Después del triunfo relativo del año pasado, Kalorama volvía a Madrid para una segunda edición con un formato aún más reducido –dos jornadas en lugar de tres y dos escenarios alternos sin ningún solape– y con la expectación justa, planteando un cartel generalmente destinado a los millennials y a viejas guardias más fans de The Flaming Lips o, sobre todo, Pet Shop Boys, que arrastraron en el cénit de la noche del sábado a la mayor cantidad de público de todo el festival. Un público en general mayor, y muy hablador, imagino a causa del doble filo de la decisión de ofrecer una propuesta tan limitada y construida en torno a medios-grandes nombres relativamente distantes y distintos entre sí.
En cualquier caso, y pese al relativo batacazo del viernes a nivel de asistentes ante la ausencia de un verdadero cabeza de cartel –Jorja Smith lideraba la parrilla, sí, pero actuó a las nueve, aún de día en el verano madrileño–, la jornada del sábado volvió a confirmar a Kalorama como un festival correcto, con buen sonido, buenísimas bandas y un ambiente más o menos íntimo, muy accesible y sin masificar –según la organización, 10.000 personas se han dejado caer por la nueva ubicación del festival en la Caja Mágica entre los dos días–, en la línea de lo visto en la primera edición: al final, la música es capaz de hacer pasar por alto otras deficiencias que son ya tónica generalizada en los festivales de Madrid, como que se ha perdido cualquier ápice de romanticismo o personalidad en los recintos o unos horarios incomprensibles para las características de esta ciudad –con temperaturas de casi 40 grados a la hora de los primeros artistas, entre las seis y las ocho de la tarde, y nunca terminando más tarde de las tres de la madrugada–. Pero sí, podríamos acostumbrarnos a que haya un Kalorama en Madrid en la línea de lo visto, y mientras en Lisboa el festival madre siga yendo bien parece que habrá posibilidades de que se repita. A día de hoy seguramente sea el festival que mejor define el espectro alternativo de la música en la capital, aunque se construya esencialmente con nostalgia.
El calor abrasador a las puertas del verano, de récord en Madrid –y en muchas otras zonas de España– para estas fechas, y las lógicas limitaciones de los horarios laborales un viernes seguro que le pasaron factura a las primeras horas del Kalorama, bastante deslucidas de público incluso para la decisión consciente por parte del festival de mantener el aforo limitado. Apenas lo que cabe en una sala Siroco para ver la melancolía electrificada de Bloodstein abriendo el escenario principal rozando las seis de la tarde; poco más para un show más enérgico de lo que pudiera parecer por parte de Irenegarry, guitarra metalera en ristre y con camiseta de “I ❤️ NY” para hacerle un guiño a la programación del festival, con mucha presencia de la ciudad estadounidense.
A partir de La Plata la cosa empezó a animarse un poco. Los valencianos presentaron su sorprendente último trabajo, “Interzona” (2025), que les ve asentarse en un espacio liminal entre la forma de una banda de rock y la intención de algo mucho más electrónico y experimental, y demostraron holgadamente que siguen evolucionando en directo y sacándole nuevas capas y nuevos matices a su sonido, algo que queda patente sobre todo cuando acometen en el último tramo sus temas ya clásicos: la planetaria “Me voy”, “Esta ciudad” o “Un atasco”. Su interés, ya digo, por recortar distancias entre lo orgánico y lo electrónico iba a definir desde ese momento la práctica totalidad de la jornada.
Primero con el excelente concierto de BADBADNOTGOOD, que trajeron introducidos por el “War Pigs” de Black Sabbath una versión cósmica y alucinada –también concentrada en torno a lo puramente instrumental ante la ausencia de invitados– de sí mismos, en consonancia con su último álbum, “Mid Spiral” (2024). En “Weird & Wonderful” brilla el sintetizador EWI –una especie de controlador MIDI de viento con una rueda para modular las ondas–, en “Sétima regra” el saxo, en “Last Laugh” la guitarra, y en todas el bajo, comandando con autoridad y frescura a una banda que cada vez más es consciente de su sonido y de la mística que es capaz de crear cuando se sincroniza en directo. Y después con Jorja Smith, que deja claras las intenciones desde la configuración misma de su formación: dos coristas, guitarrista, teclista, percusionista, batería… y bajo electrónico. Aunque su repertorio se mueve bien entre los dos mundos a través del neosoul y del UK garage, su directo sin embargo sigue recayendo demasiado en la primera faceta y no termina de entregarse a la fiesta que podría ser, resultando casi siempre decepcionante: los temas los tiene –“Blue Lights”, “Be Honest”, “On My Mind”, incluso la más reciente “The Way I Love You”–, pero el enfoque demasiado seriote, alejado completamente del club y de cualquier desenfado, juega claramente en contra.
También en esa intersección entre espíritu electrónico y formato de banda se mueven los franceses L’Impératrice, con un fiestón de manual entre el italo disco y el french touch que parece una versión materializada y tocada del legado de Daft Punk –llegan a versionar su “Aerodynamic”, de hecho–, resultado de una última etapa más espacial y cromada en la que también se acercan a un cruce hipervitaminado y turbo entre Metronomy –sus discos de luz recuerdan a los de la gira de “Nights Out” (2008)– y La Femme. Justo después del sexteto, y de una importante espantada de público que dejaba claro el espectro generacional al que apela el festival, Alizzz cerraba la primera jornada con un buen concierto, armado con sus hits habituales –incluido el “Antes de morirme” de C. Tangana y Rosalía que marcó a toda una generación– y apoyado por una banda que llega a sonar a Placebo, pero algo bajo de energía por el feedback prácticamente inexistente del público.
Y no es que se pueda considerar a The Flaming Lips exactamente una excepción: los de Oklahoma siempre abrazaron la instrumentación electrónica para levantar su rock psicodélico, y siempre han estado interesados en las temáticas de ciencia ficción y en las grandes epopeyas espaciales, más en un disco como el que venían a repasar en Kalorama cuando está a punto de cumplir 25 años, “Yoshimi Battles The Pink Robots” (2002) –seguramente su trabajo más conocido–. Lo interpretaron, ante la mirada de cuatro robots rosas hinchables y bajo la habitual lluvia de pelotas gigantes, en su totalidad y en riguroso orden, lo que implicaba arrancar con artillería polícroma del nivel de “Fight Test” o el tema homónimo, una suite en dos partes que se prolongó hasta casi los diez minutos, y terminar con una fumada de bajada instrumental y alucinada después del éxtasis de “Do You Realize??”. Nada realmente arriesgado para una banda que suele enfrentar sus conciertos, sea cual sea el repertorio, como un viaje, como una gran burbuja en la que sumergirse. “Race For The Prize” puso fin a un bis con hueco para “The Soft Bulletin” (1999) y “At War With The Mystics” (2006), y a su gigante caleidoscopio.
Lo queer, desde ese momento, iba a definir también una jornada que además ponía parte del foco en la ciudad de Nueva York, dos ideas que convergen en la música de Model/Actriz. El cuarteto, que podría ser –casualidades de la vida– la banda de rock más gay de Nueva York desde Scissor Sisters, sin tener nada que ver, se dejó los momentos más introspectivos en casa y plantó desde el inicio, con “Vespers” o “Crossing Guard”, una verdadera apisonadora de noise y dance industrial, mientras Cole Haden, diva y folclórica oscura ella, con mangas de rejilla, bolso de mano y carmín, gafas de sol y elegante cubrecabezas, bajaba a incendiar al público entre voguing y sensualidad. El repertorio les funciona estupendamente, combinando los mejores momentos de “Dogsbody” (2023) –“Mosquito”, “Slate”, “Pure Mode”– y del recién estrenado “Pirouette” (2025) –“Cinderella”, “Departures”, “Doves”–, pero lo mejor es cómo la banda hace lo que hace como lo hace: en “New Face”, por ejemplo, que es el único tema en el que usan, en la versión de estudio, algo que no sea un instrumento para hacer el bajo, un pequeño microKorg, el bajista consigue la dilución desafinando y afinando salvajemente la cuerda; y el guitarra logra siempre formar una especie de base rítmica sobre la que después lanza guitarrazos que son navajas y que podrían pasar por sintes horrorcore. Pocos han conseguido mezclar la fiesta, el post-punk y la música extrema como estos cuatro locos.
Con ellos, en cierto modo, conectan unos Boy Harsher que tiran de EBM y de synthpop ochentero para afinar su suerte de coldwave dance, con envoltorio clásico pero pegada muy contemporánea e industrial, todo ello concentrado en su resultona versión del “Wicked Game” de Chris Isaak. El dúo formado por la cantante Jae Matthews y el productor y multinstrumentista Augustus Muller, que ha asomado recientemente a la superficie tras diez años como un culto esencialmente underground, sirvió excelentemente con su baile oscuro para darle la bienvenida a una noche que se presentaba apocalíptica, justo antes de que durante el clímax de “Pain” comenzara a amenazar una imponente tormenta eléctrica. A tenor de lo sucedido en la edición anterior, la situación se decidió atajar con previsión, mandando a todo el mundo a los pabellones y posponiendo brevemente el concierto de Pet Shop Boys. Al final no fue nada, tan solo un recorte significativo en el concierto de Scissor Sisters –dile tú algo a Azealia Banks pasadas las doce de la noche…– que lo convirtió en una absoluta batería de hits, así que ni tan mal.
Por la tarde, Maria Arnal puso la única nota de delicadeza del día con la presentación en Madrid de su show “Ama”, sin la espectacularidad visual y escénica de su reciente actuación en Sónar pero quizá con un ambiente más desenfadado y cercano que le beneficia al repertorio: ante la ausencia de Yerai Cortés y La Tania, fue ella la que interpretó, sentada a un órgano portátil de aspecto renacentista, la delicada “Xiqueta meua”. Es uno de los mejores momentos de un espectáculo que, por desgracia, en general diluye demasiado la personalidad de Arnal, conduciéndola a los peligrosos territorios de la imitación a Rosalía: el blanco-rojo-negro, el peinado a lo Pukka, las referencias japo, los melismas y los agudos… Es innecesario, pero supongo que tanto como respetable es su decisión de perseguir un reconocimiento más generalista.
Pero estábamos con Pet Shop Boys y esa amenaza de diluvio no consumada. Los británicos fueron la apertura perfecta para un broche brillante de esta segunda edición, con tres conciertos impecables en sus distintos enfoques y moods. En su caso volvieron a traer a Madrid “Dreamworld”, su colosal gira de grandes éxitos, que ya vino con el Primavera Sound en 2023, en la que el dúo se apoya en una banda increíble liderada por la teclista y también vocalista –comparte focos con Neil Tennant en “What Have I Done To Deserve This?”, de lo mejor del set– Clare Uchima para repasar sus canciones más inolvidables, incluidas “Domino Dancing”, “West End Girls”, “Suburbia”, “Being Boring”, “It’s A Sin” o sus famosas versiones y medleys de U2 o Elvis Presley. Y poco se les puede reprochar salvo quizá un sonido demasiado bajo, pero también necesario para apreciar correctamente el hilo de voz de Tennant, firme y afinado pese a sus 70 tacos, y la cantidad de detalles que sueltan de sus teclados y sus máquinas de ritmos, incluyendo un momentazo final en “Vocal” en el que replican la energía de un DJ de trance completamente en directo. Visual y musicalmente impecables, dieron –cómo no– uno de los grandes conciertos del Kalorama.
Pero también lo hizo, a su manera, descarada, punk, Azealia Banks, para sorpresa incluso de sus propios fans. Su concierto era de esos que es como una caja de bombones, como un sobre de cartas o como el gato de Schrödinger, que no sabes lo que te sale hasta que lo abres. Pero al final funcionó: acompañada solo por un DJ, la mujer que ha trascendido la sombra del one hit wonder no con música sino a base de tuits polémicos e incendiarios y beefs que son ya historia de internet entró cantando a capela y en español “Salchichón” para después empezar a montarse en beats de reguetón, luego lo mezcló todo con un despliegue bestial de actitud hiphopera y entre tanto dejaba ver sus capacidades como cantante soltando melodías de R&B, pasando a veces entre los tres estados en cuestión de un minuto. Una locura caótica y desordenada pero tremendamente divertida, bastante en conexión con la personalidad provocadora de Banks –¿algo así como la versión femenina de Kanye West, salvando mucho, muchísimo las distancias?–, y que llegó a lo delirante en temas como “Anna Wintour”, “New Bottega” y “212”.