“Psychocandy”, “Screamadelica” y “XTRMNTR”: que alguien supere eso. Foto: Josie Hall
“Psychocandy”, “Screamadelica” y “XTRMNTR”: que alguien supere eso. Foto: Josie Hall

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Bobby Gillespie

“Creo que el rock se ha estancado en un discurso muy burgués”

11.03.2022

“Un chaval de barrio”, el primer volumen de memorias del líder de Primal Scream, nos permite conocer mejor a un artista que ha marcado el devenir de la música rock de las últimas cuatro décadas en más de una ocasión. Pese a su indudable condición estelar, el músico escocés sigue teniendo muy claro qué cosas importan.

Lo primero que sorprende de Bobby Gillespie (Glasgow, 1962) es que le siguen importando las cosas. No me malinterpreten: no es que diera por hecho que a estas alturas el líder de Primal Scream tuviera que abandonarse a la indolencia; es que la experiencia nos demuestra que las estrellas de su calibre terminan ahogadas en Xanax, haciendo anuncios grotescos o, en general, viendo la vida desde ese planeta paralelo que habitan. Gillespie ha hecho de todo: desde ser un joven al que el punk le cambió la vida hasta tocar la batería con The Jesus And Mary Chain en el crucial “Psychocandy” (1985). Pasó de hacer indie pop perfecto (aquel “Velocity Girl” del C86) a crear la fusión perfecta entre los Stones y el MDMA en Screamadelica” (1991). De ahí saltó de definir el final (malrollero) de la gran rave noventera en “XTRMNTR” (2000) a hacer duetos con Kate Moss. Todo lo que uno pueda tener en mente cuando piensa en estrellas del rock forma parte del álbum de recuerdos de Gillespie. Todo. La cocaína, los hoteles de lujo, el “reinventarse creativamente”, los líos con discográficas, los álbumes grabados en “los viejos estudios de Memphis en formato analógico, con la banda tocando en directo”. No hay cliché que se haya saltado.

Por eso sorprende enormemente la mezcla de modestia, genuino entusiasmo y compromiso que hay en sus palabras, tanto escritas como habladas. Si algo destaca en Un chaval de barrio” –recién publicado por Contra y traducido por un histórico del indie español como Ibon Errazkin– es que, frente al solipsismo narcisista de la cultura rockera, Gillespie no ha dejado nunca de pensar en su entorno y en sus raíces. Que sabe de dónde viene y dónde está. A lo largo del libro –y de la entrevista– se muestra, en el fondo, tan músico como fan, tan rockstar como ciudadano de a pie, tan consciente de sus privilegios como obrero en sus modos y en sus formas de pensar.

Bobby, a los 10 años. Colección del autor.
Bobby, a los 10 años. Colección del autor.


Este primer tomo de tus memorias, que llega hasta 1991, hace mucho hincapié en la identidad obrera en el Glasgow de los 70 y los 80. ¿Cómo crees que ha cambiado desde entonces?

Ha habido un cambio radical en las últimas cuatro décadas. Sobre todo desde que Margaret Thatcher llegó al poder. Declaró una guerra total contra los movimientos sindicales y las estructuras sociales de la clase obrera. Thatcher pensaba que el pueblo había llegado a tener demasiado poder, y ella y su equipo trazaron un plan para revertir muchos de los derechos por los que la gente había estado peleando durante dos siglos. Su objetivo último era bajar los salarios y desregular la economía, maximizar los beneficios para la patronal, regresar a estructuras económicas anteriores a toda la lucha obrera. Lo hizo de una forma muy inteligente, empezó yendo a por la minería y poco a poco fue derrotando a los poderes sindicales de cada sector, uno a uno. Atomizándolos, porque había sindicatos muy potentes, pero al ir exclusivamente contra cada sector, de forma individual… Y así consiguió que el Reino Unido llegara a la legislación laboral más regresiva, prácticamente, de toda Europa occidental. Eso ha afectado socialmente muchísimo.

Y no ha cambiado demasiado con el paso de los años, ¿verdad?

No, no, para nada. Cuando Tony Blair entró a gobernar mantuvo exactamente las mismas leyes contra los sindicatos. De verdad creo que consiguieron en 40 años reventar la idea de solidaridad de clase. Ahora prácticamente no existe. Reagan y Thatcher empezaron una guerra y la ganaron. Hemos llegado a un punto en el que solo hay batallas puntuales. Hace relativamente poco hubo un par de huelgas de basureros en Coventry y Glasgow que fueron un éxito. Ese es el camino que hay que seguir, y todos los trabajadores tenemos que estar con los sectores que decidan sindicarse y protestar.


“Es normal hasta cierto punto que la gente abrace posiciones de derecha: les dan soluciones sencillas a problemas complejos y, mientras tanto, la izquierda está callada. Le echan la culpa a la inmigración y la gente canaliza su ira por ahí. La izquierda ha perdido la capacidad de imaginar mundos mejores. Joder, somos mejores que los fascistas, mostremos al mundo ideas nuevas, emocionantes, convenzamos de que es la forma de que las cosas mejoren”


¿Eres optimista cuando piensas en el futuro?

A veces es difícil serlo. Cada vez hay más falsos autónomos trabajando para empresas de reparto que trabajan con Amazon, o para Uber y compañías de ese estilo. Es difícil que la gente se asocie y pelee por sus derechos si se les obliga a cambiar constantemente de empresa, o si trabajan desde casa y no conocen en persona a sus compañeros. Pero, igual que la tecnología nos ha atomizado, creo que a lo largo de este siglo la clase obrera encontrará nuevas formas de asociarse gracias a esa misma tecnología.

En el libro citas a John Lydon cuando este menciona que la rabia es el combustible de su energía creativa. ¿Sigues funcionando a base de ira?

Tengo que ser realista, no es la misma ira que cuando tenía 20 años y veía la mierda que sucedía a mi alrededor. Me ha ido bien en la música, desde el punto de vista del capitalismo estoy en una posición muy privilegiada, a mi grupo le ha ido estupendamente. Pero creo que no he perdido una conciencia social que me parece importante. Vivimos bajo regímenes que de formas sutiles son muy autoritarios. Aquí en el Reino Unido el parlamento acaba de aprobar una ley que restringe el derecho de manifestación. Los tories votaron a favor y los laboristas se abstuvieron. Vamos de camino hacia formas de gobierno mucho más autoritarias de lo que creíamos hace años y la mayor parte del tiempo no nos damos cuenta, yo el primero. Y eso sí que me sigue poniendo de mala hostia y sigue alimentando mis canciones y las cosas que escribo. Hay ira, hay frustración, hay observación y hay empatía. Esos son los componentes principales, creo. Y creo que como artista tengo una cierta responsabilidad de avisar de las cosas que percibo.

¿De crear una conciencia colectiva?

Sí. Los músicos estamos a la vanguardia de ese tipo de cosas. Quiero decir, estoy en una posición muy privilegiada, tengo mucho tiempo para pensar en cómo funcionan las cosas. Si estuviera en un curro de mierda fregando oficinas, es normal que no le diera tantas vueltas a según qué cosas; estaría demasiado preocupado intentando sacar el dinero suficiente para dar de comer a mi familia. Qué menos que usar mi privilegio para intentar entender las cosas que pasan, ¿no?

Primera sesión de fotos de Primal Scream, en 1984: Bobby, segundo por la izquierda. Foto: Karen Parker
Primera sesión de fotos de Primal Scream, en 1984: Bobby, segundo por la izquierda. Foto: Karen Parker


A lo largo del libro hablas mucho de los 70 y los 80 británicos como un lugar hiperviolento, en la escuela y en las calles. ¿Crees que esa tensión violenta sigue existiendo en el Reino Unido?

Sí que existe. Es resultado de la pobreza. Sigue habiendo esa tendencia a las pandillas violentas de adolescentes, no creo que sea algo intrínsecamente británico, aunque sí que se sigue dando. Se ve en las noticias, en los apuñalamientos que hay constantemente en Londres. Es una violencia social que está por todas partes. Si no pintas nada en la sociedad tal y como está montada entras en una espiral de nihilismo; la violencia sale de ahí. Si ves que hagas lo que hagas no hay un futuro digno es cuando te dejas llevar por el alcohol, las drogas, la vida salvaje, empiezas a robar en sitios porque, en el fondo, ¿qué más da? Esa violencia es una reacción a una estructura social en la que se ve claramente que no hay igualdad de oportunidades entre la clase obrera y la clase media, incluso entre esta y los ricos de verdad. A más desigualdad, más violencia. Y eso lo ves en el rumbo que han tomado las cosas en el Reino Unido, pero también en Francia o en Alemania, por no hablarte de cómo son las cosas en Estados Unidos. Es normal hasta cierto punto que la gente abrace posiciones de derecha: les dan soluciones sencillas a problemas complejos y, mientras tanto, la izquierda está callada. Le echan la culpa a la inmigración y la gente canaliza su ira por ahí. La izquierda ha perdido la capacidad de imaginar mundos mejores. Joder, somos mejores que los fascistas, mostremos al mundo ideas nuevas, emocionantes, convenzamos de que es la forma de que las cosas mejoren.

¿Te sentías más representado cuando Jeremy Corbyn era el líder laborista?

Claro, claro. Yo y prácticamente todo mi entorno apoyábamos a Corbyn y a Momentum. Fue una esperanza dentro de la catástrofe que es la izquierda británica. Sobre todo porque dejaba claro que hay que estar siempre en una cruzada para mejorar el mundo. ¿Cómo no apoyarlo? Lo que pasa es que Corbyn no era el líder adecuado. Es un gran tío y un gran político, pero no el líder que necesitamos.


“Pienso en el jungle, en el sello Mo’ Wax, en Massive Attack, en la evolución de la electrónica. Yo no participé en esas cosas en la medida en la que había participado en el punk o en el acid house, donde estuve muy metido. Los Primal Scream veíamos todo eso desde un lado, pero nos gustaba mucho más que el britpop”


¿Hubieras querido una especie de Corbyn más joven?

Sí, algo así. Mal que me pese, la horizontalidad en la política no termina de funcionar. Necesitamos jerarquías y líderes, gente con ideas y carisma, que sean como estrellas del rock pero comprometidas con el cambio político radical. Necesitamos un nuevo Malcolm X.

O una Thatcher de izquierdas.

Algo así. A su manera, y para su público, Thatcher era una estrella del rock. Hablaba hace unos días con un amigo que me comentaba que era una pena que Dominic Cummings no trabajara para la izquierda. Está claro que necesitamos gente en la izquierda que haga que las cosas cambien, que conecte con la gente y que haga sentir que como colectivo son agentes del cambio social, que pueden mejorar sus vidas y el mundo que los rodea. Que la política puede consistir en gente que se ríe de ellos. Los partidos socialdemócratas nos han ido quitando poco a poco esa noción de que somos nosotros como ciudadanos los que podemos cambiar las cosas.

Ese sentimiento revolucionario está muy presente en el libro, en cómo percibes la música y su evolución. ¿Para ti ha habido en los últimos 30 años momentos tan rupturistas como el punk en 1977 o el acid house en 1989?

Bueno. En los 90, que los viví muy intensamente, hubo cosas muy emocionantes en el Reino Unido. Pienso en el jungle, en el sello Mo’ Wax, en Massive Attack, en la evolución de la electrónica. Yo no participé en esas cosas en la medida en la que había participado en el punk o en el acid house, donde estuve muy metido. Los Primal Scream veíamos todo eso desde un lado, pero nos gustaba mucho más que el britpop. Esas pequeñas escenas, muchas veces locales, tenían valores y proyectos mucho más interesantes.

Bobby y Andrew Innes (Primal Scream): respetos monárquicos. Foto: Grant Fleming
Bobby y Andrew Innes (Primal Scream): respetos monárquicos. Foto: Grant Fleming


¿Más experimentales, menos nostálgicos?

Sí, sí. Igual no fueron algo tan grande como el punk a niveles cuantitativos, pero fue una revolución que venía de la clase obrera negra británica. Mezclaban elementos de la cultura jamaicana, de la nigeriana, con toda la electrónica, con muchas cosas. No es mi cultura, ni racial ni generacionalmente, pero no podía dejar de interesarme. Mis hijos, que tienen más o menos 20 años, están mucho más metidos; es con lo que han crecido, sobre todo con el grime. Precisamente cuando Corbyn era el candidato laborista pensé: “Joder, qué bien que Stormzy esté apoyando públicamente”. Es uno de los músicos más importantes de este país y está ahí fuera haciendo campaña mientras la mayor parte de los rockeros de mi generación están calladitos. Raperos como él o como Dave crecieron en viviendas de protección oficial, vienen de la pura clase obrera. Muchos grupos de rock vienen de la burguesía. En el sistema de clases británico las diferencias son tan pronunciadas que es inevitable que en tu discurso artístico esté el marcador de clase. Y creo que el rock se ha estancado en un discurso muy burgués. Y ojo, con esto no quiero decir que solo se produzca arte valioso desde las clases bajas. No todo tiene por qué ser protesta, violencia, ira, agresividad. Hay sitio para todos los discursos. Pero es que el rock se ha quedado estancado en uno muy concreto. El punk, el jungle, el grime, el rockabilly, el funk o el soul son expresiones proletarias. Que luego se mezclan con discursos artísticos de clases más privilegiadas.


“Hay muchos debates importantes sobre Spotify. Paga poquísimo a los artistas, eso es lo primero. Pero es que tiene un monopolio de facto. Es como si fuera la única fábrica que hay en la ciudad, no puedes ir a trabajar a otra. Es como si estuviéramos al principio de la revolución industrial, en una especie de época tecno-feudal”


Se alimentan el uno al otro, ¿no?

Claro. Mira a Roxy Music. Por un lado, estaban Bryan Ferry y Brian Eno, que eran chicos de clase obrera. Por el otro Phil Manzanera y Andy Mackay, dos chavales de clase media. Y ahí había una tensión muy interesante. Y luego estaba Paul Thompson, el batería. Esa mala hostia sólo puede venir de alguien de clase obrera. Esa mezcla de clases sociales y de culturas dio lugar a una forma de música totalmente nueva.

Y como músico, ¿qué rol tienen ahí los sindicatos? Por ejemplo, frente a Spotify, con cosas como lo que han hecho Neil Young y Joni Mitchell.

Es un ejemplo complicado el de Neil. Porque es que lleva teniendo mucho éxito desde los 70, puede hacer lo que le dé la gana. Es que incluso tiene su propio canal de distribución, los Neil Young Archives, en los que tú pagas un dinero y tienes acceso a todo su catálogo. Pero lo puede hacer porque es el puto Neil Young. La mayor parte de la gente no tiene ese privilegio. Y no me malinterpretes, me parece muy bien que un artista tan querido y exitoso tome esa decisión y se rebele, porque no tendría por qué. Pero hay muchos debates importantes sobre Spotify. Paga poquísimo a los artistas, eso es lo primero. Pero es que tiene un monopolio de facto. Es como si fuera la única fábrica que hay en la ciudad, no puedes ir a trabajar a otra. Es como si estuviéramos al principio de la revolución industrial, en una especie de época tecno-feudal. Las cosas han cambiado rapidísimo en la industria musical y los trabajadores aún no hemos sido capaces de organizarnos en este nuevo marco. Los artistas no tenemos aún nuestra plataforma, y nunca hemos negociado directamente con Spotify.

Comunión psíquica con Lord Sabre (Andrew Weatherall; fallecido en 2020). Foto: Grant Fleming
Comunión psíquica con Lord Sabre (Andrew Weatherall; fallecido en 2020). Foto: Grant Fleming


Solo con las discográficas como intermediarios, ¿verdad?

Sí, vendieron los derechos de explotación digital de nuestras canciones antes de que supiéramos cómo iban a funcionar las plataformas de streaming. No hay más que ver quiénes fueron los primeros inversores en Spotify: las multinacionales del disco. Por eso Spotify se podía permitir tener pérdidas al principio. Y en toda esta historia los músicos, que somos los trabajadores, no tuvimos voz ninguna. En algún momento nos tendremos que organizar, nos tendremos que sindicar y tendremos que negociar. Y en esto tenemos que unirnos independientemente de cómo les vaya a nuestros proyectos musicales. Tengas mil o un millón de seguidores en Spotify, todos juntos. Si dos, tres artistas se van de Spotify, no les haces daño. Pero si varios centenares o incluso miles de artistas amenazan con irse, eso es otra historia.

En tu carrera musical el cambio ha sido una constante. ¿Sientes que los grupos de tu generación fueron más conservadores o te sentiste acompañado en tu viaje musical?

La mayor parte de grupos de rock han sido muy conservadores estilísticamente. En los 90 nos sentíamos más identificados con, qué sé yo, Tricky o Massive Attack, que con los otros grupos de guitarras. Obviamente hay excepciones. Yo veo a Nick Cave, escucho sus últimos discos, y veo que sigue planteándose retos en discos como “CARNAGE” (2021) o “Ghosteen” (2019). Y lo respeto muchísimo. Sigue teniendo esa mentalidad que reta tanto al oyente como a sí mismo. O por ejemplo Paul Weller, que hace poco me enseñó unas canciones nuevas y noté que le importaba mucho mi opinión. Joder, eres Paul Weller, llevas más de 40 años sacando canciones increíbles y sigues nervioso por las nuevas canciones que estás haciendo. Eso me inspira y me resulta muy admirable. Paul tenía el grupo más exitoso del Reino Unido, The Jam, y decidió separarlo y empezar a hacer algo muy distinto con The Style Council porque creativamente lo necesitaba. Y se llevó por delante a la mitad de su público, pero valió la pena. Es lo que me gusta de mis artistas favoritos. Que no hagan cosas cómodas, complacientes. ¿Para qué vas a repetir cosas que ya hiciste en el pasado? ¿Qué interés tiene? Si no tienes nada nuevo que decir no digas nada, espera a tener ideas nuevas. No vale para nada forzarse. ∎

Vida de este chico

“Un chaval de barrio”
(Contra, 2022)

El género “memorias de estrella del rock” es un territorio pantanoso por diferentes razones: tendencias megalómanas, lágrimas de cocodrilo sobre épocas turbulentas, prosa de analfabeto funcional o episodios de mezquindad y miseria moral excusados con balones fuera. Al mantenerse ajeno a estas tendencias, “Un chaval de barrio” (“Tenement Kid”, 2021; Contra, 2022) resulta estimulante. Bobby Gillespie va matizando su experiencia personal con un análisis mesurado de los diversos entornos en los que se movió entre la infancia y la salida al mercado del revolucionario “Screamadelica”. El primer tomo de sus memorias reescribe la gran narrativa que entronca el glam con el punk, el punk con el indie pop primigenio y este último con el acid house. Lo hace desde un equilibrio muy logrado entre lo confesional, lo analítico, el orgullo de quien se sabe parte de algo importante y brochazos de humor que desmitifican la parte más banal de la liturgia rock.

El relato se apoya en su edición española en una excelente traducción de Ibon Errazkin. La elección de traductor es muy afortunada, sobre todo si tenemos en cuenta que de los primerísimos Aventuras de Kirlian a los Primal Scream prepantalones de cuero va un camino muy corto. El aspecto más meritorio del libro es, precisamente, cómo compensa la conciencia de haber estado detrás de momentos importantes de la historia del rock (¿cuántos músicos pueden presumir de haber estado detrás de tres discos tan radicalmente distintos y exitosos como “Psychocandy”, “Screamadelica” y “XTRMNTR”?) con dosis de conciencia de clase y análisis fino de la idiosincrasia británica. A ratos el libro consigue funcionar incluso como una especie de vínculo improbable entre teóricos del rock como Simon Reynolds o el añorado Mark Fisher y los textos autobiográficos de músicos como John Lydon o Viv Albertine. Un éxito sin paliativos. ∎

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