s una institución gijonesa. Él mismo lo deja caer durante la sesión de fotos, cuando comenta que tiene la sensación de que ya ha sido retratado en todas las calles de la ciudad. Son días de rueda promocional, de horas en una (falsa) taberna irlandesa y de cigarros fumados con prisa para encarar preguntas que cada vez se van pareciendo más entre ellas. Pero Nacho Vegas responde siempre con una mezcla de timidez y asertividad, con la seguridad de quien se sabe firme en el oficio de escritor de canciones, pero al mismo tiempo sigue cuestionándose en todo momento. No en vano han pasado ya más de dos décadas desde que debutara con aquel inolvidable “Actos inexplicables” (Limbo Starr, 2001) –aunque no hay que olvidar la tentativa anterior de “Verdá o consecuencia” (Astro, 1997)–, y casi tres desde que fuera miembro de aquella contradictoria y divertida escena que fueron a llamar Xixón Sound, como miembro de los inimitables Eliminator Jr. y los muy sólidos Manta Ray. Entre medias ha habido de todo: un progresivo reconocimiento popular tanto en España como en Latinoamérica, trascendiendo ampliamente el nicho indie en el que empezó, proyectos colaborativos que catapultaron su fama, una gradual politización –que siempre estuvo ahí, pero cristalizó en “Resituación” (Marxophone, 2014)– y una inquietud constante por su entorno, que traspasa su obra y lo ha llevado a ser uno de los artistas con un compromiso izquierdista más tangible. Presenta “Mundos inmóviles derrumbándose” (Oso Polita, 2022), un álbum en el que cambia de rumbo creativo y de colaboradores (se marchan los León Benavente, entran Hans Laguna y Ferran Resines). Se acerca por momentos a lo caribeño (“La flor de la manzana”), cita disimuladamente a Wilco (“El mundo en torno a ti”) y a sí mismo (“Esta noche nunca acaba” funciona como una hija bastarda de “La pena o la nada” y “En La Sed Mortal”). Vegas responde sobre un disco que se mueve entre el desencanto y la esperanza, entre sus influencias de siempre y una apertura a nuevos caminos.
Comparado con “Resituación” o “Violética” (Marxophone, 2018), en “Mundos inmóviles derrumbándose” hay más introspección, más intimidad.
Probablemente sí. Ha sido un disco con canciones difíciles de gestar. Empecé con unas cuantas esbozadas, pero tuve un bloqueo creativo fuerte. Siempre suele suceder, no me dan porque los reconozco y hablo de ello con compañeras y compañeros de oficio. Siempre cito a Fernando Alfaro, que dice que las canciones son como malas hierbas que acaban saliendo aunque tú no quieras. Pero es verdad que el confinamiento me afectó a la hora de componer. Tomé conciencia de un tipo de soledad que nunca había percibido hasta entonces. Para escribir canciones se necesita una cierta intimidad, pero me di cuenta de lo diferente que es la soledad escogida frente a la soledad impuesta. En inglés se diferencia entre “solitude” y “loneliness”; en asturiano pasa algo similar entre “soledá” y “solitú”. Creo que las canciones nacen de esa sensación de soledad impuesta, de desamparo, y de la necesidad del calor humano y de la ternura.
“Ternura” es un concepto que se repite varias veces en el disco, porque es una idea que creo que sirve para combatir un cinismo que está en el ambiente. Se ve mucho en las redes sociales, donde se premia una visión del mundo cruel, descreída. La ternura implica reconocer a la persona que tenemos delante y reconocer cuánto necesitamos a los demás. Es un disco en el que la idea de compañerismo, de colaboración, es central, a pesar de que las canciones se escriben en la intimidad. Y no solo hablo de la colaboración con los músicos, sino con toda la gente con la que compartes el proceso de hacer un disco y una gira. Es un disco sobre la importancia de la ternura en ese contexto.
También está muy presente la idea de la pérdida, a veces de forma muy tangible, como en “Ramón In”, en otros momentos de forma más sutil. ¿Te ayudan las canciones a purgar esos malestares?
De alguna manera te ayudan a combatir esas sensaciones. Pero creo que no es lo más importante. Para mí lo central de las canciones es que ayuden a perder el miedo a hablar de las cosas que nos son incómodas y de las que no tenemos por qué sentirnos orgullosos. Y perder el miedo a hablar de la infelicidad. Estamos en un mundo en el que parece que estás obligado a estar contento todo el tiempo. Tienes un curro de mierda que te paga una mierda, pero tienes que tener una sonrisa puesta todo el tiempo y parece que hablar de situaciones extremadamente dolorosas es algo que hay que barrer y esconder debajo de la alfombra. La música nos ayuda a sentirnos vivos y asumir que el compartir esa infelicidad forma parte de la vida, que no es algo que haya que esconder. Dice Santiago Alba Rico que parece que nos prohíben la infelicidad privada, de la misma manera que nos prohíben la disidencia pública, y la razón es la misma. En última instancia es hablar de verdades incómodas, y de luchar contra el individualismo salvaje que está en el ambiente.
Tiene algo que ver con esa crueldad que ves en las redes sociales…
Sí, pero va más allá. Por ejemplo, en “Ramón In”, aunque obviamente parte de la muerte de una persona muy querida, creo que también habla de cómo el duelo era algo compartido y ha pasado a ser algo que se vive en soledad, y eso es algo que hay que antropológicamente me parece un retroceso. Hay cosas en las que hay que ser conservador para evitar ser reaccionario. Pasa algo similar con la tristeza y con la depresión. Parece que tomar una pastilla es algo que está más al orden del día que tener una conversación sincera con un amigo o con alguien querido. Pensaba que muchas de estas cosas se iban a poner en valor después de lo que vivimos en el confinamiento y en la pandemia, pero no ha sido así. Aunque hubo ejemplos de solidaridad muy bonitos en aquel momento, todo ha tendido hacia el ruido de los discursos de odio por encima de la empatía.
¿Te sientes decepcionado con el rumbo político de estos últimos años?
Claro. Cómo para no estarlo. Me acuerdo de que en 2020 publicamos un recopilatorio de canciones que no habían salido en LP, “Oro, salitre y carbón” (Marxophone-Oso Polita). Al mirar atrás hacia ese repertorio era inevitable hacer balance, tanto de mis canciones como de la década en general. Pensé en cómo empezó con el 15-M, con ese clima social de ilusión y de transformación. Y después vino la desilusión. Que por una parte es algo inevitable, en estos procesos siempre hay algo cíclico, de esperanza y desencanto. Pero en aquel momento yo pensaba que el 15-M había sido una suerte de cortafuegos contra el auge de la ultraderecha que sí que era tangible en otros países europeos, y me equivocaba. VOX ha cogido mucha fuerza cuando el 15-M no es que estuviera moribundo, sino directamente enterrado. Y no es solo que se haya normalizado el fascismo como una opción política. Es que directamente está de moda ser fascista entre un sector de la población, entre gente muy joven.
¿Tú has notado ese giro reaccionario en gente cercana?
No diría que ha pasado entre los más cercanos; también es verdad que muchos de ellos militan en espacios izquierdistas o reivindicativos. Pero sí que algunos amigos que tienen hijos me hablan de cómo se ha extendido una especie de orgullo de ser racista, homófobo o anticomunista. Lo que ha conseguido la ultraderecha es presentarse como algo gamberro y rebelde.
¿Y entre músicos?
Ahora está el ambiente político tan polarizado que creo que la conciencia crítica que hubo a principios de la década pasada ha disminuido. Pero no es tanto una cuestión de inercias culturales, que las hay, como un miedo a posicionarse y perder público por el camino. Posiciones tan básicas como estar a favor de los derechos humanos, ser antifascista o ser antirracista tienen una respuesta muy hostil en ocasiones, como si te vieran como una especie de comunista genocida por ello. Y sí que creo que hay cobardía o hace falta más audacia a la hora de posicionarse. Porque hacer canciones nunca es algo inocente; aunque tratemos unos pocos temas universales, siempre hay una posición desde la que lo hacemos. Pero también entiendo que los posicionamientos muy partidistas pueden llegar a ser engañosos.
¿Has tenido malas experiencias al respecto?
Hay algunas cosas con las que me he encontrado que me han dejado perplejo, con gente de mi edad y temas muy básicos. Gente a la que aprecio mucho que tenía miedo a posicionarse respecto a los desahucios. Hicimos una campaña con la PAH basada en vídeos de un minuto e intenté contactar con gente, digamos, conocida, de mi entorno. Gente muy expuesta pero muy posicionada, como Jordi Évole, no tuvo problema ninguno en participar. Pero entre los músicos había recelo, aunque en privado estuvieran de acuerdo con lo que planteaba la campaña. Y no participaban poniendo excusas muy raras, como que tenían miedo a que la gente pensara que se aprovechan de su popularidad.
También hay músicos jóvenes abiertamente reaccionarios.
Sí, existe un rollo de macarra pijo que es atractivo para determinados públicos. Gente en el fondo muy reaccionaria, pero también muy farlopera.
¿Y cómo te sientes ante un entorno, digamos, bohemio pero muy conservador?
Me hizo mucha gracia conocer al chico de Taburete, a Willy Bárcenas. Al hablar conmigo tenía una obsesión con la idea de que lo que hacían era solo música, que quería desligar lo que hacía de cualquier lectura política, que solo quería que la gente se lo pasara bien. Pero al final su público es el que es y está también muy posicionado políticamente.
En lo musical, ¿ha habido algo que hayas escuchado durante el período de gestación del disco y sientes que te haya influido particularmente?
La forma de preparar el disco y la producción ha cambiado bastante. Hablé mucho con Cristian (Pallejà; productor), Ferran (Resines; productor y teclados) y Hans (Laguna; guitarrista). Los cuatro hicimos un grupo de WhatsApp y fuimos compartiendo música que nos fascinaba, descubrimos que teníamos muchos discos en común y fuimos elaborando a partir de ahí. En discos anteriores la banda iba desarrollando el sonido en los ensayos y luego Paco (Loco) lo registraba: podía añadir alguna idea de producción, algún arreglo, pero la base estaba muy clara en las maquetas previas de banda. Esta vez el trabajo de pensar en cómo vestir las canciones se hizo partiendo de mis maquetas individuales, y compartiendo influencias, descubriendo qué teníamos en común los cuatro. Fue así como descubrí a Mancha ‘E Plátano (banda de bomba puertorriqueña que colabora en “La flor de la manzana”), que me parecen increíbles. Y también hablamos mucho del “Teatro” (1998) de Willie Nelson, un disco que nos flipa a los cuatro y que fue una influencia muy importante.
¿Sigues descubriendo mucha música?
En la pandemia escuché muchas cosas en las que no había reparado hasta entonces. Por ejemplo, canciones que cantaban las mondinas, las jornaleras italianas que trabajaban en la recogida del arroz, que desarrollaron su propio folclore y de cuya tradición sale el “Bella ciao”. Me interesa mucho la música popular que nace de situaciones dolorosas, de explotaciones laborales. Porque pese a que tenga una apariencia muchas veces alegre y satírica, la música se convierte en una forma de salir adelante frente a la miseria. Ahí está la gran paradoja de la música popular. En los momentos más dolorosos se sigue cantando, en todas las guerras tienen también su banda sonora y sus himnos antifascistas, y siempre tienen esa épica y esa especie de celebración de la vida. La historia de la música popular históricamente siempre ha sido muy permeable a todo lo que ocurre socialmente. Yo siempre digo que el indie tiene mucha relación con la llegada de Aznar al poder. Al final, los años de esplendor del indie son los del aznarato.
Cuando empieza a entrar dinero en la escena…
Bueno, pero el indie siempre fue una escena muy precaria. Pero había esa sensación de aparente modernidad, como cuando ‘El País’ sacó el semanario ‘Tentaciones’, que daba visibilidad a las bandas, aunque en el fondo seguían trabajando en condiciones muy precarias y con poco público.
Lo decía Josele (García), tu compañero en Manta Ray, que salir de portada en el ‘Tentaciones’ parecía la hostia desde fuera, pero dentro se seguía sin ganar un duro.
Las compañías indies eran muy piratas, la gente pensaba que por salir en ciertos medios estabas forrado, pero había muchos intermediarios que se quedaban con el poco dinero que se sacaba. El grupo más famoso de aquella generación tal vez sean Los Planetas, que sí que generaron dinero, pero mucho menos que por ejemplo Vetusta Morla. Y Vetusta Morla lo han hecho con una actitud que en el fondo es más indie, han rechazado estar en una major, han trabajado mucho más en sacar adelante una autogestión real.
Si la banda sonora del aznarato fue el indie, ¿cuál es para ti la banda sonora de 2022?
Creo que ahora está pasando una cosa muy bonita. Está cristalizando una tendencia que viene de bastante atrás, de cuando la música independiente se fue deshaciendo de una excesiva anglofilia y empezó a mirar para sus propias raíces. Eso lo hicieron en su momento, por ejemplo, Los Planetas con “La leyenda del espacio” (2007). Y de ahí salen cosas como lo que hacen Maria Arnal i Marcel Bagés en Cataluña, Rodrigo Cuevas en Asturias o Los Hermanos Cubero en la Alcarria. Lo más excitante que veo es esa superación de prejuicios. También habrá que ver a dónde va a parar toda la escena de música urbana. Pero esa mezcla de las raíces con lo contemporáneo me parece muy interesante también porque en su música hay un compromiso implícito, gente que empieza a hacer música sin los prejuicios de la generación del indie.
Como si tuvieran ya interiorizado el camino que vosotros tuvisteis que ir aprendiendo sobre la marcha, ¿no?
Para mi generación lo más natural era hacer música desde una posición muy íntima. Pero eso no debería ser excluyente con hacer canciones que impliquen abrir las ventanas y mirar al mundo en el que vives. Porque al final, si algo también se ha evidenciado de forma muy clara con la pandemia es que todo lo que ocurre en nuestro entorno afecta emocionalmente también. En ese primer indie todo parecían conversaciones con colegas sobre tus problemas y tus fracasos amorosos, pero sin trascendencia, sin llegar a esa intimidad compartida que tiene que ser una canción. Una canción que hable, por ejemplo, de una ruptura, que es un momento doloroso, no puede quedarse en el puro hecho. Si hablas de algo triste no puede ser para regocijarse en ello. Tiene que ser para reivindicar que te sientes triste porque estás vivo, que eso forma parte de la vida, y que hay que combatirlo. No romantizar la tristeza, que es uno de los vicios del primer mundo.
En tus primeros discos había una admiración tangible, mitómana, hacia ciertos músicos: Leonard Cohen, Nick Drake, Bill Callahan… ¿sigues idolatrándolos o tu propia carrera te ha hecho tomar distancias?
Un poco las dos cosas. Yo de muy jovencito era mucho más mitómano, pero diría que antes de sacar el primer disco en solitario. Esos estímulos que te llegan entre los 15 y los 22 años, más o menos, impactan mucho. Hay que decir que el rock tiene una cosa muy buena, y es que sus ídolos tienen los pies de barro de una forma muy evidente.
Hubo una temporada que leía muchas biografías de todos los popes del rock y te das cuenta de lo miserable que era todo en realidad. Lo que más me gustaba era derribar esas barreras y quedarme con las canciones. Creo que en esos discos rendía tributo a esos artistas más con respeto, que lo sigo teniendo, que con mitomanía. Con respeto por la obra y por lo que representa para los que hacemos canciones. Pero también con humor. Y creo que en el fondo no somos más que eslabones en una cadena larguísima que es la música popular. Tendemos a creer que todo empezó con la música grabada y con la cultura del rock, y no, la música popular ha existido durante miles de años. Escuchar a Cohen o a otros artistas me ha servido para tirar del hilo y llegar a otras escenas de folk, entender que lo que hacían no estaba muy lejos del folk que venía de Irlanda y de Escocia, que a su vez tampoco está muy alejado del cancionero asturiano.
Eso lo demostrasteis bien con Lucas 15.
Sí, ahí estaban esas conexiones. Al final, el country es una mezcla de folk centroeuropeo con blues, con folk inglés… El rock es una música popular, bastarda, con influencias muy variopintas. Una de las cosas buenas de los grupos que salieron de la escena de los 90 y de los 2000s fue cómo fueron tomando conciencia de los clichés del rock e incorporando este tipo de influencias.
Al final la ortodoxia indie ha sido en parte un mito, ¿no? Duró poco, buena parte de la gente que escuchaba noise pop en los primeros 90 a final de la década escuchaba electrónica o folk.
Sí, se incorporaron influencias de jazz, de bossa nova, de folk, de country… Creo que eso fue una de las mayores aportaciones de esa escena. Por ejemplo, aquí, en Asturias, había un recelo casi total entre el folk y el indie. Ellos eran muy tocones y nosotros, entre que tocábamos muy mal y que cantábamos en inglés, no nos apreciaban mucho. Pero poco a poco fuimos conociéndonos, colaborando, y de ahí salieron cosas muy chulas.
¿Cómo conociste a Xel Pereda (guitarrista de Las Esferas Invisibles, banda de Nacho Vegas en varios álbumes y líder en Lucas 15)?
Él ya empezó a hacer cosas en “Cajas de música difíciles de parar” (Limbo Starr, 2003). Yo lo conocí porque era técnico de sonido y empezó a trabajar conmigo en algunos conciertos. Al hablar más, vimos que teníamos un interés común por la idea de actualizar el repertorio asturiano de alguna manera. Hacía además poco que había salido “Onde la ñublina posa” (1999), de Mari Luz Cristóbal Caunedo, un disco de tonada asturiana buenísimo y muy innovador, en el que él colaboraba. Y ese álbum derribó muchas barreras entre el folk y concepciones más contemporáneas de la canción asturiana. A partir de esos elementos fuimos fraguando muy poco a poco el proyecto de Lucas 15.
¿Estuvo planeado un segundo disco de Lucas 15, no?
Sí, Xel lo planteó, yo colaboré, pero no participé de la forma en la que había participado en el primer disco (publicado en 2008). El disco nunca llegó a salir por cuestiones personales de Xel que no vienen al caso. Se llegó a hacer un crowdfunding. Xel dice que lleva siempre dinero en efectivo por si alguien le reclama su aportación.
En 2022 se cumplen 30 años del primer disco de Penelope Trip. ¿Qué balance haces de la época del Xixón Sound?
Para mí fue algo importante. Ya lo he contado más veces, pero el primer concierto al que fui yo solo fue uno de Penelope Trip en la sala Dom Pedro, que era como una cueva. Era a la una o las dos de la mañana y tuve que mentirles a mis padres respecto a dónde dormía. El concierto era puro ruido, una chica se desmayó de la impresión, la sala era una ratonera… A mí me impresionó mucho y me hizo ver que podía hacer cosas así sin ser estadounidense o británico, que yo mismo podía hacerlo. Pero al final aquella época coincidió con el fin de la lucha obrera, de los astilleros y la emigración masiva de toda una generación. Eso impidió que hubiera un tejido cultural más sólido. También coincidió con que se terminaron las subvenciones para la escena folk y con ello cayeron muchos de los grupos de aquel mundo. Algunos grupos de aquí, como Nosötrash o los mismos Penelope Trip, o El Niño Gusano, que eran de Zaragoza, pero estaban en una situación similar, sacaron discos en multinacionales que fracasaron comercialmente. Esos factores acabaron pasando factura a las bandas. Al trabajar con discográficas que tenían unas expectativas muy cortoplacistas todo se distorsiona. Pero los primeros años fueron muy interesantes y bonitos. ∎