Yo por aquí y yo por allá. Foto: Pablo Asenjo
Yo por aquí y yo por allá. Foto: Pablo Asenjo

Concierto

El rollo mesiánico de Sen Senra: el musical

El ego y el artificio fueron los factores troncales en la presentación de “La última misa” en el Cartuja Center de Sevilla el pasado viernes, 17 de octubre. La minigira en que el músico gallego presenta su triple disco “PO-2054-AZ” se parece más a un (insulso) espectáculo teatral que a un concierto al uso. Continuará el 12 de diciembre en A Coruña (Coliseum), el 9 de enero en Valencia (Roig Arena) y el 30 de enero en Madrid (Movistar Arena).

Había una razonable expectación por lo que iba a deparar el espectáculo con que Sen Senra escenifica lo mostrado en los tres volúmenes de “PO-2024-AZ” (2023-2025), una obra conceptual demasiado ambiciosa para lo que deparaba su contenido real. Visto el primer concierto en el Cartuja Center de Sevilla –aproximadamente 2000 personas, que no llenaron el aforo pero se mostraron enfervorizadas–, todo consistió en un acto de fe: volumen de ambición similar, sustancia igual de escasa, pero casi todos los creyentes, previamente entregados a todo lo que hiciera el pontevedrés, compraron y disfrutaron una propuesta aparentemente arriesgada. “La última misa” viene a ser, en resumen, una obra de teatro musical en tres actos, sin músicos en escena y en la que, salvo alguna pequeña excepción, solo interpreta temas de esta última trilogía (unos 30 de los 51 publicados).

Todo comienza con un mensaje de audio, una voz en off de la madre o la abuela del cantante, mientras unos rótulos muestran el título “PO2054AZ. El origen”. En la gran pantalla de vídeo que ocupa toda la parte superior del escenario, una yuxtaposición de imágenes de la vida del protagonista desde su infancia. Al encenderse las luces, vemos un decorado con lo que parecen las paredes de una casa vista desde el exterior. Cristian Senra comienza a interpretar “No quiero ser un cantante” escondido tras una especie de monolito de cartón piedra. El público no le ve en el escenario, pero sí en la pantalla, enfocado por un cámara móvil al que sí vemos. Desde un lateral, se divisa otra cámara fija, con trípode, y súbitamente aparecen tres bailarinas y dos bailarines haciendo una coreografía. Ahí, en menos de dos minutos, ya ha mostrado todas las cartas del espectáculo. Pronto comprobaremos que apenas hay nada más. Bueno, podemos decir que arriesga un poco al quedarse, ya de buenas a primeras, el cantante solo en el escenario, sin bailarines y el único apoyo del cámara, que siempre encuentra tiros molones. De esa guisa, canta “Está sexy”, “Blue jeans y un crop trop” y, ya con toda la troupe, “Uno de eses gatos”, donde ya busca al público gritando “¡Sevilla!” y este se viene aún más arriba, después de karaokear con él prácticamente cada frase. Pero, a partir de ahí, todo sigue una línea plana bastante tediosa, con predominio aplastante de las baladas y pocas cosas que mantengan la atención. El carisma escénico de Cristian Senra no es suficiente para ello, y las canciones mucho menos. Podrían ser epatantes emocionalmente los efectos como de lluvia en las pantallas en “Familia”, pero se quedan en un cliché desperdiciado. Y, al final de este primer acto, “Da igual lo que diga la gente” concluye con unas voces enlatadas repitiendo el estribillo y un “solo de coreografía” que termina con los bailarines danzando sin música y haciendo como que posan para una fotografía que se vea en la pantalla.

Pretensiones no cumplidas. Foto: Pablo Asenjo
Pretensiones no cumplidas. Foto: Pablo Asenjo

Llega un interludio demasiado largo –con música ambiental como de ascensor– para cambiar el escenario e iniciar el segundo acto: “El emigrante”. Vuelven los vídeos retrospectivos y la voz en off de la madre o la abuela, y ahora vemos el interior de lo que parece un hotel. Senra interpreta “New Me” tirado en una cama, y viene y se va una cantante invitada a la que ni presenta. Si la memoria no me engaña y no he soñado esto, juraría que, en “Hermosa casualidad”, sale una de las bailarinas escenificando a un personaje mientras mueve los labios y hace el playback de Aitana. Hay una pantalla con transparencias, efectos visuales más o menos pintones. Por momentos, y aunque no tenga nada que ver estilísticamente, encuentro bastantes similitudes con el espectáculo “Room”, de Standstill, donde la banda también tocaba un disco completo en un escenario que simulaba una habitación. Nuevo interludio, como antes, nueva voz en off y otro vídeo, y entra el tercer acto, “El retorno”, esta vez con un decorado que sí parece más hogareño, con un sofá, su cadena musical con discos y, en el exterior, un árbol en forma de cruz con dos estructuras circulares en las ramas que parecen coronas de espinas. La principal novedad aquí es que en el sofá hay una guitarra y Senra la coge para interpretar con ella “Idea loca” y “Romeo”. En esta última, casi parece que se vaya a arrancar por el “Wicked Game”, de Chris Isaak, de lo parecida que me suena.

Al llegar a “Se ve muy claro desde aquí”, ya muestra sin tapujos toda la tramoya del simulacro. Hay un momento en que él deja de cantar, pero sigue sonando su voz. Da completamente igual lo que esté cantando de verdad y lo que sea playback. Obviamente, es un posicionamiento estético deliberado: sabemos perfectamente que si hace esto así, no es porque no sepa cantar ni tocar (¡todo lo contrario!), ni porque esto no se pueda escenificar con músicos en directo. Si esta crítica lo cuestiona no es tanto por un choque generacional como por la sensación de que él lo hace subiéndose al carro de una tendencia. Quiero decir: esto dejó de ser noticia después de toda la controversia generada por el “Motomami World Tour” de Rosalía (2022). Y Sen Senra, si seguimos el concepto tras el título de su trilogía de discos, nos quiere enseñar su Cochepapi.

¿Artificio auténtico? Foto: Pablo Asenjo
¿Artificio auténtico? Foto: Pablo Asenjo

El problema es que el ritmo del espectáculo, lastrado por la proliferación de medios tiempos y los interludios, provoca que sus dos horas y diez minutos se hagan demasiado largos. El problema es que, si cerramos los ojos y nos evadimos de los detalles de producción, si solo escuchamos la voz y cómo las canciones son coreadas desde el foso (con algún grito de “¡Cristian, quiero un hijo tuyo!” incluido), no difiere mucho de un aspirante a ser un Alejandro Sanz o un Pablo Alborán para la generación Z. El problema es que todo este artificio se contradice frontalmente con la idea de autenticidad y vuelta a las raíces que el músico intenta mostrar en esta obra. El problema es que el repertorio no está a la altura del ego de un cantante que ha intentado crear una saga epopéyica contando su vida, pero lo que cuenta no es realmente tan extraordinario. Como gallego que también emigró a la gran ciudad para buscarse su camino, y ha conocido a mucha gente en situaciones similares, yo no me siento apelado, no me transmite nada emocionalmente y solo me genera distancia.

En los minutos finales, se permite alguna fuga del guion que parecía prefijado e interpreta “Ya no te hago falta”, un rescate de “Sensaciones”, su disco de 2019. Tras “La belleza” y “PO-2054-AZ”, suenan campanas, suelta un speech de despedida –siempre en torno al yo– y da las gracias a Dios para concluir con “Hasta el fondo”. Al final, da la vuelta a las paredes del decorado para descubrir en ellas la inscripción “Por los siglos de los siglos”. Los incondicionales se marchan diciendo “¡Amén!” y yo me voy diciendo “¡Mierda!”.

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