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Firma invitada / Acordes híbridos

El contraste y su seducción

Elucubrar sobre los contrastes enriquecedores nos puede llevar a escuchar a Arvo Pärt en el gimnasio, rememorar a Leonard Cohen aprendiendo a tocar la guitarra con un flamenco en Montreal e imaginar a Federico García Lorca poniéndose afro en Nueva York. Noemí Sabugal, Firma Invitada en Rockdelux, da fe de ello en esta columna.

P

ara los que buscan los contrastes existen las duchas escocesas. Y el sabor agridulce, las camisetas flúor, el pintalabios negro, los muebles modernos que decoran casas antiguas y el plato más raro del último restaurante de cocina internacional que haya abierto en el barrio. Un contraste que probé el otro día: escuchar en el gimnasio “Tabula rasa” (1977), de Arvo Pärt. Con la música del compositor estonio, el gimnasio se convirtió de repente en un cenobio de monjes entregados al extraño ministerio del músculo. Durante el primer movimiento, llamado “Ludus”, los violines se acompasaban de forma insólita con los brazos que alzaban mancuernas y barras rematadas por discos de colores brillantes. Sonaban los violines y corría el sudor, los rostros enrojecían. Era una especie de meditación en movimiento y la música me sugería una mística que, en realidad, no existe.

Pero casi al final de ese mismo movimiento, todo cambió y el gimnasio se volvió una película de terror. Las luces del techo tenían un zumbido tenebroso y arrancaban sombras siniestras de las máquinas de musculación. Las pesas caían como guillotinas negras. A través de los auriculares se filtraban los golpes de esas pesas cuando los cenobitas remataban los ejercicios. Sus caras tenían un brillo maligno. Los impactos metálicos de las pesas se sumaban al frenesí y al calor de las cuerdas de los violines, frotadas con tanta saña que podrían haber ardido. Cerca de mí había una chica que hacía sentadillas. Parecía a punto de ser devorada por algún animal agazapado tras las colchonetas.

Recomiendo escuchar a Arvo Pärt en el gimnasio. Lo interesante de la experiencia es lo chocante del asunto, la aparente incoherencia cuando el estilo tintinabular del compositor minimalista y sacro se sincroniza con un bíceps que se tensa.

Hay quien busca estos contrastes y quien solo se siente a gusto en aguas calmadas en las que ve y conoce el fondo. En “El guitarrista de Montreal” (2025), el escritor Miguel Barrero imagina cómo fue el encuentro entre Leonard Cohen y el joven español, posiblemente gitano, que le dio sus primeras clases de guitarra. Cohen desveló algunas cosas de ese encuentro en el discurso con el que recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011. Contó que el chico español estaba sentado en un banco del parque Murray Hill, cerca de la casa de su madre, en Montreal. Tocaba flamenco. Y ahí está el contraste. El judío canadiense nacido del frío, en una ciudad con pasadizos subterráneos en los que sus habitantes se cruzan casi sin mirarse durante los despiadados inviernos, y su fascinación por el músico español, por su flamenco solar.

Fueron solo tres clases de guitarra. El improvisado profesor no acudió a la cuarta cita. Leonard Cohen intentó localizarlo. Llamó al hostal en el que sabía que se alojaba. Allí le dijeron que se había suicidado.

Cohen aprendió seis acordes con ese español cuya identidad sigue siendo un misterio. Ni siquiera se conoce su nombre de pila. “Es más fría y más triste la soledad de los muertos cuando no hay nadie que diga su nombre en voz alta, que los invoque y al verbalizarlos restituya la apariencia y las maneras que tuvieron en vida, su forma de estar en el mundo”, escribe Miguel Barrero. Leonard Cohen aseguró, ante el público del entonces Premio Príncipe de Asturias, que esos seis acordes que le había enseñado el joven español habían sido la base de todas sus canciones y de toda su música. El cantautor dijo también que hacía 40 años que tenía una guitarra hecha en España. Una guitarra de cedro cuyo perfume estaba tan fresco como el día en que la había comprado. Y contó que la lectura de los poemas de Federico García Lorca lo había ayudado a encontrar su voz. Una voz que no había podido descubrir al leer y copiar el estilo de los poetas clásicos ingleses, que hubieran tenido que resultarle más próximos. El canadiense, que venía de un mundo de nieve y hielo, de nuevo seducido y deslumbrado por su contrario, por un poeta tan andaluz como Lorca, tan luminosamente oscuro.

Le pasó al propio Federico García Lorca cuando escribió uno de sus mejores libros al conocer Nueva York, tan distinta de Granada, tan distinta de Madrid, tan distinta de cualquier ciudad en la que había estado hasta entonces. “Poeta en Nueva York” (escrito entre 1929 y 1930 y publicado en 1940) es fruto de la alucinación y de la atracción que produce el contraste. Del choque con esa ciudad cuya aurora es un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas; del impacto de recorrer sus barrios, con gentes que vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre, según escribió.

En Nueva York, Lorca se acercó a los afroamericanos y a su música, que debió de sentir muy próxima al flamenco. Y nos presentó al rey de Harlem, ese viejo cubierto de setas que va al sitio donde lloran los negros. Después, en Cuba, hipnotizado por los ritmos del país, compuso su “Son de negros”. “¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas! / Iré a Santiago. / ¡Oh cintura caliente y gota de madera! / Iré a Santiago”. Ritmos africanos con un pasado cargado de cadenas y calientes ritmos caribeños en los que Lorca se vio reflejado. A veces ocurre así, que solo te encuentras en la diferencia, en lo opuesto, en lo ajeno. ∎

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