a hace unos años y un buen puñado de novelas que el irlandés John Connolly empezó a escribir sobre un detective llamado Charlie Parker. Parker es uno de los hallazgos más estimulantes de la serie negra de los últimos tiempos, un género que parecía copado hasta ayer mismo por escandinavos poco dados a la ducha y atormentados por problemas existenciales. En realidad, desde los tiempos de Henning Mankell, un nórdico deprimido y con caspa que resuelve crímenes aburridísimos mientras engulle litros de café aguado, es algo más tópico que un político deshonesto. Luego también está el genial Jackson Lamb de Mick Herron, tan refractario a la higiene personal como sus colegas suecos, pero esa es otra historia.
Charlie Parker es un hombre marcado por la tragedia que lidia con fuerzas oscuras de este y otros mundos: psicópatas de manual y oficiantes de cultos ominosos; monstruos demasiado humanos que acechan por las calles de Portland y los bosques oscuros de Maine y fantasmas surgidos de alguna nota a pie de página del “Necronomicón”, el libro de las leyes de los muertos del árabe loco Abdul Al-Hazred, uno de cuyos ejemplares Lovecraft situó también al norte de los Estados Unidos, en la Universidad de Miskatonic, en Arkham.
Seres de un mundo o de otro (eso nunca queda del todo claro y es uno de los puntos fuertes de la saga de Parker) que llevaron a su padre –un policía de Nueva York con los nervios a flor de piel– al suicidio y causaron la muerte de su mujer y su hija, cegadas y despellejadas vivas por un tipo llamado El Viajante. Desde ese momento, Parker, un hombre que atrae la violencia y sabe cómo gestionarla, solo vive para la venganza.
Por alguna razón no demasiado evidente, Connolly bautizó a su personaje con el nombre del mejor saxofonista de todos los tiempos (eso es lo que dicen en Kansas City, y no seré yo quien lo desmienta), pero no parece que este sienta el menor interés por su música. Ni siquiera por “All Things You Are” o “Relaxin’ At Camarillo”. El Parker detective tolera con resignación los comentarios sobre su homónimo y acepta con una sonrisa lúgubre que algunos lo llamen Bird, pero lo hace para evitar alargar las conversaciones o verse forzado a explicaciones innecesarias: en según qué asuntos, la paciencia no es lo suyo.
A diferencia del Harry Bosch de Michael Connelly (el hombre que me descubrió a Ron Carter y a Ed Reed; el que no puede olvidar a Chet Baker), Parker no es un fanático del jazz: escucha emisoras de rock de los setenta y ochenta en el coche como si condujera a Christine y fuera una criatura de Stephen King, el genio de Maine, precursor en el empeño de convertir ese Estado en el país de las pesadillas de la mano de John Mellencamp y Alice Cooper.
Tampoco sus acompañantes –dos tipos letales alistados en una especie de tétrica liga de la justicia– destacan en este capítulo. Louis, el asesino despiadado, es un negro del sur que, paradójicamente, resulta un entusiasta del country más castizo y lo mismo que quema vivo a un fantoche del KKK se enternece con Hank Williams. A su pareja, Angel, más sentimental aunque no menos dañino, la música parece interesarle tanto como el estilismo en el vestir y lo imagino perfectamente conforme con Britney Spears o ABBA.
Aunque tal vez Connolly con la identidad en los nombres quisiera asociar sutilmente a su personaje con la capacidad de improvisación del músico, con su intuición para recuperar la melodía en los laberintos de un bebop tan escandaloso que el propio Louis Armstrong quiso prohibirlo, o con la desesperación que lleva a un hombre a ceder sus derechos de autor a un camello llamado Mouse The Mouche a cambio de heroína, pero el jazz tampoco parece ser la inspiración de su escritura. Connolly publica periódicamente sus playlist para dejar claro que no cree que existan placeres culpables y oscila entre Ramones y A Flock Of Seagulls, Talk Talk y The Stranglers, Kate Bush, The Cure y Depeche Mode. Todo digno de aplauso, aunque el saxofonista no acabe de hallar su lugar en la ecuación.
Sin embargo, y tal vez ahí está la clave del asunto, mientras avanza la acción el lector de los thrillers de Parker no puede dejar de pensar en Bird, en “Summertime” o en la versión del Savoy, junto a Miles Davis, de “Chasin’ The Bird”. Charlie Parker empuña una Glock y se sumerge en las tinieblas mientras el otro Charlie toca “In The Still Of The Night” y el mal concede una breve pausa a la disolución y la muerte. ∎