Prácticamente todos los proyectos que en algún punto se vincularon a esa oleada que se llamó, reduccionistamente, bedroom pop han terminado por abandonar definitivamente el dormitorio para cambiarlo por un estudio, músicos de verdad tocando instrumentos… Al final parece esencialmente un tema de medios, más que una actitud per se o una voluntad hacia la forma de comunicar a través de la música. El de Biig Piig es otro de esos casos: la irlandesa, que se crió en Málaga entre los 4 y los 12 años, tuvo que desarrollar su carrera confiando en la omnipotencia de su ordenador y el de su productor, pero con el tiempo ha ido abriéndose a una gran pantalla ligeramente más electrónica y más dance-pop que ha terminado de asentarse definitivamente en el que es su debut largo, “11:11”, lanzado en febrero de este año, y siguiendo tan solo sutilmente algunas de las líneas abiertas en 2023 con la mixtape “Bubblegum”. Su concierto de anoche en la sala Clamores de Madrid –hoy actúa en Barcelona en Razzmatazz 3–, sin embargo, y aunque en general abrazara la euforia bailable que define su trabajo más reciente, dejó entrar muchos más matices, y expuso en apenas una hora las múltiples facetas que es capaz de mostrar la cantante irlandesa.
No es, en cualquier caso, algo siempre bueno del todo. La sensación final que queda es de batiburrillo, de hecho: demasiados géneros, demasiados guiños y demasiados motivos en tan poco tiempo, pese a que la ejecución sea buena y aún mejor la banda acompañante, con un bajista-teclista-saxofonista certero y un batería entregado que sufría para reproducir de forma orgánica los beats más raveros. Si el inicio del concierto se apega más al synthpop de enfoque indie de los primeros 2010, con melodías y teclados que recuerdan a Passion Pit y bajos que retrotraen a Metronomy –Josh Mount, por cierto, lleva tiempo declarándose fan de Biig Piig, e incluso contó con ella para un tema de la banda, “405”–, el final puede acercarse a Robyn, a ABBA y a Madonna, pero un poco como si las versionaran los Delaporte de hace unos años, usando el componente club como medio y no como fin. Y en el tránsito no se entienden del todo salidas más R&B, aunque funcionen. Ni mucho menos momentos más introspectivos vinculados a un pop-rap soulero y con detalles jazzy: quizá esa sección en la que la irlandesa cambia la entonación por el fraseo y demuestra sobradamente unas raíces españolas criadas, probablemente, en la música de la Mala Rodríguez –en “Roses And Gold” parece evidente– sea lo mejor del concierto, o lo peor para otros, pero queda desconectada en un conjunto que al final parece estar siempre performando la euforia, por mucho que se la viera sinceramente emocionada por debutar en una ciudad, Madrid, importante para ella.
Lo mismo sucede con los temas, como “Liahr”, más cercanos al drum’n’bass low key de la primera PinkPantheress, o con salidas deep house como “Ponytail”: piden intimidad y recogimiento, y al final quedan como simples trámites en una sesión demasiado ajetreada, a la que le vendría mejor más tiempo para degustarse y tranquilidad para elaborarse. En muchos casos las canciones, que funcionan estupendamente como píldoras rápidas en un contexto doméstico, se quedaban en directo en coitus interruptus porque acababan justo cuando la banda había empezado a carburar; en otros directamente proponían algo que luego nunca terminaban de cumplir: “Switch”, por ejemplo, activó un modo más post-punk en la encrucijada entre Bloc Party y Metric, pero cualquier atisbo de esa energía se diluyó en el aire, de nuevo en beats más sintéticos o en atmósferas R&B, pero también de nuevo sin caer del todo en ningún ambiente.
Más allá de esto, y de todo lo estrictamente musical, se agradece ver que proyectos como este, deliberadamente pop y firmado con una multinacional, hablan claramente del genocidio de la población palestina y reconocen el enorme poder que decir las cosas con claridad puede tener en cualquier contexto, por pequeño que pueda parecer. Los irlandeses, siempre cumpliendo en este sentido.
Abrió la noche la cantante barcelonesa de origen castellano-leonés Cristina Len con su mezcla de ritmos urbanos, electrónica industrial y deconstruida y neofolclore, y dio un concierto correcto pero algo disonante en cuanto a su actitud, o demasiado calculado: la música pide o una solemnidad oscura, distante y malrollera o una entrega apasionada, exagerada, pero ella se queda en un intermedio teatral que no termina de decir mucho, que no hace del todo vívidas las intensidades emocionales sobre las que canta. La propuesta es interesante, en cualquier caso, arriesgada, y está bien producida. Es, a día de hoy, solo un problema de enfoque escénico, que en los tiempos que corren también puede entenderse como un problema de recursos y medios. ∎