n “El cadáver fugitivo” (1941), decía Ellery Queen que no había nada que le gustara más que un buen asesinato. Aunque Thomas de Quincey, en “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” (1827), advertía con aprensión que, si a uno le da un día por permitirse matar a alguien, “poco después empieza a no darle importancia a robar, y del hurto pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y de ahí a las malas maneras, y se acaba por dejar las cosas para mañana […] No pocos han visto su ruina por algún asesinato que en su momento no parecía tener la menor importancia”. En cualquier caso, es de suponer que Queen se refería a asesinatos y asesinos que tuvieran una cierta gracia, lo que mucho me temo que no ocurre si la carnicería no viene reelaborada por la literatura, la música o el cine. Eso vale tanto para el carnicero de Milwaukee como para nuestro “Arropiero”, el rey de los psicópatas españoles, condenado al olvido por un país incapaz de valorar a sus grandes hombres como merecen.
Por eso, es posible que el dúo de PJ Harvey con Nick Cave en “Henry Lee” haga que casi te apetezca que la señora empiece a apuñalarte, pero eso no ocurre en el caso del “Satanás de Logroño”, un tipo conocido por matar a otro con un palo y dos pedruscos al que se le dio garrote vil con tan escasa pericia que terminó por suplicar al verdugo que lo matara de una puñetera vez. Ni en el del asesino de ancianas de Lesseps, que no llegó a encontrar a su Jonathan Demme.
A los 25 años de las “Murder Ballads” (1996) de Cave, de formidable eficacia evocadora, el asesino sigue siendo uno de los must de la cultura popular y aún puede haber quien crea que su rostro es capaz de revelar algún misterio ominoso sobre nuestra naturaleza, lo que no deja de ser un tanto ingenuo. En realidad, como Auschwitz dejó más que claro, el asesino se parece a cualquiera y hay tantos en potencia que podrían formar un partido político de cierto éxito, como han hecho otras veces a lo largo de la historia. Pepe Carvalho lo tenía más que claro, y así lo expuso Manuel Vázquez Montalbán en “El delantero centro fue asesinado al atardecer” (1988):
“El hombre es un caníbal […], mata para alimentarse y luego llama a la cultura en su auxilio para que le brinde coartadas éticas y estéticas […] enmascarar cadáveres para comérselos con la ética y la estética a salvo”.
Pero mucha gente sigue buscando alguna clave en las viejas fotografías de Eichmann o de un Ted Bundy siempre sonriente y retador, consciente de su atractivo sexual más animal. Lo que creían encontrar las admiradoras de Charles Manson en su mirada alucinada, en su esvástica mal tatuada en la frente; o quienes intentaron leer tras las gafas del enorme e inquietante Edmund Kempler de “Mindhunter” (Netflix), aquel tipo pragmático, con un CI de 140, que creyó un razonable remedio para la locuacidad de su madre cortarle la cabeza y meterle el pene en la boca.
Lo mismo que perseguía Truman Capote cuando abandonó los clubes de Nueva York y bajó a Holcamb, en las llanuras trigueras de Kansas, tras los pasos de Hickock y Smith. Dos hombres insignificantes, con recursos limitados, que se cobraron seis vidas en medio de la noche y fueron la razón de que surgiera una obra maestra como “A sangre fría” (1965), el verdadero origen del true crime literario.
Pero sus fisonomías carecían de cualquier complejidad. Tupé y brillantina de los tiempos de Elvis, tatuajes del ejército y miradas de soslayo: el lumpenproletariat del que hablaba Marx en “El 18 de brumario de Luis Bonaparte”. Carne de reformatorio y presidio, sueños de mujeres y marihuana. De escapadas en la noche en un Buick potente; ruta 66 hacia el oeste, hasta Los Ángeles y, tal vez, Méjico, con parada en la horca.
Capote tenía talento. Por eso era capaz de dotar a esos personajes de la complejidad psicológica y la coherencia que solo puede aportar el arte cuando, por mucho que se disfrace de investigación objetiva, impone orden y concierto a lo que no es más que un caos azaroso. El talento que revela o fabula historias con algún significado detrás del vacío y la anomia.
También los realizadores de la serie documental “I Am A Killer” (Netflix) buscaron algo trascendente en los internos condenados a la pena capital, pero solo hallaron tipos de aspecto anodino tras el cristal del locutorio. Hombres redimidos por Cristo que piden perdón con fórmulas estereotipadas y niegan aquella alquimia vinculante entre asesino y víctima a que se refería James Ellroy. Por eso describen sus crímenes como trivialidades, a veces prosaicas, frecuentemente absurdas, carentes de cualquier sentido. Solo uno de ellos parece ser un adulto consecuente. El que mató a su compañero de celda (un tipo al que no conocía de nada) para acceder al corredor de la muerte, donde la comida es mejor y el ambiente con los colegas, más relajado. Probablemente, el único que podría hacerse con un lugar digno en alguna murder ballad, o tener algún papel en la estremecedora “Song Of Joy”. ∎