Está a punto de abrir una carta. Una carta que, como en las novelas del XIX, podría cambiar una vida. No es una notificación de la Agencia Tributaria. Ni tampoco de un diagnóstico médico o de un secreto de estado. Ni una declaración de amor. O sí.
La destinataria, que ha descartado abrirla ahora mismo, tiene 56 años. En el año 2001. A esa edad y en esta época es aún más difícil recibir una carta postal que lo cambie todo.
Apoyada en una de las paredes de este piso de Edimburgo, una guitarra atrapa polvo desde hace tres décadas. Nadie la toca. Los hijos de nuestra protagonista, de hecho, han crecido sin música, solo con el graznido de aves y el mugido de vacas durante todos los años que vivieron en aquella granja. Algo esconde quien así ha prohibido la música en una casa, como si fuera la feligresa de un culto evangélico riguroso. Y el secreto que esconde late en esta carta cerrada. En el remite, un nombre: Devendra Banhart. En el destinatario, Vashti Bunyan.
Vashti Bunyan creció con nombre de reina. La original fue una de Persia, la primera esposa del rey Asuero en el “Libro de Ester”. Era una belleza difícilmente domable y su historia nos llega por un acto de rebeldía: el rey quería mostrar su hermosura a los invitados, como si fuera un trofeo, pero ella se negó a acudir al banquete.
Algo de eso hay en Vashti Bunyan, que empezó a pintar en Newcastle desde muy pequeña. En una escuela de arte, su compañera de habitación le enseñó una guitarra y un manual con ilustraciones para colocar los dedos y que brotara la música. Pronto la echaron de la escuela, porque solo pensaba en hacer canciones. Su viaje a Nueva York a los 18 años, donde descubrió cierto disco llamado “The Freewheelin’ Bob Dylan” (1963), empeoró esa obsesión.
Intentó buscar agente en Tin Pan Alley, pero el azar le deparó que, a su regreso a Londres, fuera descubierta en una fiesta organizada por una amiga de su madre en el Soho. Era muy guapa, también muy talentosa, pero no se negó a acudir a ese banquete, donde la descubrió el agente teatral Monte Mackay. Como él no llevaba a artistas musicales, derivó esa joya a Andrew Loog Oldham, que andaba trabajando con los Rolling Stones. Con él grabó un primer 7”, con una canción de la banda en la cara A (“Some Things Just Stick In Your Mind”) y otra propia en la B (“I Want To Be Alone”). La idea era repetir el éxito que había logrado Marianne Faithfull con esa misma estrategia. Todo fue mal. No se vendió y consiguió incluso enfadar al monarca pop cuando dijo que ella componía canciones mejores que las de Jagger. Un ejemplo más de su capacidad para no colocar los pies en los escalones que debe subir todo trepa del pop.
Fallaron esa y otras canciones. Quizá su tono era demasiado aniñado o quizá Vashti se empeñaba en no encaramarse a las olas estéticas más swinging, aunque llegó a aparecer en películas tan icónicas como “Tonite Let’s All Make Love In London” (Peter Whitehead, 1967). Cuando no te apetece bailar ni besuquear ni sonreír a la fuerza, si estás incómodo, es probable que tengas que abandonar la fiesta con la copa a medias.
Vashti tenía nombre de reina persa y apellido de predicador. A veces negaba y a veces confirmaba que era descendiente de John Bunyan, predicador cristiano inglés del siglo XVII, famoso por escribir “El progreso del peregrino” (1678), uno de los libros más leídos en su país.
Ese era su destino: ser una peregrina.
Antes del viaje, vivía en un bosque al lado de la Escuela de Arte, bajo un árbol. Allí conoció a Robert Lewis, otro estudiante, bien conectado con el mundo de la música. Un tal Donovan, que quizá conozcas, andaba organizando una especie de comuna artística en una de las Islas Hébridas interiores, en Escocia. Le propuso mudarse allí e incluso le dio dinero para un caballo y una carreta.
Donovan y sus amigos van en Land Rover. Vashti y Robert deciden ir a pie, con su caballo, su perro y su carreta. Y con una guitarra tapada por una manta, donde a veces se acurruca el perro.
Durante todo el viaje le canta a las hojas que caen, a su cambio de color, a cómo las vuela el viento. Las hojas verdes pueden ser billetes, pero las hojas doradas de otoño son oro. Le canta, también, a animales con las orejas gachas y a pájaros bordando estribillos como estrellas del espectáculo. Los nobles franceses llevaban un diario de viaje que luego se convertía en libro. Su diario de viaje son las canciones que va componiendo, expuesta a los secretos del camino y del campo, descubiertos por la mirada de una chica salida de los clubes más modernos de Londres.
El legendario Joe Boyd descubre esas canciones y le propone grabarlas, en una cena prenavideña durante ese mismo viaje. Pero antes tiene que volver a llegar tarde. Está en su naturaleza. Su éxodo dura año y pico y cuando finalmente alcanzan la isla, la gran mayoría de sus habitantes, Donovan incluido, se han cansado de la vida bucólica y han regresado a los neones de la ciudad, donde está la acción. Vashti y Robert deciden quedarse: están bien acompañados por las canciones.
Para grabar el álbum, colaborará con algunos de los mejores, incluso si no sabe que lo son, porque ha estado dos años peregrinando a pie y no ha escuchado absolutamente nada nuevo. Ni radio llevaba.
Registrará las miniaturas pastoriles de menos de tres minutos con miembros de Fairport Convention y de The Incredible String Band, Y, lo más mágico, los arreglos correrán a cargo de Robert Kirby, el genio que vistió con cuartetos de cuerda y flautas saltarinas las tristezas de Nick Drake.
El resultado es una obra maestra. Y un gran fracaso. “Just Another Diamond Day” sale en 1970. Nadie lo escucha. Los pocos que llegan a él, no lo entienden. Son canciones para niños, simples nanas, demasiado inocentes, extrañamente bucólicas, llegan tarde. La inocencia no cotiza.
Ella, insegura, decide que ellos tienen la razón. Les ofrecen una granja de la Incredible para instalarse y en una de las paredes apoya una guitarra que no tocará en tres décadas y se dedica a criar a su hijo recién nacido. No sabemos si le canta nanas.
Pero todo acaba, hasta los éxodos y los exilios interiores. Se separa de Robert y se enamora del abogado que le ha llevado el divorcio.
El abogado no es un pastor, sino un tipo de su tiempo, así que se mudan a Edimburgo y le descubre la magia de internet. Un día de 1998, Vashti decide poner su nombre en un buscador. Y estalla la primavera. Comprueba que su obra es un disco de culto, por el que se llegan a pagar más de mil libras. Decide que, igual que dejó la música cuando a nadie le gustaba, podría volver a coger la guitarra ahora que sabe que sí la escucharán.
Dos largos años después, le llega la carta de Devendra Banhart: le proclama su devoción y le pide consejo. La primera de muchas invitaciones, de Stephen Malkmus a Animal Collective, de Max Richter a Joanna Newsom. Coge la guitarra y parece que fue ayer. Los niños han crecido, pero ella sigue haciendo esa música para niños que escuchan los adultos que no quieren olvidar que lo fueron. Esas nanas perfectas que este mundo caprichoso ha querido rescatar del olvido.
Es noviembre y mi primogénito tiene seis meses. A veces no hay forma de calmar sus llantos, su ira de sindicalista henchido de razón. No llores, solo es una película. Lo intento tarareando yo y, normal, tiene buen gusto, llora más fuerte.
Entonces cojo el “Just Another Diamond Day”. En la portada, Vashti sonríe con un pañuelo anudado en la cabeza y un mandil, rodeada de dibujos de animales, a la puerta de su casa. Pongo la aguja en el surco. Y suena “Rose Hip November”: “El oro aterriza en nuestra puerta, atrapa una hoja y la fortuna te sonreirá para siempre”. Y sonreímos, él y yo. Amansadas las fieras. Canciones para niños, claro, ni más ni menos. Algo enorme. ∎