Bob Dylan se siente parte de esa gran historia que arrancó en Estados Unidos poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial con la eclosión popular del rhythm’n’blues, el auge del folk comprometido, el advenimiento del rock’n’roll y enseguida la llamada British Invasion, el flower power y el soul y el rock y sus afluentes. Por eso, la noche del pasado 28 de octubre, cuando se conoció la noticia de la muerte de Jerry Lee Lewis, quiso rendirle un hermoso homenaje al final de su actuación en el Motorpoint Arena de Nottingham: “No sé cuántos de vosotros lo sabéis, pero Jerry Lee ha fallecido. Vamos a tocar esta canción, una de las suyas. Jerry Lee vivirá para siempre. Todos lo sabemos”. Y Dylan, grande entre los grandes, terminó el concierto con una emocionante recreación del clásico del country “I Can’t Seem To Say Goodbye”, que Jerry Lee había grabado en 1963 para Sun Records (aunque no se publicó hasta 1970). “No puedo despedirme”, nadie quería despedirse del viejo “Killer”, un hombre que se había convertido en leyenda viva, el último en su género, el último de una saga de artistas de una sola pieza, forjados al calor húmedo de los pantanos aledaños al río Misisipi, en esa formidable encrucijada geográfica y cultural, epicentro del llamado Cinturón Bíblico, efervescente y pujante sobre todo en Georgia, Alabama, Misisipi y Luisiana.
Ejemplo del redneck sureño, como Elvis Presley, ese paleto blanco temeroso de un Dios justiciero y airado, white trash educado en el fervor de los himnos pentecostales, Jerry Lee Lewis se dejó seducir muy pronto por las historias morales del country y por los ritmos salvajes del rhythm’n’blues, esa combinación explosiva que alumbraría el rock’n’roll y que marcaría su biografía humana y artística para los restos. Su vida fue un cúmulo de despropósitos, excesos, exabruptos, escándalos y tragedias, siete matrimonios, dos esposas, un hermano y dos hijos muertos muy jóvenes en terribles circunstancias, graves problemas de salud provocados por el alcohol y la sensación permanente de pasear por el filo de la navaja. Pero le salvó el piano, ese viejo compañero que nadie tocó como él. Y le salvó su devoción casi enfermiza por la música que él y otros pocos como él convirtieron en la banda sonora del siglo XX.
Una noche del invierno de 1539, Hernando de Soto, exlugarteniente de Pizarro, decidió poner rumbo hacia el norte del nuevo continente en busca de las riquezas que se anunciaban en los escritos de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Llegó a lo que hoy conocemos como Tampa (Florida) y de ahí se dirigió hacia el oeste hasta encontrar un río que bautizó como Grande, luego conocido como Misisipi. Como recuerdo de sus años de exploración de aquellas tierras queda su nombre en el condado de DeSoto, al noroeste de Misisipi, donde Jerry Lee Lewis vivió las últimas décadas, y donde murió, en su rancho de Nesbit.
Jerry Lee había nacido el 29 de septiembre de 1935 en una pequeña localidad del nordeste de Luisiana llamada Ferriday, muy cerca de la frontera del estado de Misisipi, en el seno de una familia muy pobre, favorecida por su parentesco con uno de los poderosos terratenientes de la zona, su tío Joseph Lee Calhoun (1887-1969), a quien nunca le dolieron prendas en apoyar las carreras de tres de sus sobrinos más aventajados, el cantante de country Mickey Gilley (1936-2022), el siniestro telepredicador Jimmy Lee Swaggart (1935) y el primo de ambos, Jerry Lee Lewis. Desde niño, Jerry Lee se vio profundamente influido por esa fe primitiva que emanaba de las iglesias de la Asamblea de Dios, comunidades pentecostales muy cerradas que propugnaban un cristianismo asfixiante, terrible, lleno de claroscuros –como puede verse en la extraordinaria película “The Apostle” (1997; “Camino al cielo” en España), única dirigida por el gran Robert Duvall– que persiguió al cantante durante toda su vida, lo perturbó y atormentó desde que, todavía adolescente, fuera expulsado de la escuela bíblica por, según cuenta la leyenda, interpretar al piano el himno evangélico “My God Is Real” a ritmo de boogie-woogie. El piano Stark que le había regalado su padre, el piano, causa de maldición, el piano que al fin le redimió en sus momentos más oscuros, ese piano que tanto él como Little Richard habían asumido como propio cuando acompañaba, cerca del púlpito, los cánticos de la congregación. La música de Jerry Lee provenía tanto del góspel iluminado como del rhythm’n’blues pecaminoso que sonaba en los tugurios de los negros los sábados por la noche, músicas que rivalizaban en ensalzar el amor transparente por Dios y el sexo lubricante y lascivo entre hombres y mujeres, melodías a veces intercambiables que invitaban al baile y al éxtasis. A aquel jovenzuelo arisco y deslenguado la música de los negros le fascinaba, la había descubierto a hurtadillas en el Haney’s Big House de Ferriday –por donde pasaron, entre otros, B.B. King y Muddy Waters– y la interpretaba con modales de vaquero al piano, que aporreaba con una extraña técnica bidigital aprendida de Moon Mullican. En 1954, ya casado (en segundas nupcias) y con un hijo, había decidido ganarse la vida como músico. No tuvo suerte cuando grabó un par de temas en los estudios de Cosimo Matassa de Nueva Orleans, pero sí cuando hizo lo propio en los de la discográfica Sun, en Memphis, adonde se dirigió en 1956, fascinado por el éxito cosechado por Elvis Presley con un puñado de piezas de country y de blues aceleradas, a un ritmo que causaba furor y que ya llamaban rock’n’roll. El dueño de los estudios de Sun Records, Sam Phillips (1923-2003), y su mano derecha, el productor Jack Clement (1931-2013), enseguida se dieron cuenta de que habían encontrado en aquel joven arrogante y pendenciero al sucesor de Elvis, cuyos derechos habían tenido que vender a la todopoderosa RCA.
El éxito llegó en 1957, con su segundo y su tercer single, sendos clásicos escritos por músicos de rhythm’n’blues negro, “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On” (de Dave “Curlee” Williams; la primera en grabarla fue Big Maybelle) y “Great Balls Of Fire” (de Otis Blackwell). Acababa de nacer una estrella, capaz de rivalizar con la ferocidad sexual de Little Richard y con el encanto entre pícaro y salvaje de Chuck Berry. Una estrella imposible de domesticar, capaz de dar lo mejor de sí en escena y en el estudio, con canciones memorables –“High School Confidential”, “The Return Of Jerry Lee”, “Lewis Boogie”– y conciertos incendiarios; una estrella de temperamento altivo e irascible que quería comerse el mundo a dentelladas según sus propias leyes y costumbres, y que tuvo que plegar alas en 1958 al estallar un escándalo mayúsculo en medio de su gira por Gran Bretaña, en la que lo acompañaba su tercera esposa, Myra Gale Brown, prima suya y menor de edad (13 años), un plato sureño demasiado crudo y difícil de digerir por los guardianes de la doble moral victoriana a uno y otro lado del Atlántico, deseosos como estaban de hincarle el diente a uno de aquellos desarrapados e indecentes cantantes de rock’n’roll. Después de aquel estrépito mediático, fue apagando su fulgurante carrera en Sun Records, al tiempo que otros héroes del rock’n’roll perdían la vida (Buddy Holly), se acomodaban (Elvis), entraban en chirona (Chuck Berry) o se entregaban a la vida religiosa (Little Richard).
En 1962, poco quedaba que rascar para Jerry Lee Lewis en Sun Records, así que el el Asesino –le apodaron “The Killer”– decidió aceptar la oferta de Smash, subsidiaria de Mercury Records, una discográfica con amplia presencia en el mercado del country and western. Allí estuvo desde 1963 hasta 1978, nunca aceptado del todo por los muy conservadores popes de la música vaquera, pero grabando álbumes prodigiosos donde alternaba el country con el viejo rock’n’roll y el rhythm’n’blues, que se convirtieron en el auténtico cemento de su poderío artístico. En 1979 pasó una breve y fructífera temporada en Elektra y luego ralentizó su actividad discográfica, coincidiendo con recurrentes problemas de salud, divorcios, desgracias familiares y disgustos con el departamento de Hacienda. En 2019 grabó su último álbum, aún inédito, una colección de góspel producida por T-Bone Burnett, y sufrió un ictus del que se recuperó parcialmente. Murió el pasado 28 de octubre a causa de una neumonía. Ocho días antes, Kris Kristofferson le visitó para entregarle la placa que certifica su entrada en el Salón de la Fama del Country. ∎

Este portentoso directo en el Star Club de Hamburgo, publicado solo para el mercado europeo (en Estados Unidos sacaban los de country), es el álbum que mejor explica el formidable poder escénico de Jerry Lee Lewis, su carácter de fuerza de la naturaleza imposible de encauzar, su ferocidad vocal e instrumental. Aquí están todos los grandes éxitos de Jerry Lee en interpretaciones canónicas, respaldado el Asesino por The Nashville Teens, esa banda británica modosita que luego triunfaría con una versión de “Tobacco Road” y que se transfigura al secundar a semejante bestia desatada. Puede completarse con una buena antología de la etapa Sun.

Quizá el álbum más representativo de su legado más anclado en el country and western sea este trabajo de madurez, un disco casi crepuscular donde Jerry Lee Lewis brilla al máximo nivel como intérprete de un repertorio confesional impregnado de pequeñas obras maestras, como el original de Jerry Chesnut “Another Place Another Time”, country soul a lo Bobby Hebb, o ese clásico crepuscular de Glenn Sutton que retrata a un perdedor que ahoga sus penas al final de la jornada bebiendo sin parar botellas de cerveza Schlitz, la más famosa de Milwaukee. A completar con gemas del catálogo Mercury como “The Killer Rocks On” (1972) o “Southern Roots” (1974).

Infravalorado y escondido en medio de la ingente discografía de Jerry Lee, este debut en Elektra se disfruta como un tesoro oculto, casi uno de esos placeres culpables que uno no puede sacarse de la cabeza desde que lo escucha. Quizá el Asesino se encontraba libre y relajado al grabar para un sello del que no esperaba nada especial, fuera de los focos mediáticos y enfrentado a un repertorio ideal para él, con incursiones en Nueva Orleans (“Personality”, “I Like It Like That”), reflexiones casi biográficas (“Rockin’ My Life Away”) e incluso un insólito rock’n’roll (“Rita May”), compuesto por Bob Dylan, descarte de su álbum “Desire” (1976). Al mismo nivel, “Killer Country” (Elektra, 1980). ∎