unque está muy reconocido, los flamencos siguen sin aceptar que Federico García Lorca sea uno de los artistas más importantes del género. Su obra, con un desarrollo de poco más de quince años, transformó el flamenco de arriba abajo. Sus libros, sus ballets, sus piezas de teatro, pero también música y un disco, “Canciones populares españolas” (1931; reeditado en 1980), el que grabó con La Argentinita y que supuso un antes y después en el popular género. Los “fla-melancólicos” siguen enredados en cuitas sobre esto y lo otro –ahora, por ejemplo, que se celebrarán los 100 años del Concurso de Cante Jondo de Granada en 1922–, pero este disco, como muchos otros de sus trabajos, echa por tierra cualquier integrismo que se le quiera adherir al poeta. Cuando la Niña de los Peines grabó las lorqueñas, unas bulerías que tienen un marchamo más propio que muchos de los estilos o palos con que la afición distingue al género, estaba reconociendo, desde abajo, esa inmensidad de Lorca como flamenco.
A principios de los 90 Carmen Linares y José Manuel Gamboa me invitaron a las sesiones de sus “Canciones populares antiguas” (1994) –así lo llamaron ellos– y ahí pude escuchar en la voz de Carmen una de las versiones más jondas –por seguir con el denominador lorquiano– del “Anda jaleo” por bulerías. Después, los rasgos de este “Anda jaleo” se me han ido repitiendo aquí y allá, como una potente bomba arqueológica capaz de hacer estallar una tonadillas del siglo XVIII y seguir bombeando en el siglo XXI eso que Agustín García Calvo llamaba “lo que va por debajo” y que todavía alimenta el venero popular de nuestros días. Es verdad que resulta muchas veces ridículo que los arreglos de Lorca se confundieran en la Sociedad General de Autores como autoría y que hasta hace no mucho cotizasen sus regalías. En fin, la máquina capitalista tiene estas paradojas y no estoy dispuesto a enredarme con discursos sobre los usos apropiacionistas y demás, como si el pueblo no tuviera que haber acudido tantas veces a la expropiación cuando lo que manda es un régimen propietario.
Se me viene a la cabeza el “Yo que soy contrabandista” que firma el sevillano Manuel García como polo en su ópera “El poeta calculista” (1805). Obviamente, en este polo –que no es lo que los flamencos conocen como polo– circula ya el venero del “Anda jaleo”. Rossini estrenó su “El barbero de Sevilla” (1816) precisamente con Manuel García de cantante, interpretando al conde de Almaviva. La obra originalmente se llamaba así, “Almaviva o la precaución inútil”, porque Paisiello acababa de estrenar su propio “Barbero” y no quería aparecer Rossini como oportunista. De hecho, el estreno fue un fracaso reventado por los seguidores de Paisiello, precisamente, en uno de esos escándalos dignos de la historia populista de la música. En esos días se permitía a los cantantes hacer una romanza propia o de su gusto en alguno de los momentos de la función teatral y, cuando García interpretó su “contrabandista”, el jaleo fue enorme. A la “maniera española” de interpretar se sumó el accidente de una cuerda de su guitarra que se rompió en plena actuación y que el público aprovechó para increpar a García, a Rossini e incluso para soltar un gato en medio de la escena. El escándalo populista es tan congruente con esta ópera que uno no puede dejar de pensar en que esta era una situación construida. Rossini escapó del teatro y se encerró para recomponer romanzas, dúos y tríos –tomados de otras músicas, ya fueran propias, de otros compositores o populares, como era costumbre antes de la creación de las sociedades de autores– que acabaron haciendo la obra maestra que hoy conocemos como “El barbero de Sevilla”.
Pensemos en el encuentro musical de Rossini con Manuel García. Cuando Napoleón prohibió en Nápoles el uso del divino coltello, es decir la práctica salvaje de la castración a menores para dar lugar a los famosos castrati –no hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie–, no solo el pueblo napolitano se levantó en armas en protesta, Rossini decidió retirarse de la composición para voz humana. Con Manuel García encontró otro brío y posibilidad y para él concibió su “Barbero”. El cantante era sevillano y sevillano era el escenario que Pierre-Augustin de Beaumarchais le había dado a la obra original, aunque, en realidad, estaba inspirada en el majismo madrileño y en la manera con que el pueblo se ríe y desobedece a la aristocracia, con una audacia que anunciaba ya los tiempos que vendrían tras la revolución francesa. El propio Napoleón cuando vio las piezas de Beaumarchais entendió que fuese prohibido por las monarquías de media Europa.
“Anda jaleo, jaleo, ya se acabó el alboroto y vamos al tiroteo”. El tema de Lorca y La Argentinita se estrenaba en 1931 con la llegada de la República, y nadie duda ya que estaba anunciando la guerra civil del 36 y que la paloma a la se aconseja no salir al campo sería trasunto del propio poeta asesinado por rojo y homosexual, precisamente, por “cazadores”. Con el título de “El tren blindado”, por ejemplo, lo cantaban los milicianos durante la guerra civil, aunque en el exilio se recogieron otras muchas versiones, cambios de la letra para una misma música; eso que los situacionistas llamaban detournement. La cantante francesa Mara –Paco Ibañez empezó su periplo musical como su guitarrista– o la gran Germaine Montero recogieron las canciones de Lorca y su espíritu populista en la Francia de la liberación.
Guy Debord y Michèle Bernstein tenían en esos años un café, La Méthode –en la rue Descartes–, donde estas artistas actuaban espontáneamente. A sus pases se sumaban a coro muchos hijos del exilio que venían de Aubervilliers, la “pequeña España” republicana que anidaba en la periferia de París. Cuando en mayo del 68 los manifestantes situacionistas cantan “Las jornadas de mayo” en los alrededores de La Sorbona, es el espíritu de Lorca el que sigue circulando. Debord había escrito una nueva letra al famoso “Ay, Carmela” en referencia a la represión stalinista contras gentes del POUM y la CNT en la Barcelona de 1937 que dejaba clara su posición política.
Años después, cuando con Alice Becker-Ho, Debord escribe sus “Canciones de la guerra social contemporánea” (1981) como crónica de la transición política española, sigue presente el pulso lorquiano de ese “Anda jaleo”. El proyecto –no voy a ocultar que llevo varios años reconstruyendo este proyecto musical, como puede verse en “Máquinas de trovar”, actualmente en las salas del Reina Sofía de Madrid– tenía como fin recaudar dinero y apoyos para los presos de la autonomía obrera que estaban en la cárcel de Segovia. Pero no solo como crítica de la llamada cultura de la transición y defensa de la autonomía obrera, sino también como potenciador del detournement original lorquiano, que sigue vivo. No hace mucho, Niño de Elche y Los Planetas hacían su versión de “Els segadors” y, siguiendo las instrucciones de Debord, cantaban “Canción para los obreros de Seat”. Como en todas las diadas a las que acudo, acompaño en la manifestación de Barcelona a las Brigadas Helios Gómez, que portan enredadas la senyera independentista con la bandera federalista andaluza, superponiendo la estrella azul y la estrella roja. Advierto que lo único que tengo que reprochar al independentismo catalán es que las CUP y los Comunes sigan separados, extraño efecto político que identifica muy bien a los que se benefician de este divorcio. El caso es que en aquella diada, coincidiendo con el lanzamiento de la canción bajo el sello provocativo de Fuerza nueva, la polémica estaba servida y no pocos me increpaban con vehemencia. Eran amigos y conocidos y una manifestación celebratoria de este tipo no es lugar para dar complicadas explicaciones. No sé, no se me ocurría nada y solo atisbé a responder un enigmático, “¡anda!, a ver si escucháis el ‘¡Ole!’ de John Coltrane”. Ahora pienso que era otro efecto del detournement lorquiano y, como en esa versión de “El vito”, seguía trotando, retrospectivamente, “el polvo del coche que la llevaba”. ∎