Este primer tomo de tus memorias, que llega hasta 1991, hace mucho hincapié en la identidad obrera en el Glasgow de los 70 y los 80. ¿Cómo crees que ha cambiado desde entonces?
Ha habido un cambio radical en las últimas cuatro décadas. Sobre todo desde que Margaret Thatcher llegó al poder. Declaró una guerra total contra los movimientos sindicales y las estructuras sociales de la clase obrera. Thatcher pensaba que el pueblo había llegado a tener demasiado poder, y ella y su equipo trazaron un plan para revertir muchos de los derechos por los que la gente había estado peleando durante dos siglos. Su objetivo último era bajar los salarios y desregular la economía, maximizar los beneficios para la patronal, regresar a estructuras económicas anteriores a toda la lucha obrera. Lo hizo de una forma muy inteligente, empezó yendo a por la minería y poco a poco fue derrotando a los poderes sindicales de cada sector, uno a uno. Atomizándolos, porque había sindicatos muy potentes, pero al ir exclusivamente contra cada sector, de forma individual… Y así consiguió que el Reino Unido llegara a la legislación laboral más regresiva, prácticamente, de toda Europa occidental. Eso ha afectado socialmente muchísimo.
Y no ha cambiado demasiado con el paso de los años, ¿verdad?
No, no, para nada. Cuando Tony Blair entró a gobernar mantuvo exactamente las mismas leyes contra los sindicatos. De verdad creo que consiguieron en 40 años reventar la idea de solidaridad de clase. Ahora prácticamente no existe. Reagan y Thatcher empezaron una guerra y la ganaron. Hemos llegado a un punto en el que solo hay batallas puntuales. Hace relativamente poco hubo un par de huelgas de basureros en Coventry y Glasgow que fueron un éxito. Ese es el camino que hay que seguir, y todos los trabajadores tenemos que estar con los sectores que decidan sindicarse y protestar.
A lo largo del libro hablas mucho de los 70 y los 80 británicos como un lugar hiperviolento, en la escuela y en las calles. ¿Crees que esa tensión violenta sigue existiendo en el Reino Unido?
Sí que existe. Es resultado de la pobreza. Sigue habiendo esa tendencia a las pandillas violentas de adolescentes, no creo que sea algo intrínsecamente británico, aunque sí que se sigue dando. Se ve en las noticias, en los apuñalamientos que hay constantemente en Londres. Es una violencia social que está por todas partes. Si no pintas nada en la sociedad tal y como está montada entras en una espiral de nihilismo; la violencia sale de ahí. Si ves que hagas lo que hagas no hay un futuro digno es cuando te dejas llevar por el alcohol, las drogas, la vida salvaje, empiezas a robar en sitios porque, en el fondo, ¿qué más da? Esa violencia es una reacción a una estructura social en la que se ve claramente que no hay igualdad de oportunidades entre la clase obrera y la clase media, incluso entre esta y los ricos de verdad. A más desigualdad, más violencia. Y eso lo ves en el rumbo que han tomado las cosas en el Reino Unido, pero también en Francia o en Alemania, por no hablarte de cómo son las cosas en Estados Unidos. Es normal hasta cierto punto que la gente abrace posiciones de derecha: les dan soluciones sencillas a problemas complejos y, mientras tanto, la izquierda está callada. Le echan la culpa a la inmigración y la gente canaliza su ira por ahí. La izquierda ha perdido la capacidad de imaginar mundos mejores. Joder, somos mejores que los fascistas, mostremos al mundo ideas nuevas, emocionantes, convenzamos de que es la forma de que las cosas mejoren.
¿Te sentías más representado cuando Jeremy Corbyn era el líder laborista?
Claro, claro. Yo y prácticamente todo mi entorno apoyábamos a Corbyn y a Momentum. Fue una esperanza dentro de la catástrofe que es la izquierda británica. Sobre todo porque dejaba claro que hay que estar siempre en una cruzada para mejorar el mundo. ¿Cómo no apoyarlo? Lo que pasa es que Corbyn no era el líder adecuado. Es un gran tío y un gran político, pero no el líder que necesitamos.
¿Más experimentales, menos nostálgicos?
Sí, sí. Igual no fueron algo tan grande como el punk a niveles cuantitativos, pero fue una revolución que venía de la clase obrera negra británica. Mezclaban elementos de la cultura jamaicana, de la nigeriana, con toda la electrónica, con muchas cosas. No es mi cultura, ni racial ni generacionalmente, pero no podía dejar de interesarme. Mis hijos, que tienen más o menos 20 años, están mucho más metidos; es con lo que han crecido, sobre todo con el grime. Precisamente cuando Corbyn era el candidato laborista pensé: “Joder, qué bien que Stormzy esté apoyando públicamente”. Es uno de los músicos más importantes de este país y está ahí fuera haciendo campaña mientras la mayor parte de los rockeros de mi generación están calladitos. Raperos como él o como Dave crecieron en viviendas de protección oficial, vienen de la pura clase obrera. Muchos grupos de rock vienen de la burguesía. En el sistema de clases británico las diferencias son tan pronunciadas que es inevitable que en tu discurso artístico esté el marcador de clase. Y creo que el rock se ha estancado en un discurso muy burgués. Y ojo, con esto no quiero decir que solo se produzca arte valioso desde las clases bajas. No todo tiene por qué ser protesta, violencia, ira, agresividad. Hay sitio para todos los discursos. Pero es que el rock se ha quedado estancado en uno muy concreto. El punk, el jungle, el grime, el rockabilly, el funk o el soul son expresiones proletarias. Que luego se mezclan con discursos artísticos de clases más privilegiadas.
Solo con las discográficas como intermediarios, ¿verdad?
Sí, vendieron los derechos de explotación digital de nuestras canciones antes de que supiéramos cómo iban a funcionar las plataformas de streaming. No hay más que ver quiénes fueron los primeros inversores en Spotify: las multinacionales del disco. Por eso Spotify se podía permitir tener pérdidas al principio. Y en toda esta historia los músicos, que somos los trabajadores, no tuvimos voz ninguna. En algún momento nos tendremos que organizar, nos tendremos que sindicar y tendremos que negociar. Y en esto tenemos que unirnos independientemente de cómo les vaya a nuestros proyectos musicales. Tengas mil o un millón de seguidores en Spotify, todos juntos. Si dos, tres artistas se van de Spotify, no les haces daño. Pero si varios centenares o incluso miles de artistas amenazan con irse, eso es otra historia.
En tu carrera musical el cambio ha sido una constante. ¿Sientes que los grupos de tu generación fueron más conservadores o te sentiste acompañado en tu viaje musical?
La mayor parte de grupos de rock han sido muy conservadores estilísticamente. En los 90 nos sentíamos más identificados con, qué sé yo, Tricky o Massive Attack, que con los otros grupos de guitarras. Obviamente hay excepciones. Yo veo a Nick Cave, escucho sus últimos discos, y veo que sigue planteándose retos en discos como “CARNAGE” (2021) o “Ghosteen” (2019). Y lo respeto muchísimo. Sigue teniendo esa mentalidad que reta tanto al oyente como a sí mismo. O por ejemplo Paul Weller, que hace poco me enseñó unas canciones nuevas y noté que le importaba mucho mi opinión. Joder, eres Paul Weller, llevas más de 40 años sacando canciones increíbles y sigues nervioso por las nuevas canciones que estás haciendo. Eso me inspira y me resulta muy admirable. Paul tenía el grupo más exitoso del Reino Unido, The Jam, y decidió separarlo y empezar a hacer algo muy distinto con The Style Council porque creativamente lo necesitaba. Y se llevó por delante a la mitad de su público, pero valió la pena. Es lo que me gusta de mis artistas favoritos. Que no hagan cosas cómodas, complacientes. ¿Para qué vas a repetir cosas que ya hiciste en el pasado? ¿Qué interés tiene? Si no tienes nada nuevo que decir no digas nada, espera a tener ideas nuevas. No vale para nada forzarse. ∎

El género “memorias de estrella del rock” es un territorio pantanoso por diferentes razones: tendencias megalómanas, lágrimas de cocodrilo sobre épocas turbulentas, prosa de analfabeto funcional o episodios de mezquindad y miseria moral excusados con balones fuera. Al mantenerse ajeno a estas tendencias, “Un chaval de barrio” (“Tenement Kid”, 2021; Contra, 2022) resulta estimulante. Bobby Gillespie va matizando su experiencia personal con un análisis mesurado de los diversos entornos en los que se movió entre la infancia y la salida al mercado del revolucionario “Screamadelica”. El primer tomo de sus memorias reescribe la gran narrativa que entronca el glam con el punk, el punk con el indie pop primigenio y este último con el acid house. Lo hace desde un equilibrio muy logrado entre lo confesional, lo analítico, el orgullo de quien se sabe parte de algo importante y brochazos de humor que desmitifican la parte más banal de la liturgia rock.
El relato se apoya en su edición española en una excelente traducción de Ibon Errazkin. La elección de traductor es muy afortunada, sobre todo si tenemos en cuenta que de los primerísimos Aventuras de Kirlian a los Primal Scream prepantalones de cuero va un camino muy corto. El aspecto más meritorio del libro es, precisamente, cómo compensa la conciencia de haber estado detrás de momentos importantes de la historia del rock (¿cuántos músicos pueden presumir de haber estado detrás de tres discos tan radicalmente distintos y exitosos como “Psychocandy”, “Screamadelica” y “XTRMNTR”?) con dosis de conciencia de clase y análisis fino de la idiosincrasia británica. A ratos el libro consigue funcionar incluso como una especie de vínculo improbable entre teóricos del rock como Simon Reynolds o el añorado Mark Fisher y los textos autobiográficos de músicos como John Lydon o Viv Albertine. Un éxito sin paliativos. ∎