La puerta de escape que le permitiría entrever las praderas de la felicidad a plazo fijo se abrió por un golpe de fortuna. Lo que andaba buscando era un puñado de dólares ganados bailando cada noche para la concurrencia, y quizá imprevisibles suplementos derivados del alterne íntimo. Pero el dueño del cafetín no se sintió encandilado por los contoneos de Billie.
“Oye, ¿sabes cantar?”. Probaría. Del mismo modo que hay biografías que comienzan bastante antes de nacer –
“Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía 18 años, ella 16 y yo 3”–, algunas carreras artísticas, más que de la voluntad del afectado, parecen arrancar del mismo Olimpo.
Era necesario ocultar a los representantes del orden establecido la existencia de clubes clandestinos. No podían usarse micrófonos ni altavoces para magnificar la voz. La única posibilidad pasaba por recorrer el local, de mesa en mesa, mientras se iba cantando. Cada mesa era un mundo, una masa vital concreta y una nube sonora muy precisa. Así aprendió
Billie Holiday a cantar una misma canción de cuarenta formas distintas, reajustando una y otra vez inflexión y matiz. O tal vez no lo aprendiera. Quizá la inspiración le llegase directamente de los dioses de la tragedia para reconducir su vagabundeo errante hacia praderas de feliz aislamiento, para que pudiera guiar en un futuro hasta ellas a las almas desgarradas por la pena, untar con cálidos ronroneos las llagas de la sufriente melancolía.
Por más voluntad que se ponga en el empeño, resulta imposible acercarse a Billie alejándose del drama. Pero la crispada existencia de Lady Day no se escribe con las tenues tintas del
melo –la vida es un tango, te quiero como en un bolero–, antes bien con los rudos aguafuertes de la catarsis greco-shakespeariana. Leer
“Lady Sings The Blues”, su inquietante autobiografía (escrita con William Dufty y publicada en 1956), mete el corazón en un puño y el cerebro en un torbellino. Por momentos se llega a creer en la imposibilidad de que tanta desgracia y malevolencia pudieran descargarse sobre un mismo ser humano. Y aquí es donde se agiganta su obra, confunde su belleza, fascina su fuerza, obsesiona su blues. Su peripecia vital parece surgida de una mente retorcida, esperpéntica, goyesca, amiga de la caricatura, de un sardónico cronista embelesado por el morbo del lado más negro e hiriente de la negritud. Con la piel de gallina y las lágrimas a flor de párpado, crece una irrefrenable desazón, mitad rabia, mitad desprecio, hacia la grosera mixtificación cinematográfica con que se pretendió plasmar el vía crucis de Billie. Sonrojo ajeno y eterno escarnio a la Lady Day que trasladó hasta las pantallas una meliflua Diana Ross. Los obsesionados de corazón jamás podrán perdonar tamaño insulto a una de las más aleccionadoras tragedias artísticas de nuestro siglo.