ace cinco años, investigando sobre brujas para componer mi álbum “Lilith”, me topé con la historia de Lídia Noguer: pescadera e hija de la última bruja de Cadaqués. Se decía que su madre, Sabana, podía transformarse en loba, que su canto calmaba tormentas y que su presencia hacía florecer los campos. A mí me gustan las mujeres con poderes. Sabana era una de ellas. Y Lídia, su hija, también.
Lídia nació en 1866. Nunca fue a la escuela. Aprendió a leer y escribir ya de mayor, por iniciativa propia. En verano, cuando las redes de pesca llegaban llenas, cargaba su cesto y se acercaba a las casas de veraneantes ricas. Con la excusa del pescado, se asomaba a esos salones amplios, ventilados, bien decorados, que le abrían horizontes mucho más amplios que los suyos. A veces creo que fue allí, entre olor a mar y cerámicas relucientes, donde nació el germen de su ensoñamiento.
En 1904, Lídia acogió en su casa a un joven escritor que buscaba inspiración: Eugeni d’Ors. La estancia fue breve, pero bastó para que ella quedara fascinada. Cuando se marchó, él se despidió con un simple “Hasta el año que viene”, “Volveré pronto”. Frases de cortesía que, para Lídia, tuvieron el peso de un acta notarial. Desde entonces, lo esperó cada año. Pero d’Ors no volvió jamás a pisar Cadaqués mientras ella vivió.
Lídia mantuvo con él una correspondencia intensa, aunque unilateral. Empezó a leer y releer con devoción los artículos que d’Ors publicaba en ‘La Veu de Catalunya’, buscando en ellos una respuesta a sus cartas. Estaba convencida de que hablaban de ella. De que cada palabra era un mensaje cifrado. De que cada glosa escondía un gesto de amor.
La obsesión creció. Hasta el punto de identificarse con Teresa, la protagonista de “La Ben Plantada” (1911), una de las obras del propio d'Ors. Se cambió el nombre, empezó a vestirse como el personaje. Su mente fértil y apasionada comenzó a tejer realidades paralelas. Leía en voz alta los artículos de d’Ors en las casas donde vendía pescado, subrayaba pasajes, interpretaba metáforas, asociaba conceptos y símbolos, convencida de estar decodificando un lenguaje secreto escrito solo para ella.
Con el tiempo supe que lo que padecía era erotomanía, un trastorno en el que la persona cree que su amor es correspondido. En su caso, este amor no correspondido se volvió el eje de su existencia. Pero lo más fascinante es que sublimó esa obsesión a través de la palabra. Su delirio no fue un delirio cualquiera: fue poético, creativo y profundamente simbólico.
Su historia fascinó a Dalí, que vio en su locura romántica la semilla de su “método paranoico-crítico”. Según él, “Lídia tenía el cerebro paranoico más magnífico, fuera del mío, que haya conocido nunca”. Y así, salvando las distancias, también me atrapó a mí. Al principio me pareció trágica. Luego, valiente. Me sedujo su forma de habitar la fantasía con belleza, de convertir la ausencia en una forma de conocimiento, en una poética del deseo imposible. Lorca la comparó al Quijote, diciendo que la suya era “una locura húmeda, suave, llena de gaviotas y langostas, una locura plástica”.
Así nació la idea de mi próximo disco, un álbum que explora la magia del enamoramiento obsesivo: ese estado alterado de conciencia que a veces llamamos amor. Esa locura transitoria –y necesaria– en la que uno ve al otro como un ser perfecto (y viceversa, o no). Y también ese territorio más turbio –aunque igual de obsesivo– que suele llegar después del desengaño: el despecho, el rencor. Nada nuevo, como ya cantaba Judy Santos en la bachata de Aventura: “No… no es amor, lo que tú sientes se llama obsesión…”.
Por pura casualidad –o quizá por esas sincronicidades que una se permite creer cuando trabaja con símbolos–, acabo de componer también la banda sonora de una película ambientada en Cadaqués. Se trata de una adaptación de la novela “También esto pasará” de Milena Busquets. La protagonista, Blanca, atraviesa un duelo amoroso. Y aunque pertenezca a otro tiempo y universo, hay algo en ella que me recordó a Lídia: esa forma de mirar hacia atrás, de aferrarse a lo que ya no está, de convertir una pérdida en materia viva.
Ambas se enfrentan al vacío desde lugares distintos –una desde la obsesión, la otra desde la negación–, pero en el fondo están unidas por una misma pregunta: ¿qué hacemos con aquello que no se cierra?
Me permití entonces cruzar sus historias en una canción titulada “Un amor”, donde puse a dialogar el delirio de Lídia con la nostalgia de Blanca: “Fuiste un amor de verano, un amor pasajero, un amor irreal. Fuiste un delirio sincero, un adiós sin duelo, un final sin empezar. Tengo de ti solo un recuerdo de esa noche de agosto en la que te perdí, y ahora otra vez me quedo con el corazón de hielo, pensando en ti”.
Y hablando de canciones, me viene otra a la cabeza: una de rebe que dice: “No me importa si te gusto, aquí solo importo yo”. Es una frase maravillosa. No porque defienda el ego, sino porque reconoce la potencia unilateral del amor. Lídia no necesitó ser amada para amar. No pidió confirmación para persistir. Me pareció más sana su forma de entregarse a la ilusión que el cinismo desentendido que rige hoy tantas relaciones.
Vivimos en tiempos de ghosting y de likes. Enamorarse es rápido. Desenamorarse, también. Nos gusta quien nos devuelve una imagen ideal de nosotros mismos. En cuanto esa imagen falla, pasamos página. Todo va tan deprisa que el otro apenas llega a ser alguien. Sin embargo, Lídia dedicó su vida entera a un hombre que no volvió. Insistió en el deseo. En el vínculo imaginado. En la carta sin respuesta.
Tal vez por eso me fascina tanto. Porque en un mundo que idealiza el desapego, ella fue excesiva. Persistente. Comprometida con su alucinación. Amar sin retorno puede ser una forma de locura, sí. Pero también una forma de resistencia. De belleza. De verdad. Y si no, que se lo digan a la copla.
Hay más ejemplos de amores cabezotas. Pienso en Caroline Lamb, que aparece en el libro “No siento nada” de Liv Strömquist. Siguió amando a Lord Byron cuando él ya se había aburrido de experimentar con los sentimientos profundos de ella. Caroline no dejó que el bajón de suflé de Byron apagara lo suyo. Al contrario: convirtió su amor en un valor propio, independiente de él. Creó un pequeño culto alrededor de sus sentimientos y escribió una novela, “Glenarvon”, donde retrató a Byron –de forma apenas velada– como un ser horrible que arruina la vida de una chica supermaja.
En 1943, ya anciana, Lídia fue internada en un asilo, donde siguió escribiendo cartas hasta su muerte, en 1946. Dalí y d'Ors le dedicaron una lápida que dice: “Descansa aquí, si la tramontana la deja, Lídia Noguer de Costa, Sibila de Cadaqués, que por inspiración mágica, dialécticamente fue y no fue, a un tiempo Teresa, la Ben Plantada”.
Ese día, una serenata compuesta para flauta y piano por Xavier Montsalvatge fue interpretada en el cementerio, y fragmentos de un libro que le dedicó d’Ors –que en vida nunca le había hecho caso–, titulado “La verdadera historia de Lídia de Cadaqués”, se leyeron en voz alta.
A veces pienso en ella cuando escribo canciones. Me pregunto si habría sido más feliz con un TikTok y una terapeuta. O si se reiría de nuestra necesidad constante de ser validados. Quizá no estaba tan loca. O al menos, no más que quienes fingen no sentir nada para no asustar al otro.
Lídia sintió todo. Y aunque su delirio no fue real, su fidelidad sí lo fue. Radicalmente real. Por eso este disco es también para ella.∎