Único e irrepetible. Ilustración: Paco Alcázar
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Editorial

Jean-Luc Godard: ladrón de palabras e imágenes

En una entrevista de 1962, Jean-Luc Godard (1930-2022) confesaba que, para él, escribir sobre cine y dirigir películas era lo mismo. En la obra de este autor fundamental tanto del cine moderno como del contemporáneo, que falleció ayer a los 91 años, teoría y práctica, crítica y dirección, iban de la mano. Repasamos algunas de las relaciones entre la obra del Godard crítico y del Godard cineasta. Más información, en este Fuera de Juego con artículo y despiece con películas destacadas.

S

egún cuenta Colin MacCabe en “Godard, retrato del artista a los setenta” (2005), en 1951, un joven Jean-Luc Godard pasó tres días en una prisión de Zúrich tras haber robado dinero de la televisión suiza, donde estaba trabajando. No era la primera vez que esto sucedía: siendo un adolescente había vendido, a espaldas de su familia, primeras ediciones de libros de Paul Valéry que su abuelo materno –amigo personal del poeta– atesoraba en su biblioteca. Estos hurtos intrascendentes, que parecen provocados por un impulso de rebeldía juvenil, podrían predecir una obra definida por Jean-Pierre Gorin como un auténtico “asalto a la noción de propiedad intelectual”. En “Al final de la escapada” (1960), su ópera prima, Godard combinaba alta y baja cultura, tejiendo en la imbricada textura del filme referencias a William Faulkner o Pablo Picasso junto a filmes de serie B, novela policíaca o alusiones a la cultura de masas de la Francia posbélica. La cita, el homenaje o la parodia serán, desde ese momento, parte constitutiva de su primer período como cineasta, el que comprende los filmes dirigidos entre 1960-1968, esos “Años Karina” marcados por su estrecha colaboración con la que fue su primera esposa, la actriz Anna Karina.

Como afirma Dudley Andrew, todas esas referencias pasadas que Godard pone en juego en su obra “se integran en un tiempo discursivo y se utilizan en presente”. Godard hablaba de “reinvención”, pero también se le podría llamar “apropiación”: el cineasta invoca la historia cultural de su país y la propia historia del cine para hacerlas suyas y, así, actualizarlas. Como afirma Andrew, en el cine –y en la obra teórica– de Godard “todo parece ser expresado por primera vez”. Nacido en París en 1930 en una acaudalada familia de la burguesía francosuiza, Jean-Luc Godard pasó su infancia y juventud a caballo entre ambos países. Cuando en 1949 se traslada a París para estudiar Antropología, el joven Godard, que quiso ser escritor antes que cineasta, entra de lleno en el círculo cinéfilo creado en torno a André Bazin y Henri Langlois. Poco después, en 1951, empezará a publicar en ‘La gazette du cinéma’ bajo el seudónimo de Hans Lucas. Uno de sus escritos en dicha publicación, “Défense et illustration du découpage classique”, permite atisbar el modo juguetón con que Godard se apropia y actualiza referentes intelectuales previos: el título del artículo es una versión de un célebre manifiesto del siglo XVI que abogaba por la utilización de las lenguas nacionales en la creación literaria. Godard transforma dicho manifiesto en una defensa del cine como un nuevo lenguaje universal, democratizador, accesible a todo el mundo. Una operación de adaptación similar la llevará a cabo en 1957 en “El cine y su doble” –versión de “El teatro y su doble” (1938), de Antonin Artaud–, uno de sus textos emblemáticos en ‘Cahiers du cinéma’, donde empieza a escribir en 1956. Este análisis minucioso de “Falso culpable” (Alfred Hitchcock, 1956) trasciende su condición de crítica cinematográfica para convertirse en la demostración más palpable de cómo explicar un texto fílmico a través de una noción teórica fundamental creada en la propia revista: la puesta en escena.

Godard, en 1963, en Italia, durante el rodaje de “El desprecio”. Foto: by Jean-Louis Swiners / Gamma-Rapho (Getty Images)
Godard, en 1963, en Italia, durante el rodaje de “El desprecio”. Foto: by Jean-Louis Swiners / Gamma-Rapho (Getty Images)

En una entrevista publicada en ‘Cahiers du cinéma’ en 1962, un Godard ya convertido en cineasta afirmaba que, para él, “escribir era ya un modo de hacer películas”. Y es cierto que sus escritos presentan la naturaleza ensayística, exploratoria, de las películas de su primera etapa, pero también la incorporación constante de la cita y la referencia cultural como un modo de emborronar el texto –o la imagen–, así como la utilización lúdica, provocadora, del lenguaje. En “Cannes 1959”, un texto incendiario publicado en 1959 por ‘Arts’, Godard afirma: “Ganamos el día en el que conseguimos que se reconociera que una película de Hitchcock es tan importante como un libro de Louis Aragon”. En esta frase provocadora, Godard no solo aboga por la “Política de los autores”, el otro gran concepto teórico surgido de las páginas de ‘Cahiers du cinéma’, sino que pulveriza la distancia entre alta cultura (poesía) y cultura de masas (cine). Algunas de sus frases más célebres –“El travelín es una cuestión moral” o “El cine es verdad 24 veces por segundo”– no proceden de sus escritos sino de entrevistas o charlas, pero sus textos están plagados de sentencias memorables que no desentonarían en la boca de alguno de sus personajes o en uno de los abundantes rótulos intercalados entre las imágenes fragmentarias de sus películas: “Si dirigir es una mirada, montar es un latido del corazón”, extraída de otro de sus escritos emblemáticos –“Montage, mon beau souci”–, sería un buen ejemplo.

El título del primer artículo que escribió para ‘La gazette du cinéma’, “Pour un cinéma politique”, debería haber servido de presagio. La radicalización política de Godard a partir de 1968 provocó su rechazo a la noción de autor y la disolución de su identidad artística dentro del colectivo Dziga Vertov. También provocó la tajante separación de sus antiguos compañeros de ‘Cahiers du cinéma’, convertidos, como él, en referentes insoslayables de la nouvelle vague. El enfrentamiento más duro lo tuvo con François Truffaut, al que acusó de ser “un empresario por la mañana y un poeta por la tarde”. Su vuelta al cine en los años 80 la hace de la mano de la cineasta Anne-Marie Miéville –su tercera esposa y estrecha colaboradora en las últimas décadas– y del descubrimiento del formato vídeo. Con su obra magna, la monumental “Historia(s) del cine” (1989-1999), la escasa distancia que quedaba en la obra de Godard entre teoría y práctica, entre crítica y creación, salta por los aires. El chaval que sisaba libros de la biblioteca de su abuelo, el joven crítico que elaboraba versiones propias de textos ajenos, el cineasta que citaba sin parar en sus películas a sus autores más amados, asalta de una vez por todas la historia del cine apropiándose de sus imágenes, reelaborándolas a través de “su más hermoso anhelo”, el montaje.

La última película de su primera etapa como cineasta, “Week-end” (1967), finaliza con un rótulo apocalíptico que anunciaba “el fin del cine”. Frente a esta sentencia categórica, creo que al Godard que jugaba con las palabras y con las imágenes le hubiera gustado más despedirse con la frase –un aforismo netamente godardiano– que enuncia Jean-Pierre Melville en “Al final de la escapada”: “Desearía ser inmortal y, después, morir”. ∎

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