ra apropiado que el reciente documental “The Beatles: Get Back” (2021) fuera dirigido por Peter Jackson, fan del grupo y un tipo al que los mitos y las largas distancias no arredran. Desde luego, no era un proyecto capaz de atraer a gentes ajenas al culto (ahí me incluyo), de las que –sin negar la dimensión histórica de The Beatles– consideran “Yesterday”, “Yellow Submarine” o “Revolution 9” como algunas de las peores canciones jamás compuestas por bípedo alguno. Eso sin entrar ya en los comas diabéticos que letanías con moralina como “Imagine” pueden llegar a producirles (producirnos).
Jackson, pues, era idóneo. Y quien haya visto sus adaptaciones de la obra de Tolkien sabrá que es un hombre de los que se toma su tiempo para explicar cualquier cosa; de los que pueden hacer que “Lo que el viento se llevó” (Victor Fleming, 1939) o “Ben Hur” (William Wyler, 1959) parezcan concisos videoclips. Alguien no muy dado a las elipsis y los sobrentendidos y que, si hay que dedicarle media hora a Gollum balbuceando ante “su tesoro”, pues se la dedica y tan amigos.
Aunque hay que reconocer que esa morosidad, que casaba bien con “El señor de los anillos” y sus inexorables precuelas y secuelas, ya avisaba de lo que les esperaba a los Beatles. Ciertamente, a quien le guste ese descomunal capricho literario, tanto sus mil páginas como las películas de Jackson se le harán cortas. Otra cosa es que el que no consiga entrar en la historia acabe aburrido y fastidiado ante tal despliegue, ya que hay cosas que solo se aguantan desde la devoción más acrítica.
En la saga literaria del Anillo, todo se cuenta como si hasta el gesto más trivial fuera de interés y hubiera que dar cuenta de cualquier detalle que ayudara a saciar una curiosidad sin fin: cómo se forjaban las espadas y si estas eran buenas o malas, cómo eran las casas de los enanos, si las montañas servían al Mal o al Bien y qué comían los orcos. Ahí estaba precisamente la gracia de este artefacto circular que no pretendía convencer más que a los convencidos y cuyo único defecto, según el propio Tolkien, era el de ser demasiado corto.
Por eso, Jackson sabía cómo colocar esa enésima piedra en la pirámide de los Fab Four, esas más de siete horas de película para iniciados ajenos a cualquier reserva; para aquellos a los que nada sobra, ni un plano de Ringo Starr mirándose las uñas ni la inescrutable Yoko Ono haciendo calceta. Imágenes impecablemente restauradas (tienen medio siglo de antigüedad y parecen recién filmadas) y montadas con pericia al servicio de la causa de demostrar que de los Beatles, como del cerdo, se aprovechan hasta los andares.
Eso explica que el documental se deleite en todos esos ensayos del grupo, filmados cuando algunos de sus miembros daban la fórmula por acabada y las relaciones personales tocaban fondo. Cuando Paul y John apenas podían verse, George se tenía (con toda la razón) por minusvalorado y Ringo asistía a ese choque de egos con la expresión propia de alguien que reconoció que no le gustaban las mujeres intelectuales porque no entendía lo que decían.
Así, se nos muestran cosas de tanto interés como que Lennon solía llegar tarde y lo hacía acompañado de la sempiterna Yoko, que no se separaba de su lado más de un palmo; también, las dotes de la susodicha haciendo punto y dejando claro que asistir al proceso creativo de su compañero no era tan apasionante como para no buscarse algún pasatiempo que ayudara a soportar las horas.
Es normal. Ni ver al pintor pintar ni al escritor escribir puede aguantarse más allá de un par de minutos, pues pocos espectáculos puede haber más tediosos que el de ese acto íntimo de la creación artística. De ahí que cueste entender que alguien piense que ver al músico componer sus canciones tenga algo de entretenido. Eso por no hablar de su intercambio de guasas y chascarrillos con los colegas, perfectamente homologables con los que se puedan hacer en cualquier taller de chapa y pintura.
Reconozco, eso sí, que hay un momento fascinante en los minutos finales, el del concierto en la terraza del edificio maldito de Savile Row. Ellos tocan con entusiasmo perfectamente descriptible y, a su izquierda, sobre un muro, hay un grupo de personas. Son gente de aspecto convencional, casi todos con corbata y alguno con gorra, que siguen la actuación sin demasiada concentración, como se miran las obras en la calle. Porque, por mucho que se nos presente como una revelación, es eso lo que hemos visto a lo largo de las horas: hombres trabajando sin demasiado entusiasmo y portadores de la certeza de que ni siquiera los Beatles pueden soportarse tanto tiempo sin acabar hartos. ∎