n la “Divina comedia”, Dante Alighieri concibe sus infiernos sucediéndose en círculos dentro de un enorme cono invertido y hueco. En su vértice, que coincide con el centro de la tierra, está Lucifer. Es el “valle del abismo doloroso”, como lo describe cuando comienza a descender la sima, acompañado por el poeta Virgilio. Un abismo oscuro, hondo, nebuloso. Estoy segura de que, en algún momento de la escritura, Dante pensó en crear otro círculo infernal para las personas a las que no les gusta la música. Lo imagino como un lugar de paredes acolchadas, negras como una ceguera, en el que los condenados no pueden oír nada, ni el sonido de su propia respiración. Un infierno silente y enemigo de la luz. Un infierno despojado como un desierto, pero sin su belleza. Lo único bueno es que estoy convencida de que hay pocas personas en él. Incluso, si me pongo optimista, creo que no hay ninguna.
No hace falta bajar a las profundidades creadas por Dante para encontrarse con infiernos. Muchos están en este mundo. En alguno de esos infiernos han pasado su vida unos cuantos músicos y músicas. Son infiernos que no tienen que ver con la música en sí misma, que yo creo que es una pequeña salvación en la negrura y en el vacío, sino con otras cosas: drogas, alcohol, abusos sexuales, maltrato, abandono. Alfonso Cardenal, director del programa ‘Sofá Sonoro’ en la Cadena SER, relata unos cuantos de esos infiernos en el libro “Vidas perras”. Entre las historias más tristes está la de la hermosa Tammi Terrell, con una voz tan cálida como un abrazo en un día de cencellada, y que murió de un tumor cerebral con 24 años. Antes de eso, cuando tenía 11, la violaron tres chicos; después sufrió migrañas de pesadilla, malos tratos de sus parejas, los cantantes James Brown y David Ruffin, y pasó por ocho operaciones fracasadas para salvarle la vida. De Tammi Terrell no recordamos sus infiernos, sino los cielos del amor que nos prometía cantando “Ain’t No Mountain High Enough” junto a Marvin Gaye. “Escucha, cariño / no hay montaña lo bastante alta / no hay valle lo bastante profundo / no hay río lo bastante ancho, cariño. / Si me necesitas, llámame / no importa dónde estés / no importa cuán lejos / solo di mi nombre”. Alfonso Cardenal dice que todos los artistas cuyas vidas recoge en su libro amaban la música y que “en algún momento de sus miserables vidas, la música fue lo único que los mantuvo a flote”. Porque, aunque no acaba con los infiernos, la música aleja a los demonios, aunque sea por un rato.
Las periodistas Carolina Prada e Isabel Jiménez, que se conocieron en la “facultad más fea de Madrid”, la de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, que también fue la mía, saben de ese poder de la música para desendiablar nuestras existencias y pensamientos, y lo usan como confeti festivo en el libro “Canciones de buen rollo”. En él, Prada y Jiménez proponen 137 canciones. Algunas sirven para empezar un día en el que el puto despertador suena las 6:55 horas y a las 7:00 horas otra vez, y combaten esa fatalidad con “Hoy puede ser un gran día”, de Joan Manuel Serrat. “Hoy puede ser un gran día, duro con él. / Hoy puede ser un gran día donde todo está por descubrir”. Otras son canciones para superar un desamor, para matar el estrés y para combatir la rutina, para rebelarse y para subir la autoestima; también hay canciones contra todos los contratiempos y contra todas las mareas. Carolina Prada e Isabel Jiménez eligen letras que son cucharadas de energía, músicas que electrizan las venas y nos reviven. Canciones para ver el lado bueno de la vida y para salvarse de la oscuridad eterna, como la de los crucificados de la película “La vida de Brian”, de los Monty Python, que, atados de pies y manos a los maderos, cantaban, silbaban y bailaban –como podían– la ya famosa “Always Look On The Bright Side Of Life”. “Como la vida es muy absurda / y la muerte es la palabra final / siempre debes cerrar el telón con una reverencia”. Fue esta canción la que entonaron los Monty Python en el funeral de su compañero Graham Chapman, el Brian de la película.
Ya que todos vamos a ir a parar a ese mismo mar, que es el morir, y que confío en que no llegue ningún infierno, no estaría mal despedirse con una canción tan luminosa como esa. No sé qué canción elegiría yo para mi funeral. Tendré que ir pensándolo, pero qué menos que escoger una canción de buen rollo para que la disfruten los que quedan. A ver si, además de morirme, voy a hacerles la faena de ser una aburrida. ∎