Que la gloria festivalera se nos está yendo de madre es una afirmación difícil de contradecir. No solo por el acelerón de las citas, el latoso FOMO y ese eclecticismo tan glutinoso e indigesto que mezcla churras con merinas para hacer de reclamo a todos los gustos posibles. También por las tragaderas de los asistentes. Pulse Of Gaia, celebrado el pasado sábado en la Universidad Autónoma de Madrid, cumplió con todos los clichés, y sumó algún arqueo de cejas más: colas kilométricas –verdaderas revientaconciertos– para pedir algo de manduca o los delirantes cinco euros que cobraban en las barras por una lata –sí, he dicho bien– de agua. Tengo fotos que lo demuestran. Una incomodidad que, inexplicablemente, no azuzaron las marabuntas de tarados videoadictos que vieron más conciertos a través de las cegadoras pantallas de sus móviles –siempre en alto como estandartes– que directamente con sus ojos.
Pero guardemos al cenizo veterano de la queja en una caja de pino para hablar de lo que verdaderamente funcionó fetén en el festival: los músicos. Del chunda chunda de Maceo Plex, Reinier Zonneveld o Erez diré poco. Lo de los DJs en los escenarios depende más del compromiso del público y su estado de desinhibición química que de la calidad de los movimientos de muñeca de los maestros de ceremonia. Desde luego, el flow ravero conquistaba los corazones de muchos asistentes y dejaba indiferente a otros tantos. Era fácil ver a los fans con camisetas de Gorillaz o Thundercat, poco entusiasmados con los guturales reiterativos de una frase sobre samples con ambición emocionada. También a miscelánea de todo pelaje: piji ibicencos, camisa-hawaianos, góticas con mallas de rejilla o perroflas festivaleros entrando en el trance del balanceo. La jugada, en definitiva, se digería potable pero en absoluto épica.
Y en esas que aterrizó Thundercat como un marciano genio otaku. Con un bajo de seis cuerdas más grande que él decorado en el golpeador con una imagen del personaje Asuka de “Evangelion”, el que fuera bajista de Suicidal Tendencies en sus años mozos y coleguilla prémium de Kendrick Lamar hizo tremenda gala de sus habilidades. Como inspirado por esa bandana de “Dragon Ball” que cubría sus largas trenzas y rendido al tembleque de sus tatuadas piernas, lucidas por unos pantalones de baloncesto cortísimos, como de época pre-Michael Jordan pidiendo su alargamiento en el 87. La mitad del bolo fue pura impro. Una avalancha de sonrisas y ojos achicados, que dejaron ver la electricidad de su magia recorriendo los dedos mientras el respetable reconocía temas como “Them Changes”, “Walk On By” y el acabose final con la siempre flipante “Dragonball Durag”. Y mientras el gran gato rojo iluminaba sus espaldas, Thundercat hacía llamamientos a la amistad y al ritmo.
Por fin, pasadas las diez de la noche, llegó el cabeza de cartel. Llegaron Gorillaz con un Damon Albarn lacónico en gestos, pausado, vestido con chaqueta militar, gafas de pasta y un teléfono de radio a modo de micrófono. Como un general venido a menos en una farra posapocalíptica, Damon inauguró la experiencia. Y con ella abrió un mundo animado, distorsionado, hermoso y absurdo. Porque Gorillaz es eso: ficción envuelta en terciopelo. En esa clave presentaron “The Happy Dictator”, sátira suave con la que ya habían anunciado “The Mountain”, su próximo disco, programado para el próximo mes de marzo. Mientras tanto, sobre el escenario, las animaciones ideadas por Jamie Hewlett asaltaban la pantalla trasera como si quisieran escapar. Todo en la propuesta convertía el directo de Gorillaz en un lugar extraño, infantil, melancólico y profundamente pop.
La propuesta de los británicos no es solo musical: es narrativa, emocional y mutante. Saltaron entre géneros con soltura insolente, entrecortaron temas, jugaron con la forma. Cuando sonó “Last Living Souls”, Albarn intentó traducir el título con ese acento a medio camino entre la autoparodia y la ternura. “¿Somos las últimas almas con vida?”, preguntó. Y si uno se esforzaba, así lo parecía. Se fueron sucediendo los himnos. “Feel Good Inc.”, huelga decirlo, incendió la pista con De La Soul, mientras Bootie Brown apareció con desparpajo en “Stylo” y “Dirty Harry”. La sorpresa vino con Trueno, que se unió en “The Manifesto” creando un puente con el público hispanohablante.
Y así se desplegó todo el linaje de 2-D, Murdoc Niccals, Russel Hobbs y Noodle. Una familia que ha ido mutando, pero que ha conservado su brillo. Un torrente de ingenio que se mantuvo durante toda la velada del sábado, alcanzando notas de grandiosidad con “On Melancholy Hill”, que lo elevó todo a una nostalgia tibia y precisa. Veinticinco años después, Gorillaz sigue vibrando como si acabara de nacer, sin perder en experiencia. Con un directo no apto para epilépticos o sensibles a la metralleta estroboscópica de luces, combinada con el cóctel sonoro que va del beat al piano. Hace un cuarto de siglo quisieron ser la primera gran banda virtual británica. Hoy son, sin matices, uno de los mejores grupos –dentro y fuera de la realidad– del panorama musical. ∎