avid Bowie, un lector voraz y uno de los ilustrados del Swinging London, estaba fascinado por “1984” (1949), esa obra de George Orwell que constituye la distopía por antonomasia: un manifiesto contra la tiranía inspirado en las atrocidades del estalinismo que es a la vez una advertencia sobre las consecuencias del control estatal absoluto y una sombría visión de derrota y muerte.
En 2013 lo incluyó en la lista de sus cien libros favoritos, “El club de lectura de David Bowie” (John O’Connell, 2019), junto a otros títulos de culto de los años sesenta como “En el camino” (Jack Kerouac, 1957), “Lolita” (Vladimir Nabokov, 1955) y la potente sátira sobre el futuro de la cultura occidental “La naranja mecánica” (Anthony Burguess, 1962), que tantos puntos en común tiene con la obra de Orwell.
Pero su obsesión con “1984” venía de más antiguo. Ya en 1973, Bowie había hablado con William Burroughs –el autor de “Yonqui” (1953), modelo de la literatura underground de los sesenta y padrino y gurú del rock punk, un poeta musicado por Tom Waits en “The Black Rider” (1993)– de su intención de adaptar la novela para televisión. Por entonces y durante un show en la cadena NBC presentó una nueva canción titulada “1984/Dodo” que decía ser una de las veinte que había compuesto para el proyecto de esa serie.
Para su indignación, la viuda de Orwell, Sonia, en tanto que albacea de su legado, denegó la autorización para el musical. Bowie no se lo perdonó y en una entrevista dijo de ella que “para haberse casado con un socialista de tendencias comunistas, era la esnob de clase alta más arrogante que he visto en mi vida”. En lo de las tendencias comunistas es evidente que Bowie navegaba un poco (solo hubiera tenido que preguntar al Partido Comunista de Gran Bretaña lo que pensaba del difunto), y difícilmente Orwell le hubiera disculpado por esa afirmación.
“Diamond Dogs” (1974) supuso el rescate de todo ese material: un álbum conceptual y político basado en “1984” y en la versión cinematográfica firmada en 1971 por Stanley Kubrick de “La naranja mecánica”. El tema “We Are The Dead” se refería a la epifanía de los protagonistas de Orwell, Winston y Julia, antes de su detención, mientras que “Big Brother” era una oración estática al poder y, sorprendentemente, la canción más alegre y emotiva. Para la gira de presentación del disco, Bowie solo dio tres indicaciones al escenógrafo Mark Ravitz: “Poder, Núremberg y ‘Metrópolis’, de Fritz Lang”, lo que nos da una idea de lo que estaba pasando por su cabeza en aquellos años, cuando estaba sometido a una dieta estricta a base de cocaína y falta de sueño.
De todo eso, de lo que pensaban John Lennon y Stevie Wonder sobre el Gran Hermano y de muchas cosas más, da cuenta Dorian Lynskey en su libro “El Ministerio de la Verdad” (2019), la historia biográfica de una de las obras más influyentes de la cultura contemporánea.
Lynskey, periodista musical de ‘The Guardian’, escritor especializado en la intersección entre música popular y política y autor de “33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta” (2011), ofrece en él un brillante y original ensayo, ameno y erudito, que es tanto un estudio cultural sobre el viaje intelectual de Orwell que condujo a la publicación de “1984” como sobre su influencia después de la muerte del autor. La historia de un texto reinterpretado hasta la saciedad por políticos, cineastas, rockeros y publicistas y del que conceptos ahora ya tan tópicos como el de “Gran Hermano” inspiraron hasta la producción de un lamentable reality show.
Orwell, el genio moral que salió de una época sucia con las manos limpias, encarna, tanto o más que Albert Camus o Hannah Arendt, el paradigma del intelectual comprometido con la búsqueda de una verdad ajena a compromisos o conveniencias estratégicas. El lema acuñado por Thomas Mann (“Una verdad perjudicial es mejor que una mentira útil”) hubiera sido el más apropiado para la sobria lápida gris de su tumba en la iglesia anglicana de All Saints, en Sutton Courtenay.
Es muy posible que Orwell hubiera estado de acuerdo con su viuda en la decisión de no autorizar un espectáculo rock a expensas de su obra. “Diamond Dogs” es uno de mis discos favoritos, pero, como dice Lynskey, es dudoso que una estrella del rock hipermoderna, hedonista y bisexual hubiese tenido suerte con el miliciano del POUM en las Brigadas Internacionales. Un tipo austero en extremo que desafiaba a Stalin mientras se tomaba una taza de té y que tenía bien poco que ver con el rutilante mundo del glam de los setenta. En lo que seguramente hubiera coincidido con Bowie es en que, a la vista de las amenazas del presente, es mejor no subestimar la imbecilidad humana. ∎