unque nací en 1982, supe que el mundo existía a partir de 1992. Ese año fue el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla y la indigna –por no decir repugnante– celebración del V Centenario de la llegada a América. Cobi, Curro y Colón, las tres mascotas de España. En 1992 descubrí que había un mundo fuera de mi barrio, pero 1992 también fue el año en que al parecer el mundo descubrió que España existía o, al menos, que una cierta España que no se correspondía con la de la falta de aliento tras perseguir la modernidad existía. Y precisamente así, “El año del descubrimiento”, es como ha titulado Luis López Carrasco su última y aclamada película. Es un documental de casi doscientos minutos que transcurre en un bar de Cartagena. Los clientes charlan, discuten, comen, fuman y se observan unos a otros mientras hablan. Aunque se rodó en 2019, todo –la atmósfera, el humo, la ausencia de móviles, las voces aguardentosas, la saturación de colores ásperos en la imagen– gira de algún modo en torno a 1992, el año del descubrimiento. Pero no en torno al 1992 de Cobi, Curro y Colón, los hijos siniestros del marketing político, sino en torno a la cara B de 1992. En Cartagena, 1992 es el año de la reconversión industrial, que es al vocabulario económico lo que “neutralizar a un sospechoso” es al lenguaje policial, es decir, un eufemismo de tirar por las bravas. En 1992, mientras se preparan los faustos del descubrimiento de España a ojos del mundo, miles de trabajadores son despedidos en Cartagena, hay enfrentamientos con la policía y el Parlamento murciano arde en llamas. “El año del descubrimiento” nos recuerda algo muy simple y a la vez muy complejo: antes de 1992 también había vida en España. López Carrasco no necesita negar ni tampoco celebrar las virtudes de lo que trajo la integración económica en la Unión Europa para denunciar sus vicios. El tipo de bienestar que trajo consigo tuvo un precio, que es el cruel precio que siempre hay que pagar en el gran proyecto capitalista: hay algunas vidas que son desechables, hay algunas vidas que carecen de valor por sí mismas. “El año del descubrimiento” narra precisamente la historia de unas vidas que, a partir de 1992, son simple y llanamente vidas desechables, tal vez porque, en realidad, la vida de casi todos es siempre una vida potencialmente desechable bajo este entramado político-económico en el que vivimos.
No podía dejar de pensar al ver la película que 1992 es también el año en que muere Camarón de la Isla. A mí me parece que nada refleja mejor la vida previa a 1992 que la voz de Camarón: noble, horizontal, compasiva, quebrada. Pero organizada y mimbrosa. En 1992 muere Camarón y con él muere una determinada manera de entender la vida en España. No se trata de impugnar todo lo que ha sucedido desde 1992; eso, además de absurdo, sería caer en la emoción política más reaccionaria y peligrosa de todas: la nostalgia.
El problema, a veces, no es sacrificar cosas buenas, el problema es no ser consciente de que estamos sacrificando cosas buenas; el problema es creer que todo lo bueno encaja con armonía. Y no es así. 1992 fue el año en que descubrimos que existía una vida sin Camarón, se trataba de una nueva vida que traía más certeza, una vida que ya no se terminaba necesariamente en nuestro barrio, una vida más abocada al mundo, una vida mejor en algunos sentidos. Pero 1992 también fue el año en que perdimos un poco de nobleza, un poco de horizontalidad y bastante compasión. Lo bueno es tan fragmentario como lo malo. Algunos lo descubrimos en 1992. ∎