í, es verano. Hace muchísimo calor y hay muchas cosas que solucionar, hacer, pero también muchas que construir y descubrir. Según escribo, me viene a la cabeza esa idea que Joan Didion escribe en “El año del pensamiento mágico” (2005): “Había que sentir el cambio del oleaje. Había que seguir aquel cambio”. Leí este libro durante el confinamiento y, a pesar de lo tristes que eran algunos de sus pasajes, ideas como esta me marcaron por lo positivo de su esencia. Me fascina la inteligente idea de ir al compás que marque el oleaje, por brusco o suave que sea: en vez de oponerse a ello, sentirlo.
Mientras escribo estas palabras escucho el último disco de Sigur Rós, “ÁTTA”, que me hace conectar nítidamente con esa idea. Lo he escuchado ya como ocho veces. Hacía tiempo que no me enganchaba así a un disco. Me acompaña, me da paz, me libera y me ayuda a mirar hacia dentro para encontrar la intimidad que el alma necesita. La atmósfera que crean sus canciones predispone el espíritu para la liberación de la imaginación y la memoria. Basta con cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar. Algo así decía Julio Cortázar... y no me puedo sentir más identificada.
Desde que mi padre se marchó, cada vez que cambiamos de estación lo visualizo tal cual era en cada una de ellas. En invierno, habitualmente vestía con sus chándales, sus vaqueros, sus deportivas, su jersey verde de punto o las famosas botas de cowboy, el abrigo marrón que él llamaba “el perro” y que misteriosamente un día desapareció y no lo volvimos a encontrar, y los pañuelos para cubrirse la garganta (nunca llevó corbata, ni siquiera el día de su boda). En verano, lo recuerdo con su camisa blanca de manga corta, la camisa que tenía dibujitos que me parecían hechos por niños: una casa con un tejado rojo en un lado, un árbol en otro, una flor en la manga... Solía llevarla desabrochada a la altura del pecho, que normalmente tenía muy rojo porque el sol le quemaba rápido cuando, después de un chapuzón, se quedaba un rato en la orilla o fuera de la sombrilla sin darse cuenta de que se estaba tostando en exceso. Le recuerdo con su bloc de terciopelo rojo bajo el brazo, donde anotaba (con su letra grande, aparentemente infantil y genial) ideas, letras, versos, pensamientos, setlists de conciertos o cosas cotidianas pendientes de hacer, por ejemplo “llamar al Museo Picasso de Málaga para lo de los textos” o “llamar al Tomate”, el guitarrista Tomatito, “para terminar la bulería” o “ir al vivero. Comprar semillas pa’ los pimientos del huerto”.
Siempre que voy al mar inmediatamente recuerdo, como si estuviera aquí y ahora, su mirada después de nadar durante largo rato. Le gustaba bañarse por la tarde-noche, cuando el sol y la gente empiezan a marcharse. Decía que era la mejor hora. Se quedaba mirando y escuchando el mar con la vista perdida en el infinito. Sabe Dios hacia dónde estaría viajando su intuición e ingenio. A veces lo llamábamos, le preguntábamos algo, y no respondía. De vez en cuando murmuraba algunas palabras, a veces entonaba algunas notas o hacía compás en el aire... y cuando creías que ya no te iba a contestar, te miraba y te preguntaba: “¿Cómo decías?”. Había estado concentrado, valorando alguna idea. Nunca decía dónde.
Mi padre era de esas personas que podían sumergirse en su mundo, y hasta que no terminaba de encontrar en su pensamiento aquello que buscaba no volvía. Para ello necesitaba el silencio y estar cerca de la naturaleza, y el verano era un momento propicio para ello. Solía estar conectado siempre con ese mundo interior y con la emoción de una forma muy natural. El olor y el sonido del mar, el perfume del galán de noche, el aroma de la tierra de las plantas y del huerto cuando regábamos por la tarde al pasar el calor, el canto de los grillos y las ranas, ver las estrellas desde la terraza de la casa del Albayzín, bajar a comprar helado en la heladería de Los Italianos de Granada y muchas cosas más que se suelen hacer de forma cotidiana en verano, yo veía como mi padre las valoraba y disfrutaba.
Me llamaba la atención cómo en él encontrar una emoción en la vida cotidiana era como encontrar un tesoro. Ese tesoro se convertía en idea y esa idea se transformaba en obra artística a través de la observación. Aprendí muchas cosas de él durante el tiempo que pude estar a su lado, pero una de las mayores lecciones fue entender que solo una persona entregada absolutamente a una labor, independientemente de la dimensión de esta, puede cumplirla justamente. No existe otra fórmula mágica. Descubrí que el secreto del arte está en la concentración, que todo proceso artístico, según mi experiencia, comienza en la observación de esa emoción y que el artista, para crear su firmamento espiritual, su mundo imaginario, a veces ha de olvidarse por un tiempo del mundo real.
Recuerdo perfectamente el verano en que nació en su cabeza la idea de “Omega” (1996). Los ojos de mi padre eran y estaban en otro planeta, mientras los demás andábamos de vacaciones.
Feliz verano y no den de lado a las emociones, no tengan miedo de sentir. Las ambiciones, rivalidades, competencias, intranquilidades, temores por los pagos a Hacienda ya nos han amargado bastante en el invierno. No desaprovechen la ocasión, nunca se sabe cuánta belleza, inspiración y fuerza puede encontrarse en una sencilla meditación veraniega, en el calor del sol o en la luz de las estrellas. Así que... agua y verdad, y a sentir el cambio del oleaje. ∎