En la vida todo es cuestión de expectativas. Por eso los Happy Mondays divirtieron a los conversos y aburrieron a los profanos. Como integrante del concurrido club de quienes teníamos la asignatura pendiente de verlos desde hace más de tres décadas tras la cancelación del Valencia Festival que iban a protagonizar junto a Pixies y The Farm en la Plaza de Toros de la ciudad en 1991 –histórico bajonazo en la adolescencia de muchos: mejor no ver vídeos suyos en directo de aquella época para no martirizarse– y la suspensión del Visor 2019 en Benidorm por un temporal, lo encajé con la alegría de quien pronostica que no podía esperar más. El solo hecho de que Shaun Ryder esté vivo –“¿cómo hago estas cosas con 63 años?”, acerté a entenderle en medio de una cháchara tan cerradamente mancuniana que parecía que hablaba en eslovaco– y de que Bez quiera volver a presentarse a miembro del parlamento británico por Salford –se dice– es tal milagro de la ciencia que no queda más remedio que dejarse empapar por su pionero e inimitable cruce de lisergia ácida, psicodelia, funk e indie pata negra (justo tras la C-86). No están Paul Ryder al bajo –fallecido hace tres años– ni Rowetta a la segunda voz –los dejó hace diez meses: su puesto lo ocupa con solvencia Firouzeh Razavi, esposa de Bez e instructora de fitness– y la guitarra de Mark Day fue inaudible hasta que quemaron “Kinky Afro”, pero “Loose Fit”, “Bob’s Yer Uncle”, “Hallelujah”, “24 Hour Party People” y “Step On” sonaron tan infecciosas como para no escatimar unos bailes que, teniendo además en cuenta lo mucho que Ian Brown (The Stone Roses) o Liam Gallagher (Oasis) les deben en cuanto a actitud y chulería –ese característico caminar simiesco–, merecen por galones, aunque los luzcan algo raídos. Como reza la letra de “Kinky Afro”, “what you get is just what you see, yeah”.
Me dio la impresión de que la preceptiva hora y media de Ash, el otro power trio del viernes (único grupo que repite en Visor: estuvieron en su primera edición), revela más bajones de intensidad –aunque sonaran con más volumen– porque no disponen de tanto fondo de armario: la brecha entre la efervescencia de sus primeros singles (“Kung Fu”, “Angel Interceptor”, “Girl From Mars”) y su producción posterior es demasiado evidente, marcada por cierta deriva metalera –entre la herencia de Stiff Little Fingers, Thin Lizzy o hasta Weezer: la guitarra con forma de flecha no engaña– que choca con su prescindible versión reciente del “Jump The Line” de Harry Belafonte.
¿Vivimos ya inmersos en un capítulo de “Black Mirror”? ¿Le hemos dado al siglo XX la vuelta, como un calcetín, hasta el punto de no reconocer a sus héroes ni posiblemente a nosotros mismos? Me volaban por la cabeza estas preguntas al comprobar que Peter Hook ya ha empezado a hacer mejores versiones de New Order que los propios New Order. Del mismo modo que Johnny Marr pule con mayor acierto las canciones de The Smiths en directo que el propio Morrissey. Y duele, por una parte. Aunque nada se les pueda reprochar. Podemos debatir en bucle si Peter Hook & The Light es la mejor banda de tributo posible a Joy Division y New Order (sí, vale, él firmó una cuarta parte de este temario, pero tiene toda la pinta, y ya sabemos cómo abandonó un barco aún a flote, aunque en ligera deriva), pero lo cierto es que el proyecto ha mejorado muchísimo su engrase en esta última década. En todo: Hooky no mejora su outfit (camisa de cuadros y bermudas estilo Coronel Tapioca), pero ya apenas desafina y esta vez no empuña el bajo porque se está recuperando de una lesión de hombro, aunque lo que hacen a las cuatro cuerdas el sustituto de su propio hijo (Jake Bates está de gira por Japón con los Smashing Pumpkins) y David Potts a la guitarra es de auténtico máster. Primer tramo para lo mejor de Joy Division (“Isolation”, “She’s Lost Control”, “Shadowplay”, “Transmission”, “Atmosphere”) con sobriedad y excelente sonido, y segundo tramo para New Order (“Ceremony”, “Regret”, “Crystal”, “Blue Monday”, “Bizarre Love Triangle”), despachado con la suficiente inteligencia como para delegar en Potts las tareas vocales que le corresponderían a Bernard Sumner, a cuya tesitura el guitarrista de Monaco (también cayó su “What Do You Want From Me”, por cierto) se acerca mucho. Hasta físicamente han tenido siempre un aire. Llámalo simulación, emulación o paseo por una realidad que parece virtual, pero la cosa cuela. Y si te sugestionas con la devoción de ese público que entona en modo “lololo” los primeros acordes de “Love Will Tear Us Apart” –esto también es muy valenciano–, ya ni te cuento. Todos contentos a casa. Aunque sea con cierto regusto agridulce.
No generó tan unánime voluntarismo entre el público lo de Evan Dando y The Lemonheads: un chasco para quien llevara años o décadas sin verlo; un “pues no ha estado tan mal” para quienes lo hemos sufrido y disfrutado por igual, estilo ducha escocesa, en toda clase de formatos en los últimos tiempos (su visita en solitario hace menos de un año fue un buen ejemplo). De hecho, su primera media hora, surtida en modo hits enlazados sin solución de continuidad (“Bit Part”, “Rudderless”, “Down About It”, “Into Your Arms”), fue de lo mejor que le recuerdo. Rezábamos por seguir así. Aunque su voz esté rota y la lucidez perdida en algún remoto lugar de su mente. Llegó a pedir que cerraran la puerta de los garitos nocturnos que hay frente al recinto, que menuda escandalera montaban. Se empezó a torcer el asunto cuando intercambió guitarra por bajo (y micro: el cruce de cables a punto estuvo de trastabillar a su compañero) para abordar la crepuscular “Style”. Y llegó el lanzamiento de púas, el olvido de letras, las peroratas ininteligibles, el autosabotaje porque se debe aburrir de sí mismo, las caras de póquer de bajo y batería que lo dejaron solo para un tramo acústico caprichoso pero con chispazos de genio como las versiones de “The Outdoor Type” (Smudge), “Some Might Say” (Oasis) y “Different Drum” (Mike Nesmith), a las que no maltrata quizá por no ser suyas: siempre tuvo un talento simpar para relecturas muy propias de material ajeno. Ni siquiera con una de sus últimas canciones, “Deep End”, evitó cagarla para volver a empezar. Pero como dijo alguien en el Facebook del festival, hay más verdad en diez minutos buenos suyos que en carreras enteras. Y “Big Gay Heart” y “Favourite T”, canciones intimistas que le permiten un tono vocal bajo sin desentonar como un bellaco, sonaron a gloria. Lástima que el carisma no lo sea todo: solo tenemos un cuerpo y una vida, conviene cuidarlos. Entre el público también hay quienes deberían saberlo.
Los británicos Echobelly, al igual que Buffalo Tom un día antes, demostraron que su directo no ha perdido propiedades nutritivas, aunque tengan que recurrir fundamentalmente a sus dos primeros discos, como es lógico. No gozaron en su momento del primer plano mediático de otros compañeros de generación, pero su habilidad para el melodrama pop (“Something Hot In A Cold Country”, “I Can’t Imagine The World Without Me”) y la factura de singles con pegada (“Great Things”, “King Of The Kerb”), unidas a la radiante e inoxidable jovialidad de una Sonya Aurora Madan que siempre se bate el cobre a fondo, muy bien secundada por la guitarra de Glenn Johanson, hace de ellos una dignísima opción para engrosar la letra media de un festival de estas características.