El río Saint Lawrence a su paso por el Montreal bohemio de los sesenta encuadra atardeceres de idealismo y amor platónico con la bailarina Suzanne Verdal, casada entonces con el escultor y amigo Armand Vaillancourt. La primera versión, de Judy Collins, un año antes, lo lanzó a la fama.
“Te veré por el camino”: así se despedía Cohen en julio de Marianne Ihlen, su mayor
musa. Pero su primer adiós, tras años de una intensa relación entre Hidra y Montreal,
bajo las medias verdades de la ruptura, explota con un estribillo auténtico e inolvidable.
La misma separación en una letanía de cinematográficas escenas íntimas: los últimos goces con el gesto torcido, los últimos reproches y la resignación inevitable. El tiempo ha demostrado que la cruel ternura del amante que se marcha no era impostada.
Ni monjas ni prostitutas. Barbara y Lorraine, dos mochileras en medio de una tormenta de nieve, aceptan el presuntamente casto hospedaje de Leonard. Mientras duermen en su cama, él describe su misteriosa epifanía en una preciosa nana susurrada.
No confíes en “la bondad de los desconocidos” ni tampoco en la mía, aunque me vista de José en el pesebre, parece decirle Cohen a su amante, seguramente Marianne de nuevo. Una intricada alegoría sobre los roles de poder del amor y la lucha entre seguridad y libertad.
Cohen entona su mea maxima culpa con
la dicción arrastrada del “borracho” que irrumpe en la iglesia. Y así debemos entender esta maravillosa confesión, mil veces versionada; también pedimos perdón porque no cumpliremos la promesa. Aunque duela, ¿por qué no pecar un poco más?
La versión inglesa de “La complainte du partisan”, el himno de la Resistencia francesa popularizado por Anna Marly, adopta un tono desolado en labios de Cohen. Con el ritmo quebrado de la huida, el cantante encarna al fugitivo que sabe que la única liberación será la muerte.
Juana de Arco como metáfora de la mujer liberada que se ha cansado de luchar. Es
demasiado tarde, solo le queda aceptar su destino y consumirse en el ardiente abrazo del poeta. Tal vez inspirada por Nico, el cuasirecitado diálogo entre ambos resulta en una unión imposible.
Cuatro de la mañana, finales de diciembre: la carta-canción más triste de Cohen a su
antagonista en un triángulo amoroso, magistralmente reflejado en el ritmo anfibráquico de la melodía vocal, podría estar dirigida a él mismo. Suya era la gabardina azul y la soledad.
Un descenso a los infiernos de la depresión. Nick Cave le añadió bilis y teatralidad a lo Brecht, y se la apropió en “From Her To Eternity”, pero la original, con su angustioso crescendo de guitarra acústica y cuerdas sugiriendo el inevitable alud, no se queda corta.
El tórrido revolcón con Janis Joplin, entre las paredes del famoso hotel de la bohemia
neoyorquina, permite a nuestro autor recuperar el tono dulce de sus inicios y celebrar los placeres del flirteo (“somos feos, pero tenemos la música”) y el sexo sin ataduras.
En 1973, durante la guerra de Yom Kipur, Cohen cantó para las tropas israelíes en la
península del Sinaí. Fascinado por la batalla, allí compuso esta jubilosa arenga al pueblo judío que en su primera versión empezaba con los versos “I saw my brothers fighting in the desert”.
Un precioso dueto con Janis Ian basado en el pasaje más emotivo de la plegaria Unetané Tokef, que discurre sobre la justicia divina y los actos humanos. Escrito está quiénes, cuándo y cómo moriremos, a menos que nos arrepintamos. Pero ¿quién, si se puede saber, nos llama?
Un clima malsano sobrevuela “Death Of A Ladies’ Man”, pero aquí la fanfarria spectoriana realza una balada clásica sobre los celos. La oreja en la pared, los gemidos de los amantes en la habitación de al lado sirven la revelación en bandeja: no somos nadie.
Los primeros compases de “Various Positions” presentan al Cohen maduro: coros femeninos protagonistas, teclados y una voz varios semitonos más grave. Con aires de sirtaki e inspirada en el Holocausto, traza un macabro paralelismo entre la sumisión a la muerte y el amor.
Cohen trabajó cinco años y escribió más de ochenta versos para su himno más universal. Ignorada durante años, esta celebración de una voluntad superior ofrece
múltiples lecturas, tantas como versiones se han hecho. Antes de convertirse en un estándar, Jeff Buckley la llevó al cielo.
Lorca le hizo poeta, y él devolvió el favor dedicando ciento cincuenta horas a adaptar su “Pequeño vals vienés”, que apareció por primera vez en el recopilatorio “Poetas en Nueva York”. Su elegante desolación la recogieron magistralmente Enrique Morente y Lagartija Nick en “Omega”.
Despierta la bestia sobre una caja de ritmos que parece querer llevarnos a la hecatombe por correo urgente. Clama venganza, pero el coro femenino desconcierta y atenúa la gravedad que sí tiene el inolvidable videoclip dirigido por Dominique Issermann, su pareja de entonces.
Manhattan, segunda parte. “The poor stay poor, the rich get rich”. La cima del Cohen
visionario, dictando una retahíla de sumarísimas sentencias sobre la humanidad y él mismo con el bellísimo laúd árabe puntuando cada una de sus palabras. ¿Alguna no sigue siendo cierta?
El primer single de “I’m Your Man” es su intento más claro de complacer el paladar
general. El saxofón de la introducción y el punteo subsiguiente lo sugieren con descaro, y lo cierto es que, aunque no desprovista de elegancia, es una de sus canciones más transparentes.
Tras su apariencia de extrema modestia se esconde “una de las tres o cuatro canciones reales que he escrito”. La historia del poeta en su torre de marfil, una metaficción
deliciosa que dialoga socarronamente con Hank Williams, su biografía y la inmortalidad.
¿Qué quieren las mujeres? El tono desganado y el timbre de teclado barato ironizan con la leve misoginia de la respuesta: sea lo que sea, soy tu hombre. Tuvo una memorable aparición en el paseo en Vespa por Roma de la película “Caro diario”.
Y tomamos Berlín, tercera parte: el muro ha caído. Cohen profetiza una vez más el
desconcierto que nos gobierna. En un mundo sin certezas, ya no vale ni el arrepentimiento; nos conformaremos con el totalitarismo con tal de sobrevivir. Apocalipsis ahora.
Junto con “A Thousand Kisses Deep”, su canción más reconocible del dueto que conforman sus primeros dos álbumes del siglo: “Ten New Songs” y “Dear Heather” (2004). Mensaje contundente con envoltorio de smooth soul de seda. ¿La descubriremos en la voz de Sade?
Su premonitorio testamento pone la piel de gallina. El cigarrillo que no se apaga, el
tono desafiante por encima de un bajo minimalista de resonancia nickcaveana, y el lamento con honores de rey del Haar Hashomayim Synagogue Choir. Hineni, hineni: I’m ready, my Lord.