Coincidió con los Beatles en Miami en 1963:
“No sois tan estúpidos como parecéis”, les dijo Clay.
“Nosotros no. Tú, en cambio, sí”, respondió Lennon con su cinismo habitual… antes de sonreír y aligerar la mirada profunda de Clay. Eran fenómenos paralelos de un cambio generacional inminente.
Después de 19 victorias en sus primeros combates profesionales, le llegó la oportunidad de luchar contra Sonny Liston,
“el oso feo y grandón”, como lo definió Clay en público en una muestra de su incontenible charlatanería.
A Sonny Liston, un armario en movimiento y, probablemente, el antecedente más claro del modelo Mike Tyson, intentó derrotarlo antes de que subiera al ring con sus atrevidas acciones de acoso y derribo psicológico, que tuvieron sus cimas en el recibimiento con insultos a Liston en el mismo aeropuerto de Miami y en las histéricas fanfarronadas en la ceremonia de pesaje, hasta entonces inéditas en el mundo del boxeo. Se creó así una fama de desconcertante actor que le reportó más de un beneficio: en su descarnado tercer combate contra Frazier en 1975, el del desempate, “La Batalla de Manila”, empezó a tambalearse hacia atrás, y Frazier no se atrevió a aprovechar esa ventaja porque dudó; ¿realmente estaba tocado, como así era, o simplemente estaba interpretando uno de sus habituales numeritos de burla al contrario?
Para Sonny Liston, Clay solo era un bocazas; no se lo tomó en serio; se entrenó a medio gas. Para la opinión pública, Clay era un demente, un fanfarrón, un chulo, pero nunca, por supuesto, el futuro campeón del mundo de los pesos pesados. Pero lo cierto es que Ali era el espécimen físico más perfecto de su tiempo. Para el combate, un experimental Ali tenía su estrategia preparada: ocultarse tras un baile plástico letal para su oponente, cansándolo y desfondándolo ante el asombro del mundo.
“Tenía que andarme con cuidado, que no me tocara. ¡Yo sabía muy bien que iba a conmocionar el planeta!”. Salió bien; a pesar de que, después de su impotencia a la altura del tercer asalto, Liston dio órdenes de que, a escondidas, le untaran los guantes con un aceite que producía escoceduras y que, como consecuencia, dejó ciego a Ali, quien, desesperado, estuvo tentado de abandonar. Angelo Dundee, su experimentado entrenador, lo instó a no perder su gran oportunidad:
“Sal ahí y no pares de correr”, le dijo. Eso hizo. Manteniéndose en movimiento y abrazándose a Liston, superó su ceguera momentánea en un quinto asalto dantesco y dejó a Liston sin argumentos. Tiró la toalla después del sexto y permitió a Ali entrar en la gloria.
“¡Soy el rey del mundo! ¡Ahora os tragáis vuestras palabras!”, retó desde las cuerdas a todos los periodistas deportivos que lo habían ninguneado.
“¡Soy lo más grande que ha habido nunca!”, gritó. No lo era todavía, pero lo acabaría siendo. Ese día, el 25 de febrero de 1964, en Miami Beach, ante 8.297 espectadores, nació la leyenda.
En su conferencia de prensa matinal posterior Clay confirmó que era miembro de la vehemente Nación del Islam. ¿El mensaje? Adiós al modelo de boxeador negro complaciente a lo Joe Louis; solo Cassius Clay, ahora ya Muhammad Ali, iba a ser el único responsable de su religión y su negritud. Pero no fue exactamente así: su relación fraternal con su mentor Malcolm X, con quien compartió una profunda amistad, fue deteriorándose al tomar Ali partido por el núcleo duro de los Musulmanes Negros, por Elijah Muhammad y su guardia pretoriana de corruptelas y folclorismos dentro de la Nación del Islam.