Un músico talentoso del siglo pasado lo confesaba hace poco: “A Tino Casal no le hacíamos ni caso porque, como llevaba barba, no nos parecía nada moderno”. Prejuicios como ese, y otros de similar simpleza, situaron a Casal en una tierra de nadie y lo convirtieron en una isla misteriosa y rutilante, en un eco voraz ajeno a la movida (pese a que su casa fue colchón y fogón de los mejores polvos y platos de esa historia) y distante (por distinto) de la escena oficial del pop español. Algo que quizá fue una suerte para su actividad creativa, una circunstancia perfecta para recrearse y disfrutar de su auténtica inautenticidad, concepto acuñado por Lawrence Grossberg y citado en uno de los estudios más sorprendentes que se han hecho sobre la obra del artista asturiano: “Tino Casal y la modernización del pop español en los años ochenta” (Anuario Musical nº 74, 2019). Sus autoras, Sara Arenillas y Diana Díaz, lo explican así: “La sensibilidad posmoderna de los 80 se habría erigido, pues, sobre la conciencia de que los productos culturales habían perdido su aura de ‘autenticidad’, siendo todos igual de artificiales, falsos o inauténticos”.
La historia de Casal es, básicamente, la aventura de un artista total. El viaje de Casal fue una odisea interior, de la que apenas llegaron al gran público las luces más cegadoras y los sonidos más agudos.
Tras un breve paso por el grupo Los Zafiros Negros, José Celestino Casal (Tudela Veguín, Asturias, 11 de febrero de 1950 - Madrid, 22 de septiembre de 1991) sacudió el pop amable de Los Archiduques y lo salpicó con recursos vocales y estéticos más cercanos a otro noble que años más tarde se convertiría también en Duque, en Duque Blanco: David Bowie sería, junto a los Roxy Music, el gran referente artístico de Casal.
La discografía de Los Archiduques (rescatada, como toda la obra de Casal, por Lemuria, discográfica a la que volveremos al final de este texto) incluye una joya titulada “Lamento de gaitas”, versión de “I Love How You Love Me”, de Barry Mann y Larry Kolber.
La voz de Casal, poderosa y torrencial, solía provocar un desvío en la estrategia comercial: productores y locutores lo situaban en la categoría de vozarrones como los de Nino Bravo, Camilo Sesto, Juan Bau y otros latinos del Levante español. Por eso, quizá, Casal tomó las de Benidorm, o más bien fue obligado a acudir a su festival, donde quedó en un gratificante segundo lugar (ganar, tal vez, hubiese resultado un tanto grosero) en 1978, con “Emborráchate”.
Bajo la etiqueta ocre del género melódico, Casal grabó dos 7” con cuatro canciones bien hechas y mejor interpretadas. De una de ellas, la citada “Emborráchate”, rodó un impagable vídeo, fusión del hálito kitsch y la raíz lugareña.
Constreñido y cabreado con su rumbo, Casal se desprendió del “Tino” (¿se podría decir que tuvo un “desprendimiento de retino”?) y se arrojó a crear una identidad singular durante toda una década. De alguna manera fue el reflejo perfecto de la locura, el despiste, el pastiche y la pasión de los años 80. Y, también, un testigo fiel de la soledad que exige la diferencia.
Tras la publicación de “Histeria”, Casal se agota por el modelo de negocio que empieza a definir el sector musical, y pasa dos años pintando, siempre de noche, a menudo desnudo. Como los pájaros.
Y, entonces, Casal se mata. En un accidente de tráfico que ya ha sido muchas veces muy mal contado. Casal muere incoherentemente, pero libre. Bailar hasta morir es casi lo mismo que morir después de bailar toda la noche.
Escribir sobre Casal es siempre una reducción, una traición. Durante estos 30 años no han faltado devotos que se han esforzado en evitar que lo olviden. Remezclas, documentales, webs, blogs, exposiciones y libros tan bellos como aquel “Oro negro. 25 años sin Tino Casal”, editado en 2016 a través de una campaña de micromecenazgo.
Esta revisión prescinde de esa eclosión de reconocimientos, y ni siquiera tiene espacio para recordar su faceta de productor (de Obús, Vídeo, Goma de Mascar…), pero se detiene, necesariamente, en la inmensa labor de un tipo que nació el mismo año en el que Casal murió: Pablo Lacárcel, director del sello Lemuria, que publicó en 2019 la mejor y más completa y respetuosa recopilación sobre Tino Casal, “Integral” y, en 2020, el disco perdido “Origen”. Agotados poco después de su lanzamiento, Lacárcel se resiste a plantearse una reedición, ni siquiera al hilo del aniversario de su adiós. “Tengo discos alimenticios, pero otros, como esto que hice de Tino, los hago por pasión, no por interés económico –explica Lacárcel–. Cuando publiqué ‘Origen’ se agotó todo en la preventa, y también se vendieron todas las copias de ‘Integral’, pero no los reeditaré, porque los hice solo porque creo que Tino Casal es alguien que merece mucha más repercusión de la que tiene”.
“Origen” tiene una historia tan errática como la del propio Casal. Grabado en 1977 en Turín, casi en secreto, ha estado perdido más de 40 años hasta que una trabajadora de Warner Brasil encontró una bobina con una etiqueta en la que ponía “Celestino Casal”, y se la envió a Lacárcel, ya que este había rescatado un tema, “Volarás, volaré”, que cerraba esa grabación. “La verdad es que me parece un documento histórico que explica el tránsito del Tino Casal de los 60 y 70 al que arrasó en los 80. Me interesa mucho Casal como ejemplo de artista total. En España quizá solo se me ocurre Aute como ejemplo similar. Artistas que componen, escriben, cantan, diseñan, pintan… Casal no se entiende sin pensar en sus conversaciones infinitas con el pintor Antonio Villa Toro, que fue quien mejor lo entendió, lo acompañó y le enseñó a mirar el poder de los colores. Casal me parece tan buen pintor como músico. Incluso casi mejor, a la altura de Jackson Pollock o Basquiat”.
Esta obra maestra de Casal podría haberse titulado “Crónica de una soledad anunciada”. Una cubitera de hielo rojo derretido se parece demasiado a un depósito de sangre. Podría ser, por derecho y sugar, la primera de esta lista. Es tan bella como otros tiempos lentos magistrales de Casal: “Aquí en Viena” o “Un minuto más”. Porque es verdad: “las montañas de discos son mi salvación".
El cuarto y último número uno de Casal es esta versión de los hermanos Barry y Paul Ryan, que adelanta por la izquierda a la que grabaron The Damned y supone el mayor éxito de ventas de su trayectoria. Especialista en dibujar personajes fascinantes, la heroína de esta historia derrocha poderío y cabalga sobre un enjambre de referencias.
Fernando Trueba le pidió a JR un tema de Casal para su intrascendente película “Sal gorda” (1984). Casal propuso un tema excelente, fastuoso, idóneo para ilustrar la murga urbana de aquella década “prolijosa”, una aventura entre Tarzán y una de sus mímesis (o némesis), el tigre de la Malasia: Sandokán. La novelesca historia de una espía inclemente en un paraíso gradulux.
Sus primeros acordes ya empujan al abismo de la enajenación como antídoto vital. El Casal más salvaje y chic deja volar al viento sus zapatos infinitos, su glasé y sus rastas en la terraza del hotel Plaza de Madrid.
En esta ocasión, el tercer Número Uno de Casal llevaba el dorsal 6. Pura hipnosis y magia caleidoscópica, adicción fatal al trote rítmico y precursor de la velocidad que luego imprimiría en la bestial versión de “Eloise”, definiendo los patrones disco de muchos éxitos de los 90. A Casal le gustó tan poco lo de usar ese tema para la Vuelta que acabó hablando de los filetes de ternera hechos al modo “vuelta y vuelta” y solía presentarlo en directo como “Pánico en la sartén”.
El primer número uno de Casal no se parece a nada de lo que se ha compuesto ni antes ni después. Su lírica proxeneta-victimista no encuentra parangón ni en las cumbres de la blaxploitation. La canción comienza con este elocuente verso: “¿Quién te apartó de aquella sucia esquina?”, y el tercero es “¿Quién puso fin al precio en tu mirada?”.
Es complicado argumentar por qué este tema no ocupa el primer lugar de la lista. El segundo número uno de Casal supuso la entrada del pop español en la modernidad más escandalosa y provocativa. Aunque todo en ella evoca al “Don’t You Want Me” de The Human League, la cosa comenzó con The Supremes y su “Stop! In The Name Of Love”.
La trilogía de Berlín de Bowie y el “Why Can’t We Live Together” de Timmy Thomas se buscan y se encuentran para alentar este relato cruel del fracaso de la civilización. Tercer óleo del fascinante contraste que Casal supo conjugar entre la superficie del maquillaje y la lucidez tenebrosa.
Su presencia en este puesto se justifica por su atrevimiento y por ser el símbolo de la reinvención de Casal. Japón fue el primer destino de su imaginación, universal y cosmopolita, y esta canción es el matrix de un futuro agridulce, rasgado, muy precíborg. La canción favorita del repertorio de Casal para McNamara y Villa Toro.
La canción favorita del propio Casal, la “elegida”, como solía presentarla, es una distopía certera y amarga que no oculta una dosis de optimismo prudente. Casal se la dedicó a un niño: el hijo de su road manager. Cabe destacar, como señalan Díaz y Arenillas, “la introducción de la caja de ritmos analógica Roland –probablemente la Roland TR-66, si bien los créditos del álbum no lo especifican– que ya habían utilizado Roxy Music, en temas como ‘Dance Away’ del álbum ‘Manifesto’ (1979), y otras bandas de la new wave”. ∎