacida una semana después de Theodorakis, escuchar –como Tom Hanks escuchaba a la Callas en “Philadelphia”– con los ojos cerrados la sublime gravedad litúrgica del autor por boca de la Farandouri cantar “Asma asmaton”, “Ánikse ligo to paráthiro”, “Matomeno feggari”, “T´óniro kapnós” o “Stu kosmu tin anahoriá” es uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia en un rincón perdido de Brasil. ∎