a pista del Palau Sant Jordi, ocupada por 5000 personas sin distancias y distribuidas en tres burbujas, brindando el plano general de otros tiempos, o casi: baile, desahogo, roce de los cuerpos (con mascarillas). No se trata probablemente de una solución definitiva para encauzar la música en directo, pero transmitió un par de mensajes valiosos: de ilusión colectiva, terapéuticamente oportuna en estos meses mustios, y de capacidad de tomar la iniciativa por parte de un sector industrial que, asistido por la ciencia, no se resigna a verlas pasar.
La jornada del sábado 27 de marzo tuvo algo de reflejo de los episodios pasados de determinación ciudadana. Hubo quien la comparó con el voluntariado de Barcelona ’92. Otros hablaban del 1 de Octubre. Trazos de excitación en el ambiente, en torno a las tres salas (Razzmatazz, Apolo, Luz de Gas) que acogieron las docenas de “boxes” donde cada asistente debió someterse al test de antígenos, procedimiento monotorizado por el hospital Trias i Pujol (y si dabas positivo, no entrabas en el concierto: seis casos detectados a lo largo del día).
Quizá nunca habíamos hecho tanto por un par de horas de música pop en directo, aquí a cargo de Love Of Lesbian, y cuesta imaginar que este camino pueda convertirse en ordinario, una vez superado el efecto emocionante de la primera vez. A esa duda hay que añadir el coste del dispositivo sanitario, en esta ocasión compartido excepcionalmente por los grandes promotores (con ayudas públicas), y exponencial a medida que hablamos de convocatorias más multitudinarias.
Pasado el fogonazo gratificante, es cabal recordar que el sector sigue pisando un terreno inseguro y, lo peor, sin horizontes nítidos, y que necesita desesperadamente exhibir vitalidad, también acudiendo al golpe de efecto: está en juego la conservación de los espónsores y la amenaza de devolución masiva de las entradas si esto tarda en remontar. Y es posible que, cuando la vacunación se generalice y llegue la inmunidad de grupo, una aventura como la del Palau Sant Jordi, con sus tests y sus muchas prevenciones, se revele innecesaria, un monstruo más concebido dentro de un mal sueño ya superado.
Pero peor habría sido no hacer nada, confiar la recuperación a la providencia, resignarse a la pasividad o el nihilismo. Aún no lo sabemos todo sobre el alcance a medio o largo plazo de la pandemia, y cualquier movimiento encarado a entrenar la musculatura para la adversidad y a convivir con la anomalía está lejos de sobrar. Pase lo que pase, también en la más favorable de las proyecciones de futuro, lo del Sant Jordi será siempre un recordatorio del afán de superación en medio de la calamidad, un gesto en sintonía con aquel (ingenuo) presagio de que el COVID-19 sacaría lo mejor de todos nosotros. ∎